Sonia
Lo primero que me acuerdo es que me tomé un pase y me sentí Gardel. Estaba riquísima y casi no me hacía mandibulear.
—Está buena, ¿viste? —me dijo mientras yo me chupaba lo ácido que me había quedado en el dedo.
—Está bárbara —le respondí.
Estábamos los dos sentados en la habitación del telo, en una mesita al lado de una ventana que calculo que siempre estaba cerrada. Me acuerdo que ella estaba sentada en bombacha, medio con las piernas abiertas y me di cuenta que se le notaba un huevo. O el pito, seguro era el pito. Era chiquito pero inconfundible. Traté de pensar que era un pliegue de la bombacha que se había formado por el modo en el que se había sentado, pero no, era claramente el pito. Por suerte no asomaba ningún pelo.
—¿De dónde la sacaste? —le pregunté.
—Boludo te dicen, ¿no? —me dijo con una sonrisa, mientras hacía una pausa para sacudirse un tremendo lagarto —. Esta no es la que le vendemos a cualquiera. Esta la compro para mí y para tomar con mis amigos.
Me hizo sentir bien que compartiera su falopa conmigo, ni mis amigos hacían eso. Yo la había conocido a Sonia hacía tres años en el Rosedal. La había visto un par de veces y después había dejado de frecuentar el lugar. Siempre fui ahí con mucha culpa, y lo dejé por un par de años cuando hice mi último intento por tratar de que la relación con quien entonces era mi pareja no se terminara de ir definitivamente al carajo. Al final, obviamente, no funcionó, y siempre me quedó la sensación amarga de que había dejado de ver a Sonia al reverendísimo pedo.
Me acuerdo perfectamente que empecé a ir cuando estaba tratando de terminar mi tesis de doctorado. Me sentía más insignificante que de costumbre. Yo había empezado a estudiar física pensando que muy pronto iba a ser como Heisenberg, viajando a los veinticuatro años por algún lugar parecido al archipiélago de Helgoland en los mares del norte, descubriendo, en un rapto de inspiración, las órbitas de los electrones con una precisión sin precedentes. Me imaginaba escribiendo maquinalmente, en lápiz y papel, algún descubrimiento trascendental, en algún hermoso paisaje perdido, como los del sur argentino tal vez. Con lagos de agua cristalina y picos nevados.
Cuánto glamur. Pero obviamente que nada había sucedido así, y a mis treinta y largos me encontraba amargamente sometido a un director, tanto o más miserable que yo, haciendo un trabajo de lo más rutinario de observación de manchas satelitales en el suelo, en el subsuelo de un edificio gigante que no tenía una puta ventana. Una reverenda cagada. De mecánica cuántica un carajo; ni siquiera podía hacerme el erudito en alguna reunión familiar porque no me acordaba nada.
La curiosidad por el lugar venía igualmente desde antes. Si no hubiese sido un físico frustrado, seguramente sería un intento de historiador, o algo así, y ese lugar de la ciudad siempre había llamado mi atención por algo de justicia poética quizás, de revancha de los miserables. Justo en ese lugar de Buenos Aires, tan exclusivo, cuidado y hermoso, de pronto, a la madrugada, aparecían tetas exuberantes, pitos en minifalda y barbas mal disimuladas. Los olvidados de la tierra salían de debajo de los adoquines para apoyarle las tetas operadas en las ventanas de los señores más homofóbicos y ricachones de la ciudad, que en sus casas se masturbaban en secreto pensando en sus penes prohibidos.
Además, justo en ese lugar que tenía tanto odio escondido. Estoy seguro que la mayoría de nosotros no lo sabe, pero Juan Manuel de Rosas fue el fundador del Rosedal. Efectivamente, en 1838 comenzó a adquirir las tierras donde hoy están los jardines, cuando todo eso era poco más que un pantano. Y ahí, después de obras de relleno, urbanización y construcción de caminos, se dedicó a construir la residencia donde viviría hasta su derrota en 1852. La llamaban “la versalles del Río de La Plata”.
Obviamente que cuando lo derrocaron, los liberales rompieron todo, con el rencor y el odio que los caracterizó siempre. No solo dinamitaron su hermosa casa —después de habitarla un tiempo por supuesto— sino que, con mucha saña, le pusieron el provocativo nombre de Parque Tres de Febrero primero —evocando la fecha de su derrota final— y, más adelante, bautizaron con el apellido de Sarmiento a una de las calles principales. El objetivo era que no queden ni rastros de Rosas y de paso, si era posible, insultarlo. Obviamente que los travestis no tienen nada que ver con toda esta historia, pero para mí siempre fue como una venganza. Como cuando uno reprime algo y aparece del modo menos pensado y uno no entiende por qué.
Volviendo a la cuestión, el tema es que empecé a visitar a las chicas por esas épocas donde estaba tratando de terminar mi tesis. Al principio con culpa y después casi provocativamente. En un momento decidí que no iba a caretearla más e iba a hacer lo que se me cantara el culo. Literalmente. Al principio no le decía a Eva adónde iba, salía y punto. Hasta que un día no me aguanté más y le dije. Y fue rarísimo, porque yo pensaba que me iba a mandar al carajo, que iba a hacer toda una escena, o por lo menos que se iba a poner mal. Pero no. Obviamente al principio se sorprendió, pero después de un rato de silencio me dijo algo que fue como una sentencia:
—No importa, Facundo. Lo único que importa es si el amor está acá. Yo lo que quiero es compartir con vos, lo demás no me importa.
Fue tremendo. Yo siempre supe que ella era demasiada mujer para mí, pero era en momentos como ese, frente a ese tipo de respuestas, frente a esa claridad, a ese amor, que me sentía extremadamente chiquito. Y el otro problema fue que su respuesta me hizo pensar que quizás el amor no estaba ahí. O al menos eso se me pasó por la cabeza en ese momento. Ahora me doy cuenta —en realidad me dí cuenta a los dos minutos de haber hecho una de las cagadas más grandes de mi vida— que lo pensé de puro infantil que soy. Es como que estaba encaprichado, y dije “no, la verdad que el amor no está acá, me voy a la mierda”, y me fui. Un pelotudo bárbaro, porque después me pasé dos años penando por los rincones; pero esa es otra historia.
La cuestión es que hacía tres años que no iba por el rosedal, pero ese día, no sé porqué, sentí que necesitaba ver a Sonia. Y ahí estábamos, medio en pelotas, en un telo de mala muerte, tomando una falopa riquísima y conversando como si la noche fuese infinita y todas las respuestas estuviesen al alcance de la mano.
—Vi que me miraste, ¿querés coger? —me dijo después de una pausa.
—No, no —le respondí.
—¿Que te la chupe? —me dijo casi con cariño.
—No, pero porque estoy en otra. No te lo tomes a mal —y agregué como para aclarar—. No aguanto más esta ciudad de mierda.
—No pasa nada. Viste que casi ni se me nota, ¿no?
Me puso un poco incómodo la pregunta, pero era verdad que casi no se le notaba.
—No me había percatado —mentí.
—Estoy haciendo un tratamiento con hormonas. Conocí un médico que es un fenómeno y me dijo que es lo último que hay.
—Qué bueno. ¿Y estás contenta?
—Sí, muy. Me está costando un poco pagarlo, ¿viste? Como es nuevo, es caro. Encima yo tengo esto de que mando guita a mi vieja y a mis hermanos y todo eso. Y allá en Salta la cosa parece que está más jodida que nunca. Muy jodida. En fin, cosas. Pero estoy re feliz.
Me ponía genuinamente muy contento escucharla bien. No sé si la conocía mucho o poco, pero la apreciaba.
—¿Y vos por qué decís que no aguantas más esta ciudad? —me preguntó.
—Por todo —le dije con convicción —. Porque no anda absolutamente nada bien, porque no aguanto más mi laburo, porque no soporto caretear más ni con el forro de mi director, ni con los alumnos, ni con mi familia.
—Y, sí. A mí todo este quilombo me gusta, pero te entiendo—. Hizo una pausa, y siguió: —Pero escuchame, ¿tenés hermanos o familia acá?
-Sí —. Le dije—Pero no los veo, ni me los banco. En realidad no es que no me los banco, es que no puedo hablar con ellos. No sé. Ellos están bien, tienen familias, sus rutinas, sus problemas, y yo cuando me junto siento que no tengo nada que decirles. O no quiero. Me siento ahí en silencio, con cara de pelotudo, mastico mi bronca o mi depre, depende cómo venga el día, y me voy peor de lo que llegué.
—Escuchame, ¿y por qué no te vas bien al carajo? —me dijo y me descolocó todo.
Al principio, con lo duro y valiente que estaba, le respondí que sí, que tenía razón, que me iba a ir al carajo. Pero en realidad, mientras le decía que sí, haciéndome el poronga, sabía que no lo iba a hacer. Y ella, como sabiéndolo, insistió:
—En serio te estoy diciendo. ¿Por qué no te vas? No te gusta la ciudad, no te gusta lo que hacés, no te gusta estar con quien estás... ¿Por qué no te vas?
Tenía totalmente razón. Yo nunca lo había pensado, o si se me había cruzado por la cabeza, nunca lo había tomado en serio. Seguramente porque no me imaginaba con las pelotas para hacerlo. El asunto es que, tal vez por el valor que me dio en ese momento la falopa, tal vez por la forma en que me lo dijo Sonia, o simplemente porque yo ya estaba en un punto de saturación en donde las opciones eran o bien irme bien lejos o ahogarme en un mar de antidepresivos —que ya me estaban trayendo graves problemas de erección—, la idea de irme, a cualquier lado, empezó a parecerme algo posible. Y lo más lindo de todo es que en ese momento sentí algo que no sentía hace muchísimo: entusiasmo.
Ahora, cuando miro las montañas y los lagos, desde otro lugar del que me había imaginado, pienso en Sonia con cariño y espero que esté bien.
Autor: Germán Pinazo
Soy Investigador-Docente de la Universidad Nacional de General Sarmiento, actualmente Director de la Lic. En Economía Política. Publiqué cuentos en revistas como Purochamuyo, La rosa de cobre y Nocturnario (México). En 2018 publiqué mi único libro de cuentos, titulado La Gloria era otra cosa, editado por Modesto Rimba.