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Taciturna


Hacía horas que Eve estaba detrás del frondoso arbusto, que cubría la mayor parte de su cuerpo pero dejaba entrever su rompevientos color amarillo patito, como decían en su provincia. Nunca había sentido tan claro el palpitar de su corazón. Como si la naturaleza hubiera hecho un minuto de silencio para que ella notara que de verdad estaba ocurriendo. De verdad había pasado horas de la madrugada escondida. No tenía con ella su celular, pero sabía por sentido común que el colectivo pasaba dos veces por hora. Eso significaba que ya habían pasado más de un par de medias horas. Precisamente dos horas y media. Le sudaba detrás de la rodilla, pensó que para que eso ocurriera debía estar muy asustada o haber corrido sin parar. Buscó sus pañuelos descartables en el bolsillo delantero del rompevientos. Pero después de repetidas veces de palparlos, recordó que se los había dejado a Martita, la vecina que visitaba de vez en cuando. Martita había sido amiga de su abuela difunta, era uno de los pocos recuerdos que le quedaban de ella. Dedicaba mañanas enteras al cuidado de la moribunda anciana que no hacía más que aspirar aire por ese débil y penoso respirador. Varias veces pensó en sacárselo, sabía que nadie la encontraría, pues Martita no tenía familiares presentes. Esos pensamientos extraños y psicópatas que a veces le cruzaban por la mente. Como cuando alzaba a su hermano de unos pocos días edad y se preguntaba si la distancia de sus brazos al piso le haría daño al pobrecito. Eve una vez había leído que eran llamados “intrusive thoughts” y que eran totalmente inofensivos, según aquel artículo de psicología. Se miraba las zapatillas y pensaba que otra vez iba a tener que limpiarlas. Ya iban a ser dos veces en el mes, demasiada limpieza para ser de cuero. Era el resultado de correr por el costado de las vías después de una semana de seguidos chaparrones. Recordó que no le había dejado comida a su gato, Salem. Se entristeció, pero al segundo recuperó la compostura porque los gatos tienen habilidades extraordinarias. Como por ejemplo aquel instinto de cazar en caso de no tener de qué alimentarse. Sabía que los perros no podían hacer eso, eran tontos si tontos se los criaba. Se rió un poco de la maldad que su pensamiento conllevaba aunque lo creía totalmente certero. No iba a poder seguir escondiéndose tanto tiempo porque pronto la policía la encontraría. Ellos sabían que Eve usaba esa marca de zapatillas urbanas cuyas huellas se reconocían a metros. Esas que en el extremo del talón tienen rombos y que en la punta se convierten en algo parecido a la estrella de David. Se imaginó a muchos perros adiestrados para seguir su perfume, al que por cierto le quedaba poco antes de que se le terminase. Tal vez Martita le regale otro para su cumpleaños. Como toda señora de alta edad preocupada por el raro e inentendible gusto de una adolescente, le regalaba el mismo año tras año y Eve se lo agradecía. - Pobre Martita — suspiró — si solo se diera cuenta de lo que pasa a su alrededor. Decidió salir de ese barrizal, parándose cuidadosamente y sin hacer ni un poco de ruido en caso de que alguien la vigilara. Con sus manos se sacudió la parte de atrás del rompevientos, —esto es inarreglable— pensó. Eve amaba fantasear con palabras que no existían, las llamaba palabras posibles y se doblaba de risa cada vez que creaba alguna. Se sacudió un poco el pelo, sacándose cada una de los tramos de gramilla que habían quedado colgando de él y prendió sus hebillas rojas simétricamente. - ¿A dónde puedo ir? ¿Qué es lo más sensato? —las palabras resonaban en su cabeza, por más fuerza que hiciera, ellas no salían de su boca—.

Pateando piedras y agachando la cabeza caminó unos cuantos kilómetros. Escondiéndose de a ratos por si se cruzaba a alguien. En ese insoportable caso tendría que acercarse y preguntarle si era real. Mejor seguía agachando su cabeza cubierta y amarilla. Cuando por fin llega a una garita abandonada que seguía iluminada, relaja los músculos y se sienta. Como alguien que espera ese colectivo que nunca llega. - Podría ser algo metafórico —pensó—. Entre los arbustos se oían sonidos horribles que hubieran asustado hasta al más valiente, pero Eve sabía que probablemente era otro proyecto de su cabeza. Intentando borrarlos, apretó los ojos con suma fuerza. Con tanta fuerza que comenzaron a dolerle. Se preguntó qué eran esas manchitas que veía cuando movía la pupila de un lado a otro. Los abrió. Lo vio a él. No era lo que creía. Se había imaginado a ese espectro que en la noche presionaba las teclas de la luz hasta que el foco saltaba en pedazos y la despertaba de su profundo sueño. El espectro ahora tenía rostro, uno muy raro, pero rostro en fin. Tenía ojos pequeños e inmensas ojeras a su alrededor, como grandes pantanos que solamente contaban con una insulsa y casi inexistente flor de loto flotando en el centro. La gota de sudor corría por su nariz que rozaba lo inhumano. ¿Lo rozaba? Eve consideraba que medir dos metros y medio no era nada fuera de lo normal, las personas altas no la asustaban. ¿Personas? Era necesario que se acercara a tocar su piel, que a lo lejos parecía blanca y tensa como la de la gente mayor. De cerca seguía luciendo pálida pero como la de un recién nacido, así de elástica y hermética. El espectro le preguntó si podía sacarse el rompevientos amarillo, ese tipo de colores lo ponían violento. Tal vez por eso apagaba las luces de casa —pensó Eve—. Ella se lo quitó y se lo concedió. Él lo agarró y comenzó a rasgarse la piel del pecho como si supiera que se regeneraría una vez terminada la función. Dobló el rompevientos hasta que quedó del tamaño de la palma de una mano. Una mano normal, no la de él. Lo almacenó dentro de su piel, en el lugar donde una persona regular llevaría el corazón y volvió a soldar su piel sin ningún esfuerzo. Eve no estaba asustada. Eve ya había visto este estilo de cosas, ¿cuántas veces le ocurrían al mes? Incontables. El espectro tomó su mano. El roce suave era de esperar, por lo menos no la desilusionó. Caminaron por la interminable estación de tren donde se habían encontrado. La recorrieron de punta a punta, una y otra vez. Agitada, Eve le pidió que por favor la dejara descansar. Él no entendía español. Hasta ese momento se habían comunicado exclusivamente con ademanes. -¡Soltame!— gritó Eve. Pero él, no sólo no le hizo caso, sino que la sacudió del brazo con la intención de que se callara. Descolocado por la situación, visualizó una puerta abierta de par en par a su derecha. Caminó con ligereza unos metros y la empujó hacia el cuarto. Cerró la puerta y la dejó adentro. Silencio y oscuridad. Cual ciego empezó a palpar todo lo que la rodeaba. Tocó algo parecido a un televisor, como el que tenía su abuela que sólo era capaz de sintonizar cinco canales como mucho. Sin la necesidad de que ella tocara algún botón, se encendió solo. Luego de hacer unos minutos de interferencia por fin sintonizó un canal. Era el número 10. Ella sabía que no había ningún canal de música dentro de los primeros 60. Una melodía se le hizo reconocida. ¡Let’s twist again! —recordó—. La canción que su abuelo escuchaba unas cuantas veces por día. En el videoclip la gente bailaba desenfrenada y feliz. De repente, el clima se torna extraño y la música comienza a volverse cada vez más rápida y frenética. Eve no podía apagar el televisor ni cambiar de canal, los botones no funcionaban. Los colores cambiaron a tonos de rojos, las personas miraban a la cámara. Como si supieran que estaban siendo vistas. Chubby Checker se acercaba cada vez más a la pantalla y Eve se alejaba cada vez más de ella. Se sentían observados y sin un mínimo gramo de privacidad. En cuanto Chubby terminó por segunda vez el estribillo estiró su brazo y lo sacó por la pantalla. Comenzó a palpar los botones en busca del más grande. Consiguió apagarlo, pero no contó con que su brazo quedaría del lado exterior de la pantalla. Eve, descolocada, se quedó mirando por un momento el brazo de Chubby Checker caído al lado del televisor. Ahora tendría una prueba de que todo eso realmente pasó, ¿no? El silencio la ayudó a escuchar al espectro que seguía caminando de una punta a la otra con el fin de cuidar que no se escape. Luego de un par de minutos, descubrió en qué momentos él estaba en las puntas de la estación y cuándo estaba cerca de la puerta. Habiendo hecho cuentas totalmente improvisadas, Eve decidió salir. La puerta estaba sin llave y con un mínimo golpe, la abrió. Deseó que la puerta de madera chillara lo menos posible. La cruzó y miró para ambos lados. ¿Dónde estaba? No lo encontraba. ¿Lo quería encontrar? Se estaba haciendo de noche de nuevo, había pasado un día creía ella. Sacó su pequeña brújula, la cual llevaba a todos lados, como buena boy scout que era. Mi casa queda para el oeste —dubitó—. El oeste quedaba al frente de la estación. Cuando Eve tomaba el tren a Colegiales adoraba agarrar el asiento que daba para el bosque. Esperaba ver algo entre los árboles, de esas cosas que a ella le gustaban. Entonces se concentraba y miraba fijo al bosque hasta que el tren se movía y volvía a su aburrido recorrido. Cruzó las vías, sin ni siquiera pegar un vistazo. No tenía nada para alumbrar, pero se dejó caer en manos de la noche que tenía como personaje principal a la luna llena. Así caminó durante pocos minutos. Se sabe que los niños no están hechos para largas y aburridas caminatas. Solo que en este momento no tenía a nadie para preguntarle cuánto faltaba. Tropezando y tropezando continuamente con las raíces de los árboles corrió un largo trecho. Tal vez así se le hacía más rápido el viaje. Imaginó lo oportuno que hubiera sido tener una botella de agua. Se detuvo a descansar. Con una mano apoyada en un árbol, se dio cuenta de que estaba sola, en un bosque, de noche. Entre copas y copas de árboles visualizó una luz naranja titilante. Tal vez alguien le podía proveer agua. Juntó fuerzas y siguió su camino, pero esta vez saliéndose de su ruta. La luz naranja titilante no era solamente eso, era fuego. Había una reunión, ¡hasta tal vez podrían darle de comer! Se apresuró a llegar, cada vez con más ímpetu, cada vez con más ganas. Parecía inalcanzable. No había asientos ni mucho menos gente alrededor del fuego. Solamente ruidos en los arbustos, como si la gente se hubiera escondido apenas ella llegase. Se quedó paralizada, mirando el fuego. De él salían chispas que caían en sus zapatillas. Por más que el cuero se quemara, ella no le daba distancia. Miró fijo el fuego, esperando que se personificara y le diera indicaciones de cómo seguir. El fuego se hizo más intenso. Eve lo había logrado, estaba por hablar. Mas no con palabras, sino con dibujos. Mostraba una ronda. Una de mujeres, se distinguía por las curvas de las siluetas. La punta de la llama indicaba a la fogata en el dibujo. Ellas saltaban alrededor. Eve, anonadada, no se daba cuenta de lo que estaba ocurriendo a sus costados. Las mujeres en verdad existían y estaban ahí cantando y saltando mientras la rodeaban. A veces se agarraban de las manos, otras veces el baile se volvía individual. Con cuchillos su ropa rasgaron. Su ropa ahora tenía gigantes agujeros imposibles de arreglar. Tomaron cuencos llenos de un líquido rojo espeso que quedaba perfectamente adherido a su piel. Tribales fueron dibujados en su espalda, en su cara y en su pecho. El show del fuego había terminado y Eve salió de ese largo trance. Ahora era parte del grupo que saltaba y cantaba. ¿Qué era lo que cantaba? No sabía la letra de la canción pero las palabras salían de su boca como si ocurriera lo contrario. El ritmo la elevaba, al igual que a las demás. Perdían total control de su cuerpo. ¿Y alma? Sombras tomaban su lugar en la tierra mientras ellas llegaban a la altura de las copas de los árboles. Las sombras seguían bailando y cantando. El ambiente se volvía más espeso y cada vez se veían más entregadas a algo. Una parte despierta de su ser logra visualizar que las demás tenían tribales en su piel pero en forma de cicatrices. Eran viejas, expertas en lo que fuere que estuvieran haciendo. La luz del día la despierta. Estaba desnuda y los tribales seguían siendo parte de su piel. Cada vez que intentaba borrarlos se sacaba un pedazo de carne, pero es que dolían tanto, tanto. Uno hubiera querido tener uñas largas para poder despellejarse esas partes. Decidió que era momento para parar de lastimarse y empezar a actuar. ¿Qué había visto la noche anterior? Mujeres danzantes tan llamativas y peculiares. Mujeres danzantes tan persuasivas y maliciosas. Por momentos su memoria se distorsionaba como un programa de televisión interrumpido por la interferencia. A veces se veían perfectos, con colores gloriosos. Otras se veían de una manera pavorosa. Se veía la realidad. Las mujeres cultivaban tu alma hasta generar un sentido de pertenencia por ella. Como si el regarla diariamente les diera el permiso de corromper su naturaleza. Esa naturaleza que Eve había alimentado sanamente durante años, pensando varias veces en cometer alguna atrocidad pero dejando que muriera siendo solo pensamiento. Sin miedo ni vergüenza a ser catalogada como la loca nudista comenzó a trotar sin rumbo alguno hasta encontrar alguien (o algo) que la ampare. Levantaba la cabeza y observaba el sinfín de copas verdes, las cuales a veces no se diferenciaban entre sí. Se imaginaba en su casa, en su pieza, comiendo el añorado strudel que hacía su mamá. Jugando con su bebote y retocando esos detalles despintados que tenía en los ojos y la boca. Su bebote. — ¡Mi bebote! —le gritó con exaltación a la piernita que se escondía detrás del tronco—. Se acercó sigilosamente, intuía una leve angustia de parte del muñeco. Hoja tras hoja aplastada, sentía como el clima se volvía más tenso. Al rozarlo para que entre en confianza y recuerde a su ausente madre notó que tenía una textura irreconocible. Una textura extremadamente real. No recordaba poder pellizcar la piel, poder marcarla. A lo sumo rayar el plástico de la que estaba hecha. La piel estaba oscura y con tonos en violetas como si su hermanito la hubiera pintado con acuarelas que no lograban tapar del todo el color inicial. Las uñas del pie estaban sucias con tierra, lo cual denotaba que había habido fuerza o defensa de parte de la víctima. El bebote no estaba completo. La piernita derecha y el bracito contrario estaban desprendidos del torso. No era el bebé que ella recordaba. Ese no le respondía, ni siquiera en su mente. Puso las partes en una bolsa de arpillera y se la colgó al hombro. Caminó en busca de su casa, sin ropa y cargada de anécdotas. Rodeó las vías como siempre (mucho más ahora que no tenía ropa encima) y siguió su ruta. Se escondía atrás de un árbol cada vez que la alumbraba la luz de algún auto o moto que pasara por las afueras. La humilde casita la esperaba acogedora alejada de toda sociedad. Era esa casa a la que ninguno sus compañeros quería ir y cuyos padres dudaban de su existencia. Chueca como si una tormenta pasara diariamente y lograra torcerla cada día un poco más. Sin nada de protección, ni tampoco nada que robar dentro de ella. Eve ni se molestó en tocar la puerta, era una persona muy esperada en su casa. Mucho más cuando pasaba días afuera. Su familia se asustaba mucho, pero por ella. Intentó que el chillido de la puerta no despertara a su abuelo que saltaría de la cama. Despacio dejó la bolsa de arpillera que estaba teñida de rojo al costado de la puerta. Revisó pieza por pieza pero nadie estaba en casa, o eso pensó por un momento. Eve sentía el miedo y en esa casa había mucho. ¿A qué le temían? Se cambió y salió a recorrer el barrio en busca de algún familiar que lograra hacerla sentir menos sola. Notó que en cada palmera de luz se repetía un código. Un papel azul que mostraba el rostro sin censura de un bebé. Encabezado por el título “Missing Children”. A Eve no le gustaban los códigos repetidos así que desaforadamente se fue deshaciendo de todos los carteles que empapelaban la ciudad. Entre tanta demencia no escuchó los pasos detrás de ella. Los que unos segundos después la empujaron mientras estaba de espaldas. El golpe contra el suelo la desvaneció. Según las malas lenguas después de ese momento no ocurrió mucho. Las personas que habían sido avisadas sobre el toque de queda de los últimos dos días comenzaron a aparecer de atrás de plantas y canteros. Todos escondidos. Policías vestidos de civiles la esposaron, la vistieron con un pintoresco buzo blanco cuyas mangas llegaban hasta la espalda y la cargaron en una camioneta que combinaba con él. Se despertó con la luz brillante que apuñalaba sus ojos que estaban llorosos pero todavía eran útiles como para ver las caras que la acompañaban. Caras tapadas por barbijos tan blancos que reflejaban la luz haciéndola increíblemente más intensa. La habitación era vidriada y los vidrios dejaban ver para ambos lados. No eran como esos en los que uno testifica sobre un caso. Las caras la adoraban, lo podía sentir. Las caras eran su abuelo; su hermana; su padre y madre quienes habían padecido esta tortura por más de cuarenta años. Veían a aquella niña en cuerpo de mujer que lloraba cada vez que con serenidad le explicaban que no podía seguir jugando con muñecas, que debía tener hijos de verdad, hijos con una textura real. Veían a aquella niña que escondía sus arrugas vetustas con un rompevientos de color chillón. Veían a aquella niña que creaba seres con tal de no aceptar sus propios espectros. Ahora mira hacia el techo entendiendo todo. Antes también lo entendía, pero a su manera. De un minuto a otro se vió desde los ojos de las caras que la observaban desde el exterior del vidrio. Era un monstruo pero ya no había perdón. Ni siquiera de parte de su Dios. Se había equivocado muchas veces. Sintió el pinchazo en el doblez del brazo izquierdo. Sabe lo que le espera. Está con ambos pies sobre la tierra, pero ya desea estar volando sobre nubes. Eve sabe que va a estar bien, siempre fueron las personas a su alrededor quienes terminaban heridas, nunca ella. Eve es como esos finales abiertos en las películas, las cuales deseas que se cierren felizmente pero al último segundo aparece lo malo. Y lo malo perdura.

 

Autora: Luján Sosa.

Soy nacida y criada en La Pampa, pero actualmente vivo en Córdoba. Nací en 1999, en un pueblo de 800 habitantes. Estoy estudiando Traductorado Público de Inglés y también trabajo de profesora de inglés.

Imagen de Thomas Windisch tomada de

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