Pasos Descalzos
Eran las dos de la mañana aquella noche. Una noche que llenaba la casa de miedos y las almas de angustia. El infierno se había hecho del centro de la escena al irse el sol, como era usual. El comentario más intrascendente, al calor de las hornallas que preparaban la cena en la cocina humilde, daba lugar a una crítica agresiva; luego llegaban los reclamos más inauditos, los gritos y, finalmente, los golpes. Golpes que la vieja recibía, asumía yo, en defensa nuestra. La escalada era inevitable y ya predecible. El puchereo indeciso censuraba el llanto contenido de mi hermanito de cuatro años, sobrecogido por una carga de violencia a la que aún no se acostumbraba. Con seis años más de experiencia en esos barullos, yo trataba de consolar a Joaquín. Pero sentía que mis esfuerzos eran inútiles. No había abrazos ni caricias que pudieran protegerlo. Las manos de niño no son herramientas efectivas de consuelo, pensaba entre sollozos yo mismo, mientras ocultaba a Joaquín, con un impotente abrazo, de los ojos rojos del viejo, que salidos de sus órbitas distribuían odio, amenazas y veneno a su alrededor. Escupía rabia en cada grito, en cada insulto, en cada bocanada de ponzoña que exhalaba. No lo entendía entonces, y no le encuentro explicación ahora, décadas después. ¿Qué fuerza maldita sería la que lo empujaba a transformar a su propia familia en víctima de tanta violencia? Y en esas situaciones, el odio es contagioso. Porque yo lo odiaba. Le pedía a Dios que lo liquidara y nos libere. Le pedía al universo, con todas mis fuerzas, que acabara con él. Porque mamá no podía. Y yo tampoco. Las manos de niño no son armas efectivas para defendernos, pensaba, con los dientes y los puños apretados, y con el espíritu encabronado y repleto de la angustia más profunda que un alma infantil, creía, podía soportar.
Luego, ya en nuestro cuarto, abrazando a Joaquín esperaba con ansias desesperanzadas una tregua que se demoraba. Acariciaba una y otra vez el pelo negro y pinchudo de mi hermano. Sentía cómo sus manitos, apretadas contra un pecho tembloroso, se estremecían cada vez que un grito o un golpe llegaba desde el otro cuarto, al final del pasillo. Cuando la tormenta parecía amainar hacía fuerzas con todo mi ser para que se durmiera. Para que todos se durmieran en realidad; y mis pensamientos se concentraban en la esperanza de que llegara el día, y con él, la rutina que nos sacara de ese infierno por unas horas al menos. Pero las treguas eran cortas. Cada vez más cortas. Y pronto los pasos descalzos del viejo que se acercaban por el pasillo largo golpeando los mosaicos fríos, como un corazón que se acelera, anunciaban más violencia. Simulábamos estar dormidos cuando él entraba al cuarto. Abría y cerraba cajones con violencia en la penumbra de la habitación como buscando no sé qué. Parecía querer, simplemente, arrancarnos de nuestro sueño simulado, y subirnos a su escenario de guerra y agresiones incomprensibles para nosotros. Cuando se iba, respirábamos; y yo volvía a las caricias que trataban de adormecer a Joaquín, que no paraba de pucherear, pero ahora en tembloroso silencio.
Yo estaba curtido, pero no me acostumbraba. Más de una vez me había orinado encima con tal de no dejarme ver por el pasillo que llevaba al calvario, mientras esperaba debajo de las frazadas que la noche transcurriera y se acabara.
Pero esa noche aún no terminaba, ni mucho menos. Trataba de pensar en otras cosas con cada tregua, cuando empezaba a sentir la respiración de Joaquín calmarse mínimamente. Esa noche recordaba cómo por la tarde, mientras hacía los deberes en la casa de Hernán, mi mejor amigo del 5to B, había visto llegar al padre del trabajo. Lo había visto darle un abrazo a mi amigo, y besar a la mamá. Lo envidiaba a Hernán. Nunca había visto a mis viejos besarse. La mamá de Hernán era linda, y el viejo era un gordito re-copado. Me proponía un choque de puños cerrados cuando me veía; y se reía. Me llamaba “campeón”, y me preguntaba cómo me iba con las minas. Me pedía que lo avivara a Hernán, que -según él- era medio quedado. Me hacía reír, si yo era el más tímido de todos los del grado; pero no le decía nada. Y Hernán tampoco. Me regalaba el rol, mi amigo. Enseguida los pasos descalzos se acercaron por el pasillo, nuevamente. De nuevo la angustia de mi hermanito. Otra vez sus manos temblando. Regresé a las caricias aceleradas. Las respiraciones entrecortadas. El sollozo de Joaquín. Sentimos un portazo seco que transformó la penumbra de la habitación en oscuridad total. Los sonidos se opacaron y se hicieron lejanos. La habitación de los viejos se hizo extranjera, de otro mundo, como si otra realidad transcurriera allí. Pensé en que sería tan genial que eso fuera posible. Si pudiéramos subirnos los tres, mamá Joaquín y yo, al hidroavión de Richard y Leslie, despegar y sencillamente aterrizar en otro destino, en un recorrido de nuestras vidas en el que el viejo simplemente no existiera. Pero es imposible cambiar el designio, concluí resignado …
En la oscuridad, abrazado a mi hermano, volví a vivir en mi mente cada una de las escenas tormentosas de esa noche. Recordé vívidamente el golpe que mamá recibió en las costillas antes de la cena. Fue un pensamiento particularmente extraño; porque lo sentí más real e inaudito en ese repaso mental que en el instante aterrador en el que sucedió. Y me percaté con profundo horror de que todo había sido inusualmente violento esa noche. Más violento que otras veces. Reviví cada grito y descubrí que algo era distinto a otras noches. El odio se había percibido más siniestro, la violencia más impúdica. Sentí la impiedad patriarcal esa noche como nunca antes. La volví a ver a mamá, en mi repaso, levantándose la remera frente al espejo del baño, mientras pasábamos por allí con Joaquín rumbo a nuestro cuarto a rezar por una tregua. Vi un moretón violeta, que le cubría enorme el costado derecho. La vi mirarnos con injusta culpa, y con los cabellos mojados. La vi llevarse las manos al pecho, inclinar la cabeza a un lado y llorar con los ojos negros. Un miedo profundo se apoderó de mi alma infantil. La certeza de que esa noche el destino cambiaba me invadió; y no quería que Joaquín y yo subiéramos a ningún hidroavión solos con el viejo.
Desde la otra habitación llegaban golpes secos, pero a mamá ya no la escuchaba. Me levanté de la cama alterado. Tapé a Joaquín hasta la cabeza con una frazada gruesa, con la ilusión de protegerlo con ese gesto. Abrí la puerta de nuestro cuarto con cuidado, en silencio, y caminé descalzo por el pasillo de mosaicos fríos. Temblaba. Temblaba por dentro y por fuera como nunca había temblado. Llegué al comedor, me subí a una silla y tomé la caja que papá escondía sobre el mueble alto de algarrobo. Había jugado con esa caja prohibida infinidad de veces desde que la había encontrado por casualidad, un día en que había quedado solo en la casa. Sabía cómo funcionaba.
Cuando abrí la puerta del dormitorio, mamá dormía. El viejo, parado al lado de la cama, la seguía golpeando en la cabeza, una y otra vez, incluso continuaba luego de haber levantado la mirada para descubrirme acercándome con pasos cortos y llorando mi angustia. Me miró con los ojos inyectados en sangre y odio, aún desorbitados, y me gritó por última vez. Disparé.
Autor: Octavio Dure Nuevo escritor, con decenas de artículos técnicos publicados en revistas especializadas (de software y negocios) comencé a escribir más “artísticamente” hace dos años. Tengo cuatro cuentos publicados en selecciones editoriales; una novela esperando su oportunidad y muchas ganas de compartir lo que escribo.
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