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Y un día la Barbarie, copó el Colón. En la entrada había carritos vendiendo choripanes con abundante chimichurri, birra, vino en tetra y la Bichy Cola Ahora. La noche estaba calma y templada, guiñaban las estrellas dando el visto bueno a esta velada de gala, tan nueva, tan inmune a la senectud de los tipos vestidos de tragedia y las minas con brillos por doquier. Acá no se entraba si no llevabas altas llantas y visera. Si caías de tacos, afuera. Altas llantas (podían ser ojotas, o zapatillas de tela nomás) y la gorrita, en el mejor de los casos, con la parte frontal hacia atrás. Se había colocado una fuente también, porque si bien la noche era templada, la muchedumbre quemando kilocalorías la fue volviendo caliente. Todos los que llegaban, se quitaban las llantas y metían las patas en la fuente. Estaba escrito allí, en un pedazo de MDF cortado a cuchillo, que era un ritual para atraer la buena fortuna. Como la Fontana di Trevi en la Dolce Vita. Sólo que acá no había más glamour que el sudor del pueblo.

En la previa, había faso y algo de merca, no mucho. Después, advertían que no se podría fumar dentro ni tomar gilada. Aunque todos se hacían de un par de prensados paraguas y unos pelpas, para luego hacer cola en el baño. Había que respetar a los músicos, carajo. No ibas a estar haciéndoles desear una seca, ni un trago de Termidor blanco mientras ellos desarrollaban la prístina complejidad de llenar de orgasmos a sus instrumentos que entraban en resonancia con los oídos.

La gente andaba con sus celus escuchando música sin auriculares. Lo que más sonaba era Lescano con “Vos sos un botón”. También Gilda, el Potro Rodrigo, Mala Fama, algunas cumbias románticas, la Mona Jiménez y su nuevo hit: “Femicidio”; mucho reggaetón. Algunas chicas y chicos meneaban las caderas, al ritmo de sus joggings enormes o sus calcitas floreadas. Había negros y rubios, flacos y gordos, fofos y musculados, viejos y guachines. Era una especie de Woodstock del siglo XXI, un hippismo rebelado contra los modelos neoliberales que nacía del subsuelo de las raíces, donde aún no existe la hipocresía clasista y así se mantenía, diáfano, libre y libertador.

Faltaba poco para que empezara el concierto. Un grupo había entrado al Colón y en los palcos colgaron los trapos de los Redondos, A77aque, las ofertas del súper, el Gauchito Gil, Chaco For Ever, Los Piojos, la Iglesia Universal y hasta publicidades de sex shops. El color y la diversidad estallaban en cualquier cerebro y más de uno hizo una ceremonia a Iemanjá en la fuente donde se metían las patas, a fin de evitar todo prejuicio represor.

Todavía la gente estaba afuera, coreando desde el “Vamos a volver”, hasta el “Ohhh” de las primeras estrofas del Himno Nacional. Otros cantaban temas de la Bersuit. Más allá había algún violinista que había puesto el estuche del violín para que le dejaran una tutuquita y una chica tipo Zaz que hacía percusión con botellas de birra llenadas a escala. Una murga bien charrúa, se abría paso entre la multitud que aplaudía. Tiraban flores y fasos al aire. También forros, dicen. Es que había mucha gente cogiendo por los recovecos oscuros. Nadie se inmiscuía en alguna improvisada orgía, salvo que quisiera aportar su sexo y las tablas de picadas con queso de chancho, se compartían entre todos.

Alguien dijo, “vamos vieja, la orquesta está por entrar”. Y la gente que ya no era títere ni marioneta, se enfiló, hizo silencio, algunos acovacharon el tetra, el faso y el pelpa. Otros dejaron todo afuera mientras a unos les iba chorreando chimichurri por la jeta. Todos abrieron grande los ojos, hasta las cucarachas y los mosquitos que no se querían perder el goce de la música.

Llegaron los músicos. Lucían remeras de clubes de fútbol de barrio, que no llegarían jamás a Primera. Otros llevaban la muy usual que venía con hojas de chala de diferentes colores. Algunos llevaban jean, pero por lo general, los varones usaban joggings sueltos y las mujeres calzas con decorados kitsch. Todos, absolutamente todos, con llantas y gorritas. Empezaron a afinar. Estaba todo en orden. Entonces, llegó el director de orquesta, con la misma pilcha que los músicos y los oyentes. Unos sesentones cantaron: “Vamos vamos, Argentina, vamos a ganar…”. Otros coreaban la intro del Himno, como lo hacían afuera. Algunos rezaban un Padre Nuestro y muchos pero muchos, cantaban “la Marchita”. Había un grupito de troskos con “La internacional”. Ya la sinfonía, había comenzado con su improvisada y compleja intro de coro atonal.

El director comenzó a repartir fasos o pelpas y birra o vino para cada músico. Algunos aceptaban todo, otros nada y casi todos, algo. Se fumaron una seca, se tomaron unos tiros y unos tragos o hicieron todo eso junto, o nada de ello. Dejaron los escabios en el piso y metieron la falopa en los bolsillos o morrales. Entonces volvieron a afinar. Sonó perfecto. Listo, hora de comenzar. Tres corchazos al aire que tiró el director con una .38 marcó el comienzo. Con el chupete en mano, dirigió toda la Quinta de Beethoven. Hubo un silencio absoluto. El techo empezó a llorar de emoción. Dicen que las estrellas que antes guiñaban, se habían acercado y eran una pluralidad de soles que cegaba a los pelotudos que se habían quedado afuera o que esperaban una velada de gala careta.

Cuando el concierto terminó, se empezó a escuchar: “Otra más, y no jodemos más”. Por otro lado, se escuchaba la voz de un pibe decir: “Ehhh, nos quedamos manija”. Entonces todos repitieron, “Sí, estamos manija, una más y no jodemos más”. El director tiró otros tres corchazos al techo, generando un buraco por el cual cayó una estrella y empezó a recorrer todo como su prima, la centella, pero sin quemar, sólo iluminando todas esas caras extasiadas. Entonces empezó el Opus 125 de Beethoven, la coral. Y todo lo que escribió Schiller, sucedía allí, en ese recinto. “Alegres, como vuelan sus soles/ A través de la espléndida bóveda celeste, Corred, hermanos, seguid vuestra ruta, Alegres, como el héroe hacia la victoria”.

Sobre el coro cayeron los primeros corchazos. Luego sobre un palco que tenía el trapo de Las Viejas Locas y seguían el ritmo con el “Ohhh”. Estos balazos, no eran como los del director de orquesta. Ni tampoco los bastonazos de la gorra eran como percusión. Rompían huesos, manaba la sangre mezclándose con los tetras y las botellas de birra que se volcaban en las alfombras, generando el río del temor, donde se confunde Heráclito, donde siempre uno puede volverse a bañar, porque el abuso del poder nunca cesó ni parece que fuera a cesar. Los cuerpos empezaron a apilarse y un milico que se había prendido un faso, tiró la brasa mientras otro había recorrido el perímetro con nafta. Cuando previamente, habían llenado los bidones, el comisario les advirtió a los cobanis que tenían que ejecutar los actos, que cuidaran la nafta, ya que acababa de aumentar. Acá comenzó la nueva sinfonía, la del fuego maldito que recreaba el ’55, el ’76, los Bastones Largos y el Mundial del ’78. Ahora no había éxtasis, sino aullidos de cuerpos volcánicos y risas de la yuta, más alguna que otra patada de borcego.

Algunos lograron rajar. Pero las botas los iban a seguir a donde fuera que estuviesen. En un viejo Falcon verde, modelo ’74, resonaba Mala Fama con su estribillo: “Gorra basura, andás cortando fuga”. Un cobani de Investigaciones, de civil, se había quedado allí dormido entre tanto faso y escabio. Cuando lo vieron sus compañeros, lo tiraron al piso, lo pusieron de espalda y le quebraron la nuca con los borcegos. Luego lo mearon, se pajearon y lo cagaron. No lo rociaron con nafta porque había que cuidarla, como les había dicho el comisario. Se subieron al móvil y ya amanecía. Estaban cantando “los pajeritos” otra nueva sinfonía, la del gracias a la vida. La misma que cantaba el pitufo muerto. “Gracias a la vida, que me ha dado tanto”, una muerte segura, mientras como mercenario, abuso y mato.

 

Autorx: psicobolchepequebús

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