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Puta es lo que eres


- Puta es lo que eres- dijo el hombre del banco.

La mujer se detuvo buscando con la cabeza el origen de las palabras. Inclinó apenas la oreja para ver al hombre sentado a horcajadas con las piernas en uve. No fijó los oscuros ojos en los de él sino en un punto impreciso por encima de la cabeza rala un poco abombada en la planicie de la sien derecha. Irguió el busto exhalando una corriente fría. Anduvo los pasos sin saber si volvería a ser la misma mujer, sin pensar ni sentir ni importarle lo que quedase de ella al final.

Un paso, dos pasos, los zapatos de tacón cloqueaban en los adoquines de Barcelona. Una fina película de agua cubría el mundo a su alrededor tornando el rumor de los coches una monstruosidad lejana apenas perceptible. Una cortina de plástico delimitaba la línea trazada por el destino entre ambos. Eran invisibles a los ojos de las personas que como sombras amantes paseaban del otro lado de las palabras. Las medias de seda ungían las piernas largas y esbeltas, cobijando secretos olvidados. Rendía honores una falda de tafetán por encima de la rodilla compungida por un grueso cinturón de piel negra. El aire frío de primavera pendía sobre sus hombros revestidos de mármol agrietando allí donde más hermosa era su piel. La chaquetilla de almizcle de bronce tronaba serena los afectos pasados, gorjeando sonrisas a través de la bruma. Llegó tras la larga travesía de cruces en tiza invisible, el juego de ellas mucho antes de ellos perduraba en su memoria y esta pintaba con pulso firme una infancia confusa que terminaba de golpe dejando el cadáver de mil preguntas a despecho de una lengua espantadiza.

El viento del atlántico norte ceñía la tela a su cuerpo, suplicando una retirada que ya no era posible. La melena alzó el vuelo y, al morir la última ráfaga de aire de su vida, cayó durante varios minutos hasta encontrar reposo en la constatación de que el tiempo ya no era ahora sino antes. Las marcas en el suelo se arrebolaron de vergüenza ante ella y así se dispusieron en una decente rayuela sin números. Recorrió su contorno pisando adrede las líneas, saboreando el olor dulce de la hojarasca muerta en la cúpula de lluvia, pues las gotas surcaban sencillas la piel de las manos para ir a morir de placer en la punta de sus dedos estirados. Afiladas uñas de burdeos las recibían consoladoras. Puntos informes se arrebolaron en los márgenes de su visión crotoreando al unísono. Pequeños bultos temblorosos caían con el tamaño de goterones, siendo acompañados por estos al muro invisible a morir en seco. Eran miles y sollozaban desconcertados.

Se desplegó la pasarela de contacto y ambos se contemplaron largo tiempo sin decir una palabra. Un olor de camelias coléricas picaba en las fosas nasales. Los sentidos se replegaron derrotados, quedándose solo el sentido del tiempo. Solo y confuso, sin saber dónde estaba ni si acompañaba los pasos de la mujer. El hombre movió la cabeza con altanería, exigiendo su justo tributo. La pleitesía del coño para la verga. La mujer degustó el aire cargado, llenándose de emanaciones tintadas en blanco, un blanco deslucido y frío como el alma ida. Una figura conformada por dos círculos negros con dos líneas paralelas emborronadas atravesó mucho antes o mucho después la cortina de lluvia dejando tras de sí el hálito de la vida entre ellos. No olieron nada, pues no existían ya los olores. Fueron margaritas empapadas hasta el tallo las que dieron la voz. La mujer la obedeció empezando por los tacones.

Alzó la pierna derecha, se quitó un tacón y repitió. Contrajo los hombros, ya perdida la cualidad marmórea y la chaquetilla revoloteó sedosa un instante para perderse del otro lado. La falda se deslizó perezosa entre sus muslos. Respiró con calma y perdió otra pieza, el sujetador de encaje desprendió brillos entre la bruma. El hombre del banco la miró con interés un instante y volvió a sumirse en una letanía de palabras. “Puta. Puta es lo que eres”. La mujer se arremangó una media, hizo acopio de valor y combó el espejo. Sus piernas temblaron agradecidas del viento del atlántico norte, siempre ese viento entre ellos dos y el mundo transparente.

Introdujo los pulgares en el ribete de las bragas, quitándoselas con un movimiento acompasado. Otra figura pasó muy cerca, un chico con gorra o una mujer preñada. Dedicó una mirada de desdén a su entrepierna peluda, demasiado conocida. La ropa se fue volviendo trémula al contacto del suelo, los adoquines la besaban, la chupaban y buscaban ahora que nadie miraba. Con el sujetador en la mano preguntó al hombre del banco con una mirada acuosa de lago enfurruñando.

- Puta es lo que eres- Dijo el hombre del banco.

La mujer cedió sus últimas fuerzas, el sujetador fue devorado por la cortina de lluvia hasta volverse una hoja sucia y después nada. Un recuerdo de infancia.

Sollozó e hipó con furia, río y sonrío asustada. La cortina de lluvia, esa cúpula que los aislaba de los espejos dentro de una cajita era infranqueable. Nunca podría escapar del viento del atlántico norte, el hombre del banco siempre estaría sentado, no dejaría de susurrarle lo que era.

La mujer le giró la cara y avanzó, pero el hombre estaba siempre a un lado trasladando su acusación por cada paso que ella diese. Al llegar a la pared de aire y agua, la mujer suspiró.

-María es lo que soy- Dijo.

Esa tarde se encontraría con una compañera de trabajo y tomarían una cerveza. La amiga sentía aprecio por esa criatura tan rara y celosa de su espacio. Estaba feliz de compartir algo de tiempo con ella. Le preguntó si le pasaba algo, sonreía mucho, era genial verla tan contenta.

- Oh, es que he hablado con mi padre después de muchos años.

 

Autor: Adan Castellanos Mena

He escrito una breve novela titulada Mujeres de piedra, así como varias historias de fantasía ambientadas en los años noventa. Una parte de estas giran en torno a los barrios más pobres de mi ciudad. En ellas documento la vida de un niño desde los tres años. Además, he recogido en un libro una serie de cuentos moldeados bajo el puño del realismo mágico, mi género predilecto.

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