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2020, día tres


Pasar la mañana con los labios oscuros por el vino y el abrigo envuelto en pelos de un perro que no es mío. Pensé en la repugnancia.


Me había despertado en la cama de mi amigo Sim con mi amigo Sim. La noche anterior fuimos a un club de poesía y nos emborrachamos como nunca. Cuando llegamos a su casa encontramos a su hermano, su primo y su madre. Eran las tres de la madrugada. Su madre, a pesar de la hora, gobernaba el salón desde los bordes del sofá, ante el resplandeciente televisor. “El salón es el templo de mi madre”, me dijo Sim cerrando la puerta para no molestar. Nos aposentamos en el recibidor. Su hermano y su primo se resistían a las fuerzas de la noche en los sofás, ante una pequeña mesa a rebosar de envoltorios, restos de comida y latas vacías. Mi amigo y yo nos hundimos en el sofá que quedaba libre y preparamos un narguile de hierba que fumamos los cuatro durante largo rato. Cantaron algunas canciones de rap y hablamos poco. Los párpados se me caían por los imperativos del sueño, pero recuerdo recostarme sobre el hombro de mi amigo y despertarme al sentir deseos hacia él. Nunca he tenido relaciones sexuales con un hombre y nunca antes había deseado a Sim. Tal vez fuera el vino, la marihuana o mi desequilibrio, o tal vez tenga al fin ganas de follar con hombres. En cualquier caso, estuvimos fumando y dejando correr la vida hasta cerca de las cinco. Sim y yo nos retiramos al sueño. En los sofás quedaron su hermano y su primo entregados a un sí eterno. Nos acostamos en la cama de Sim y traté de mantener espacio entre los cuerpos. Era la primera vez que dormíamos juntos. Yo dormí con la ropa puesta y él roncó toda la noche. No me moví.


Me levanté de la cama y me acordé de mi padre. Él siempre dice que es un fracaso perder la mañana. Eran las doce del mediodía. La cabeza me daba vueltas y tenía la garganta seca como lo estaba el flujo en mis bragas negras. Fui al baño en busca de agua. Me miré al espejo y me lavé la cara tres veces con agua fría para hacer algo con las ojeras, pero no hubo arreglo. La pica estaba repleta de botes de champú y frascos de perfume vacíos. Deseé irme a casa.


Nos despedimos en la puerta con un fuerte abrazo y acordamos vernos pronto. No me puse cachonda al abrazarlo. Decidí bajar a la calle caminando, planta por planta. Cuando llegué al vestíbulo observé que era todo de madera blanca, ancho, casi burgués, y pensé que probablemente toda aquella atmósfera influiría de algún modo en el interior de Sim cada vez que llega a casa. Pensé en mi vestíbulo, que ni tiene plantas ni es de madera, y salí a la calle.


No me aguantaba de pie. Tenía tanta resaca que me temblaban las piernas al andar. Guardé unos segundos en el portal como si un meteorito fuese a eclosionar la plaza y tuviera que agradecerle a mi brújula interna haber esperado bajo el porche. Miré a mi alrededor y no hubo ningún meteorito, pero sí hubo preguntas y calles haciéndose nuevas a mis ojos. La luz del sol me parecía una aberración. No tenía el más mínimo recuerdo del camino de vuelta a casa. Yo solo quería escuchar poesía, pensé con el primer paso.


Seguí las indicaciones de una anciana que erraba por allí y caminé hacia la estación de metro más cercana. De camino vi una cafetería que llamó mi atención. Si hubiese existido la versión precaria de Els Quatre Gats, esa cafetería hubiese sido la cuna de un movimiento artístico underground. Las sillas que se dejaban ver a través del gran cristal contiguo a la puerta eran de madera. El local desprendía un aire bohemio que me imantó. Pensé en un zumo de naranja natural y en que probablemente la madera influiría de algún modo en mi interior, y entré.


Dos hombres yacían en la barra bebiendo carajillos. Parecía que llevaban en esa posición todo un año. Era como si hubieran pasado a ser parte del decorado, como lo eran la máquina de tabaco y la pecera llena de moho. Vi que era la única mujer presente en el lugar. A veces juego a la extraña aventura de acudir a un Bar de Hombres. Me divierte observar los comportamientos de los Hombres, sus reacciones y sus silencios. Pero esa mañana me sentía tan cansada que entré en la cafetería sin pensar en nada más que en la pesadez de mis hombros y en que el hambre era feroz. Pregunté al camarero si tenía naranjas para exprimir un zumo y algo de comida con la que acompañarlo. Me informó de que tenía naranjas frescas y de que esa misma mañana se había despertado a las seis para cocinar tortilla de patatas con cebolla y ajo, y que era su especialidad. Le pedí una ración y busqué mi mesa.


Me senté en la más solitaria de todas, pegada al cristal que daba a la ronda del General Mitre. Enseguida llegaron mi zumo y mi tortilla. Agradecí la comida más de lo que se hace en Japón y me dispuse a almorzar. Agradecí también la madera y la soledad en las otras mesas. Era claro que me ayudaba.


Saqué de mi bolsa Fragmentos de un cuaderno manchado de vino y pensé en la simbiosis de las cosas y los cuerpos. Lo coloqué en el centro de la mesa y lo dejé ahí hasta que acabé de almorzar. No lo leí. Simplemente quería mirarlo. Hay muchas clases de calmantes en la vida. A su lado aterrizó una taza con manzanilla muy caliente. Et voilà. Vertí un poco de azúcar blanco en la taza y se derramó por toda la mesa. Bukowski en la portada tenía entonces la barba nevada. Manchado de vino y de azúcar, vacilé para mí.


De pronto desaparecieron la soledad y el buceo. Tras de mí ocupó una mesa un grupo de gente. Parecían ser tres parejas profundamente heterosexuales con sus criaturas durmiendo en carros de bebé. No evité escuchar sus conversaciones. Por lo que entendí era un grupo de evangelistas. Hablaron de la misa, del Padre, de dinero y de las diferencias evidentes y naturales entre la sanidad pública y la sanidad privada (en la sanidad pública no se hacen auditorías, eso es un escándalo, nada como costearse una buena mutua). Bebía manzanilla, miraba a Bukowski, escuchaba las conversaciones, miraba a Bukowski y bebía manzanilla. Seguía más o menos ese orden. Me interesaba escuchar y me horrorizaba. En un momento, oí que uno de ellos hacía mención a una mujer conocida por el resto del grupo.


– ¿La gorda? –dijo uno sin pestañear. – No está gorda –replicó una de las chicas.


En ese momento amaneció un debate acerca de cuán gorda estaba la mujer y cuáles eran las evidencias científicas que lo demostraban. El mismo que inventó lo de las auditorías soltó sobre la mesa el mejor argumento como si se tratase de una partida de póquer. Sus amigos rieron con él y ensordecieron el diálogo que se estableció entre las chicas.


Me pregunté por qué todavía hay personas así. No evangelistas, sino ignorantes. También me pregunté por qué tienen permiso legal para tener criaturas. Me irrité tanto que hasta inventé un examen oficial del Estado que toda familia dispuesta a reproducirse tendría que aprobar. Muchas personas lo suspenderían, por supuesto yo. Sería muy exigente con los contenidos, con los resultados y con las reclamaciones de familias ofendidas.


Saqué de la bolsa mi cuaderno. Busqué el bolígrafo de tinta negra que siempre llevo conmigo. Recordé que en el club de poesía lo utilicé. Busqué en los bolsillos del abrigo. Busqué de nuevo en la bolsa. Solo encontré un bolígrafo de tinta azul, y yo necesitaba el de tinta negra. Desistí enfrentada a mi convicción. Comencé a escribir con el bolígrafo de tinta azul. En realidad, no era para tanto.


El dueño del bar parecía que me miraba con amor. Mi aspecto debía de inspirar ternura. En un momento se había acercado a mí para retirar de mi mesa una maceta con la planta de navidad.


– Para que estés más tranquila –dijo. – Gracias –respondí.


Aunque la planta no me molestaba en absoluto, lo cierto es que tenía más espacio así. El libro de Bukowski podía descansar mejor en una de las esquinas de la mesa, y podía colocar el cuaderno en el centro para escribir con mejor letra. En el cuaderno anoté: “El bar que me vio escribir con un bolígrafo de tinta azul”.


Ya hacía rato que el grupo de evangelistas había abandonado el lugar. Pasadas las tres, me puse el abrigo. Me entretuve unos minutos quitando de las mangas pelos de pastor alemán. Fui al baño y me miré al espejo. Seguía teniendo restos de vino en los labios, y todavía algún pelo se abandonaba en la tela marrón. Ya en la barra, pagué. En total no alcanzó los diez euros. No sé por qué el camarero me invitó a un trago de orujo. Dudé. Luego pensé que me iría bien para el frío. Felicité el nuevo año y, al salir, me volví. Cafetería Cheers, calle Vallirana.


 

Autora del texto y la foto: Diana González


Nace en Parets del Vallés (Barcelona, España) en 1995. Se gradúa en Educación Social por la Universidad de Barcelona y trabaja en el ámbito de la salud mental con jóvenes y adultos desarrollando actividades artísticas y creativas. Escribe poesía, prosa, cuento, relatos y diarios y cuenta con más de diez años de experiencia en el teatro amateur. Actualmente forma parte del dúo artístico Selva en Si, junto con el músico David Flores, con quien explora la fusión entre música, poesía y performance. Forma también parte del colectivo poético Hay otra fiesta de Barcelona.


Algunos de sus poemas y textos han sido premiados y publicados en revistas físicas y digitales

(Revista Febrero, Foco Literario, Tertulias Poéticas) y ha participado en recitales de poesía nacionales e internacionales. Ha sido alumna de Carlos Salem y de Esmeralda Berbel en talleres de poesía organizados por los escritores de forma independiente. Actualmente está trabajando en Fondo debajo, su primer poemario.

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