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Relato de viaje


En cuanto entramos por la zona de la cuenca y los cuatro valles, un rayo tibio de luz se coló por la ventanilla del avión y me despertó. El Gran Valle de la Ciudad de México me recibía con un tremendo paisaje aéreo, en el que se apreciaban memorablemente sus dos volcanes nevados, el cielo del amanecer perfectamente azul y miles de cuerpos nubosos estéticamente suspendidos en el aire, por debajo de un campo quieto y transparente que simulaba ser el cuarto de tabaco de unos dioses pensativos que, fumando y resoplando lentamente el humo blanco de sus pipas, planeaban si arrasar de una vez por todas o perdonar a esta ciudad inmensa y caótica, incomparablemente profunda y bella, monstruosa, agresiva, pero aún mágica y misteriosa.

Descendimos por la frontera de los treinta mil pies de altura y comenzaron a aparecer, lentamente y a lo lejos, en una procesión amable y amistosa de las jerarquías, las valientes serranías como la de Guadalupe, cediendo y agonizando ante la imperiosa necesidad de la mancha urbana del norte, o la del Ajusco donde aún florece el agua, y la de Santa Catarina devastada por la explotación de su tezontle y sus arenas. Enseguida se asomaron las eminencias orográficas de Teuhtli, Xico, y Chichinautzin, como si velaran todavía los legendarios sueños de su señora, y les siguió el viejo volcán de Xitle con su hermoso legado de pedregal. Luego entró la marcha armoniosa de los cerros: el lejano Cuahilama con su falta de títulos de propiedad y sus deidades de poca relevancia —según las opiniones y el abandono del Instituto Nacional de Antropología—, el Cerro de la Estrella con su fuego nuevo y sus curiosos brotes del mundo fungi, el del Tepeyac con sus adoratorios y su continuación de sociedades movedizas en el Cerro del Guerrero, el de Zacatenco y el del Chiquihuite cargando sus pesadas antenas parabólicas y, por último, el Cerro Gordo con su forma de elefante y su cicatriz de tres cortes laterales. Todos parecían hablarle desesperadamente a las alturas, acerca de tiempos mejores y más honorables, pero no hubo modo de escucharlos con atención porque ya se veían relucir, urgiendo con desesperación, los despojos de agua de lo que algún día fueron nuestros grandes y dignos lagos, como el de Texcoco y el de Chalco, y los humedales de Tláhuac y Xochimilco. ¡Tanta y tan poca agua, por todas partes! Lo que de plano ya no alcancé a ver fueron los ríos, largos caminos de agua tajados en la tierra por el tiempo, ahora tan insignificantes y entubados. Finalmente, nos acercamos más y más al piso de concreto y todos los cuadros verdes y ocres del campo capitalino de pronto se volvieron grandes cuadrículas multicolores con predominio del gris. Pasaron aceleradamente por la ventanilla los más altos edificios con sus marcas corporativas, luego las azoteas llenas de tinacos y escombros, los viaductos y los puentes peatonales, las calles se ensancharon y rápidamente las casas, los coches y las personas comenzaron a distinguirse. Chocamos suavemente contra la pista de asfalto y hormigón y, con la potente frenada que hizo el capitán y el registro afable de su voz metido en las bocinas, se dio por terminado mi viaje de regreso.

Enseguida sonó un plácido timbre y, justo en ese momento, miré el reflejo de mi rostro en el cristal. No encontré nada nuevo. Encendieron pronto las luces interiores del avión y, ahora sí, me sentí expuesto. Me tapé la cara con lentes oscuros y una bufanda. Tomé mi maleta de mano. Salimos todos por la misma puerta. Le agradecí con la mirada baja a la sobrecargo, que nos despedía amablemente parada junto a la salida. Caminé de prisa y recorrí el pasillo tubular que nos conectaba con las salas de espera, seguí sin voltear hasta llegar a la aduana, donde mostré mi pasaporte con nervios de acero. Nadie parecía verme raro. Después recogí mis maletas de la cinta transportadora, sin dudarlo, y nadie me volteó a ver. Entonces me quité sin problemas los lentes oscuros y la bufanda. No pasó nada. Enseguida salí a la calle y tomé un taxi. —A la colonia Roma, por favor —le indiqué al chofer, y me llevó a mi casa.

El conductor se fue por la derecha y tomó la avenida Río Consulado, hasta llegar al Viaducto. Yo no paraba de ver sólo daños y más daños por todas partes: en las calles solitarias, en las paredes y las bardas de ladrillo, en las banquetas rotas sin pintar, en las cortinas de acero vandaleadas de los negocios, en las caras tristes y desgastadas de la gente que pasaba, y ahora también en la mía, en el tráfico, en los interminables espectaculares de publicidad que no dejaban ver el cielo, en el ruido de los autos y las motos y los camiones, en el aire gris con olor a polvo y ozono, en las frenéticas y tontas voces de la radio y en sus violentos comerciales de consumo desmesurado, en las bolsas de basura abandonadas en cualquier parte, en la mirada furiosa del chofer que iba escuchando las noticias políticas de la mañana, en la mirada vacía y dura de ese hombre de negocios que iba adentro del automóvil negro de junto, lentamente sobre el Viaducto, y en la mirada perdida pero de alguna manera agresiva de la mujer que iba conduciendo, al otro lado, una camioneta último modelo con placas del Estado de México, y en la mirada joven pero sin brillo del estudiante que rebasando rápidamente se había puesto ya delante de nosotros. Seguramente, también en la mirada triste de cualquier otro pobre individuo enajenado que viniera por atrás.

Mi percepción de las cosas seguía cambiando, había ya un distanciamiento entre mis experiencias físicas y emocionales. Aquella vez, la Ciudad de México me estaba pareciendo más sucia, más violenta, más gris y más peligrosa que de costumbre, al mismo tiempo que más mía.

Pasamos por debajo la calzada de Tlalpan y seguimos cada vez más lento por Monterrey. En algún punto del camino, el maldito tráfico hizo que no nos moviéramos, más que dos cuadras en quince minutos. Yo me quejé y el taxista dijo: ya sabe joven, lo de siempre. Me volví a quejar y el señor murmuró: pinche fresita. Me sentí explotar, fui perdiendo el control de la sangre hasta que, intempestivamente, le grité que parara, que se metiera el dinero por el culo, que yo me largaba de ahí, que la resignación no podía ser de ninguna manera llevadera, que era insoportable la vida así, y que por eso ya estábamos hartos, todos de todos, que si no explotábamos pronto como sociedad nada nunca iba a cambiar. ¡Que se diera cuenta, por favor! Le dije nada más por joder que renunciara a su trabajo, que se pusiera a robar, que se tomara un día entero para reconocerse a sí mismo y otro para llevar a sus hijos al parque, y otro más para coger con su esposa en una posición diferente, que ya no se preocupara tanto por conseguir dinero, pues en el futuro próximo anticapitalista “eso” ya no se iba a usar, que el dinero pronto pasaría de moda, que ese juego injusto para los de abajo e impuesto por los de arriba ya se iba a acabar. Le dije también sarcásticamente que no se preocupara por la comida, que todos comeríamos gratis, junto a los punks, en los atrios de las Iglesias y las boutiques del fin del mundo.

Y él me dijo: Si de puros rezos no se nos llena la panza, joven, ¿cómo cree?, ni se van a calentar del frío, mis tres hijos, con esas pinches fantasías suyas... Hay que trabajar, no sea güevón.

Yo le contesté sonriendo que fuera más optimista, que el cambio verdadero estaba en uno mismo, y me reí. Le dije que en esta ciudad ya pronto íbamos a compartir gratis los más deliciosos alimentos orgánicos y veganos de los nuevos hippies en los restaurantes, y las mejores ropas de diseño artesanal en Liverpool, que aguantara, porque también nos iba a tocar ver, seguramente, las mejores aplicaciones liberadas del mundo Mac, gratis en los mercados sobre ruedas, y la revolución intelectual de los ambiciosos y los consumistas. Y entonces no sé qué me gritó, y no sé qué le grité yo también, porque luego con todo y mis cosas le tiré un madrazo, me bajé del auto, le azoté la puerta, me di la media vuelta todavía echando manotazos al aire y me fui. Nunca antes había hecho algo parecido.

Caminé exasperado por la calle Campeche y después por Tonalá. Me fumé un cigarro, me calmé. Era ridículo, ya no quería volver a calmarme, quería provocar a la gente, crear una y mil situaciones adversas. ¡Quería explotar así todos los días!, ¡hacer que esto se terminara ya!, ¡que mi pinche círculo zen se moviera, por favor! ¡Que en ese maldito taxi se fueran las cosas más sencillas, pero también mi nombre en los registros, mis malas costumbres en la vida, todos mis fracasos y el tiempo que había perdido!

Cuando llegué al departamento, ocurrió lo más obvio: no me reconocí.

Quise analizar la situación desde el principio, desde que salí huyendo del departamento de Bulnes, no, más bien, desde que me perdí en el bosque de la Patagonia, pero no pude. Me di un baño con agua caliente para pensar con mayor claridad y, al terminar, un regaderazo con agua fría. Me miré a detalle en el espejo, simplemente no era yo. Ese que estaba ahí parado, parecía otro, un ser distinto. Salí del baño y me vestí. Busqué una latita con hierba y me forjé un porro, luego me preparé un café con cardamomo, saqué una revista atrasada de la National Geographic y me senté a leer en el sillón. Aún me temblaban las manos.

Por la noche pasé con el vecino a recoger a mi perro. El Yanqui me olisqueó y me ladró tanto que no parecía reconocerme, pero después se calmó, y creo que mi vecino el Canilla tampoco notó algo extraño porque, al verme, no dijo nada, solo me dio un abrazo muy fuerte y propuso salir a caminar.

Llegamos al Parque México, dimos un par de vueltas y nos sentamos en una banca. Yo le conté todo. Le dije que había matado a Mariano Linares, pero él me desmintió. —Acabo de hablar con él, güey, no mames —me dijo—. Llamó hace un rato para ver si habías llegado bien.

Al otro día, me desperté sintiendo un miedo incontenible. Soñé que aquello que antes había matado, ahora me mataba a mí.

Amanecí todavía con fiebre, en el departamento del Canilla. Eran como las diez de la mañana y el Yanqui no estaba junto a mí. Roberto y Minerva, mis padres, me miraban preocupados desde la puerta de la recámara, algo se dijeron en voz baja y se acercaron para ayudarme a incorporar de la cama, luego me bajaron de alguna manera por las escaleras del edificio, me metieron en su auto, y nos fuimos de ahí.

 

“Relato de viaje” es un fragmento de la novela: Gris viajero

Autor: Víctor Daniel Cardoso Olaya (alias VictorDaco)

Escritor emergente de México, Ciudad de México.

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