Toro viejo
Vibra el piso del bar a las siete menos cuarto de la tarde del martes. Las botellas de espaldas al espejo manchado de antigüedad, en su hilera de obediencia, apenas tintinean frente a mi mirada. Yo estoy buscando llorar un rato, entré para eso, pero no lo consigo. Entonces me entretengo escuchando los ruidos que se esparcen por todo el profundo salón; los que nacen de los tacos y las bolas, las fichas de dominó que se chocan, los vasos que se parten al caer, los gritos de placer de los jugadores, y allá lejos en el baño, solo para mi atención de telaraña, el vomito de la piba que ya tomó demasiado para ser esta hora, y este día. El subterráneo que hace gorgotear al piso también se anota en mis oídos. Entran marejadas de hombres y mujeres que ocuparán su atardecer con estos vicios de poca monta. Que andan escapando de la noche que viene, buscan olvidarse de la mañana que vendrá, y de ellos mismos en ese nuevo día idéntico al que pasó. De tanto en tanto un taxista se arrima a la barra para pedir un vaso de agua, se para a mi lado y me mira con un gesto de envidia. Solo porque piensa que mi vida es grata, porque estoy acá, solo, sin apuro, sin patrón ni recaudación que me ordene. Me mira el tachero. A mí me gustaría que justo ahí me salieran las lágrimas, pero nada. Finalmente bebe su vaso de agua, me observa otra vez, y se va. La música aturde llegando al fondo, donde yo estoy casi es un murmullo. Me esfuerzo en descubrir la canción pero me abruman los estruendos por las bandas hechas, las blancas topeteando lisas y rayadas, las manos de unos pibes en los culos de unas pibas, que se jactan de ser tocables y tocadas. Mejor cuento las botellas de Toro Viejo y hago una apuesta invisible con el destino, digo que si son un número mayor a treinta mi semana ira haciéndose mejor. A la mitad me pierdo en el conteo. Me hace perder la cuenta el resumen televisivo de la quiniela vespertina. El viejo de la barra subió el volumen del aparato para enterarse si mañana tendrá que regresar a trabajar, o podrá ir pensando dónde guardará el premio mayor. No salió ninguno de sus sueños. Bajó el volumen. Apagó el televisor. Se abrió una botella de Legui que le descontarán del sueldo. A las siete y veinte empiezo a jugar con el billete de cinco pesos que pensaba dejar de propina. Lo agarro, lo doy vuelta, lo levanto y lo miro fijamente. Lo apoyo otra vez en la madera muerta del bar. Saco la lapicera y escribo del lado donde están los próceres: ¿dónde hay que apretarse el ánimo para que salgan esas lágrimas que tanto se necesitan en ocasiones? Me acuerdo de cuando fui alcohólico, de lo mucho que valía vomitar para recuperar la esperanza de que la vida podía seguir en píe. Ahora que el llanto funcionaría igual no me sale vomitar tanta sobrecarga del alma envilecida. A las siete y cincuenta me acuerdo de mi apuesta. Vuelvo a mirar las botellas, arranco otra vez a imaginar que esa ridiculez me rescata de la última cornisa. Pasa otro subte y tiemblan mis pies fríos y sumisos. Termino de revelar lo innecesario: 28 botellas en fila, como pelotón de fusilamiento esperando la orden. El destino ganó la apuesta. Yo me resigno y pienso en Toro Viejo, eso soy, un toro viejo que ya no reacciona ni ante su propia roja carnicería. Las ocho y diez. Un ciego se sienta a mi costado, no me escucha, el ciego mira lo que miran todos los ciegos: la eternidad. Qué otra cosa es un velo negro que llega hasta donde se acaban los sonidos y viene la total soledad. Yo agarro el billete de cinco pesos y lo tiro al tacho de basura, apoyo uno de mil pesos sobre la misma madera muerta. Escribo: uno por cada lágrima que no salió. A las ocho y media salgo rumbo a la boca de la línea B. Ya nada va a vibrar bajo mis pies.
Autor: Gabriel Rodríguez
Nació en Lomas de Zamora en 1974. Estudió historia en el Joaquín V. González y Ciencias de la Comunicación en la UBA. Publicó un poemario y el libro de historias y microcuentos “Buenos Aires, ciudad de Luces y sombras”. Se desempeñó como educador popular y colaboró en diversos medios alternativos. Actualmente cursa la carrera de Edición y coordina el Taller y Espacio Literario de la Casa Cultural y por los Derechos Humanos Luciano Arruga.
Imagen tomada de