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Cada vez que vamos a Mar del Plata


Ya estamos cerca, me doy cuenta porque a lo lejos visualizo el cartel de Havanna gigante. Para mí Havanna es Mar del Plata y Mar del Plata es Havanna y el centro. El centro que conserva la misma mística de siempre: no posee ni un gramo de belleza, pero tiene ese no sé qué de Mar del Plata.


Sé que estamos muy cerca, que vamos a dejar los bártulos, vamos a agarra la tablita de surf con la que junto a mi hermano barrenaremos las olas y también el balde y la pala para hacer castillos con papá. Después de eso, salir para aprovechar el día de playa.


Nati, la chica que se besa con papá, va a armar el mate: termo paraguayo, agua bien caliente y un mate tallado que indica “Mar del Plata”. Ahora sí, a la playa caminando las nueve cuadras que nos distancian del mar mientras a Franco se le salen las ojotas porque no sabe usarlas todavía. Es muy chiquito. Yo también, pero me siento gigante usando la ropa de Nati.


Cuando estemos en la playa vamos a ocupar nuestro minúsculo espacio entre toda esa gente que seguramente había, pero que no recuerdo. En mi mundo solo estaba mi familia: Nati, Joaco adentro de la panza de Nati, Franco, Quique, Yoko (el perro que mi papá creyó que era hembra y le dejamos el nombre igual) y mi papá. Enseguida Nati va a preparar los mejores mates del mundo y yo voy a empezar a parlotear sin parar.


Me voy a bañar, como decía mi abuelo gallego, en el mar junto a mi tío Quique. Que me va a contar por primera vez que mi abuelo era un genio y nadaba sin parar, que salvó a mucha gente de ahogarse en el mar, aunque él no era guardavidas. Esa historia me la va a contar muchas veces más. Todas esas veces yo voy a escuchar impresionada y después se lo voy a contar a mis amigos.


Por la tarde, volveremos al chalé y “los grandes” van a dormir la tan deseada siesta. Tan deseada por ellos. Mi hermano y yo detestamos dormir la siesta, preferimos jugar con nuestros amigos de la cuadra. En aquellos momentos, cada minuto, cada segundo, era importante no desaprovecharlo. Dormir significaba desperdiciar tiempo de diversión, ya dormiremos cuando la luz en el cielo se vaya. El sol nos indicaba que teníamos que jugar. Y eso hacíamos, cada vez que íbamos a Mar del Plata.


Mi papá se va a levantar primero, lo voy a acompañar a comprar las facturas. Vamos a caminar por las calles de Mar del Plata y yo voy a pensar que amo ese lugar, que podría detenerse el tiempo en esos minutos de caminata. De más grande, voy a querer retroceder el tiempo y caminar de nuevo con él a comprar facturas y decirle que mejor no duerma más esas siestas, que aprovechemos el tiempo pateando por las callecitas, hablando de lo que le gustaban los caracoles pegados en el asfalto y que al otro día íbamos a juntar una buena cantidad de caracoles de diversos colores para que hagamos lo mismo en la terraza de casa, pero en la pared. Para mi ese es el mejor lugar del mundo y ese momento es único. Es, en presente.


Vamos a merendar todos juntos y después a prepararnos para ir a caminar por el centro de belleza extraña. El centro ya lo conocíamos de punta a punta, pero igual lo caminábamos cada noche, cada vez que íbamos a Mar del Plata. Nadie le iba a decir que no a mi papá, nadie le iba a decir de hacer otro programa, otro recorrida. Mi papá te sonreía, te disparaba algún chiste y cualquier plan, por más repetido que sea, te parecía bien si era con aquel hombre.


Seguramente, algún día de la estadía en Mar del Plata, mi papá nos va a llevar a comer alfajores de Havanna al puerto. Yo le voy a decir que no me gustan los alfajores. “¿Ningún alfajor, Noelia? ¿Y un conito con dulce de leche? Algo tenes que comer” Voy a insistir con que no, hasta que me gane por cansancio (o por simpático) y le voy a decir que está bien, que me compre uno de esos que son blancos por fuera.


Ya con nuestra comida de lujo, vamos a sentarnos en las escaleras del puerto y nos comeremos nuestros alfajores. Nunca supe si es que no me gustan los alfajores o si en realidad está todo en mi mente y pienso que tienen un sabor extraño a lobo marino con chocolate. Algún día lo descubriré. Cuando vuelva a Mar del Plata.


Esta misma secuencia la vamos a repetir. Alguno de esos días mi papá, mi hermano, Yoko y yo vamos a correr y jugar por la playa mientras Nati nos graba. Y algún día mi papá, “Fer” para los amigos, va a recordar ese video en su cabeza mientras en algún hospital le hacen una tomografía. Porque ese video y esos momentos lo ayudan a relajarse y olvidarse lo injusta que puede llegar a ser la vida y que, aunque creamos que somos invencibles, somos efímeros. Como el tiempo.


Y algún otro día muy lejano, o tal vez no tan lejano, yo voy a recordar todos esos momentos, voy a extrañar a Fer y voy a agradecer haberme comido el alfajor con sabor a pescado para su satisfacción, haber parloteado sin parar, haber escuchado la misma historia miles de veces, haber acompañado a mi papá a comprar facturas. Voy a volver a Mar del Plata y va a seguir siendo el lugar más lindo del mundo. Y eso lo voy a seguir pensando, cada vez que voy a Mar del Plata.


 

Autora: Noelia Dans

Mi nombre es Noelia Dans. Tengo 22 años y vivo en Buenos Aires, en el barrio de Flores. Soy estudiante de la carrera de Letras en la Universidad Nacional de Buenos Aires. Trabajo como administrativa en una sociedad de bolsa y escribo siempre que puedo por placer.


Un dato no menor: soy hincha de Racing. Disfruto mucho del fútbol y me gusta escribir sobre pasiones.


Instagram @noe.dans

Imagen de Lucho Gargiulo tomada de acá

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