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Verónica está acostada boca abajo, un brazo en la almohada y el otro largo, estirado. Las sábanas la cubren hasta la cintura y su piel amarronada contrasta como un Mecano saliendo del envoltorio. Duerme hace rato, no sonríe y respira. Me acerco a la boca y el amargor es penetrante, me marea. Quiero despertarla y hacerle el amor otra vez.

Me levanto a tientas y esquivo a Manuel, que duerme en el piso sobre un colchón de una plaza desnudo. El parquet del living está pegajoso y la luz entra apenas por la persiana y se descuartiza en el vidrio de cada una de las botellas de la mesita ratona. Los reflejos de los vidrios me relajan y me dan, ¿nostalgia? Puede ser, pienso, y me siento en una de las banquetas de la barra de la cocina. Me duele la cabeza y estoy un poco congestionado. Quiero comer, comer bien, o dormir, o ir de vuelta con Verónica. No sé.

Intento acordarme de cómo fue todo. No anoche; anoche fue una más como las ciento y pico de los últimos dos años. Estoy en cuero, me miro: se me ven las costillas y el ombligo está sucio, pero no me quiero bañar. No hoy, no soportaría el agua caliente encima ni las puñaladas de la higiene.

Abro la heladera y me sirvo agua de una botella de vodka vieja que se moría de soledad. Lo que queda. Está fría y el vaso transpira. Me pasa como ácido, no sé si me derrite o me congela, o me estremece. La mesada de la cocina también está llena de botellas, y jarritos, y jeringas y el resto. Hay una maceta también, con una suculenta que resiste a los embates del hambre. Yo también tengo hambre. En la heladera hay manteca y una cebolla de verdeo podrida. Quiero desayunar. Si hubiera pan lactal, haría tostadas francesas, o sólo tostadas con manteca, mermelada y café. Puedo oler el café, y el jugo de verdad en un vaso de vidrio.

Agarro la billetera y me calzo. No me doy cuenta de que sigo en jogging y un buzo Adidas con cierre. Voy rápido al cuarto, a invitar a Verónica a desayunar afuera, y voy a ver su sonrisa, entera, y sus patas de gallo embelesadas con facturas, o budín, o tostados de jamón y queso. Va a comer, porque una mujer tiene que comer, y después podemos ir a caminar por Palermo. El sol no me va a provocar ese dolor de cabeza puntiagudo de todos los jueves, viernes, sábados, domingos o de todos los días, pero ella está ahora con Manuel, que se despertó, y la despertó, y se mezclan como carne picada, gritan y transpiran frío e intercambian la saliva vencida de la noche anterior, o la anterior.

Me freno en el umbral con la puerta entreabierta. Desconozco si había quedado entreabierta o siempre estaba así, o siempre estuvo así. Los dos se giran y me miran con los ojos fijos entre demandantes y anfitriones, y yo me quedo ¿sorprendido?, con los brazos al costado del cuerpo esperando no sé bien qué. O sí, lo mismo de siempre, una vez más en el aire espeso, vicioso y viciado. Sólo sé que me quiero ir.

 

Autor: Leonardo Pirolo

Nació en Vicente López, Provincia de Buenos Aires. Se graduó en Derecho en la Universidad de Buenos Aires, con especialización en derecho privado. Desde adolescente que se dedica informalmente a la literatura, con énfasis en el realismo norteamericano. Ha participado en los talleres literarios de Pura Palabra, y actualmente cursa la clínica de escritura en el Espacio Dos Puntos, bajo la tutela del profesor Pablo Alí. Ha publicado un relato breve en el libro de antologías de la Editorial Dunken, en el año 2010. Su relato “El barranco” fue premiado con el segundo lugar durante el Certamen de Intertalleres 2019 organizado por Espacio Dos Puntos.

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