Muscus domesticus
En el alba de un día de diciembre, en el pequeño apartamento reinaba el silencio. Abraham había llegado hacia unas tres horas, tambaleándose y maldiciendo a gritos. Se había desplomado en el sillón sin siquiera quitarse los zapatos. Una una vibración que provenía de la cocina interrumpió de repente la quietud; una enorme y negra mosca se había colado por el tragaluz. Al parecer no le molestó el evidente desorden de la sala, ni mucho menos el nauseabundo hedor de los platos sucios. Movida por olores agridulces de viejas cenas descendió sobre la mesa con una ágil maniobra. Deambulo unos instantes por la mesa con pulsantes y entrecortados movimientos. Libó algunas gotas esparcidas sobre la superficie, llenando sus patas de un viejo y acaramelado alcohol, para volver a flotar sobre el aire viciado de la habitación. De pronto, como hipnotizada por una luz fluorescente, la pequeña visitante comenzó a volar en arabescos círculos hacia el sillón. Aquél bulto inmóvil tenía un peculiar olor que ella conocía muy bien. Lo que veían sus complejos ojos lucía grotesco y desagradable, pero aún así se aventuró hacia eso. Una cara ensombrecida con barba de varias semanas, extremidades fláccidas y una enorme y turgente barriga envuelta por un suéter de finas hebras. Luego de inspeccionar el paisaje, abandonó la colina de tapiz verde oscuro y escote en "v", y se acercó cautelosa hacia su cuello; nada ahí llamó su atención, más que una abultada papada estrangulada de pliegues. Descaradamente comenzó a revolotear por la cara de Abraham. De aquellos labios entreabiertos y resecos emanaba un perfume agrio que provenía de lo más hondo de su boca. Se acercó con mesurado vuelo, pero no se atrevió a tocarlo. Sólo miro ese rostro como petrificado. Perdido entre su barba divisó un líquido opaco, ya reseco, que se abría camino hasta su oreja para extinguirse bajo el lóbulo derecho. Aquél seco y agrietado cauce la atrajo y finalmente, tras deambular alrededor de su oreja, posó sus patas en una porosa mejilla. Recorrió el camino dejado por el líquido y meció sus patas en él. Sin ser notada todavía, paseo por el labio superior y la barba. Se acercó a una ancha y abultada ojera y, desde allí, a las puertas del alma, pudo ver su reflejo en el cristalino. Sus antenas se movieron levemente; e incluso pareció comprenderlo todo. Ese seco párpado, esa pupila dilatada flotando en un iris mantecoso era la garantía de que podía libar los fluidos de los ojos sin ser molestada en absoluto.
Autora: Natalia A. Fredes