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La lunática y las ilusiones de la gente

Ella entra temerosa, como pidiendo permiso. Se acerca a la pila, moja su mano y con esa mano humedecida en agua bendita se persigna al tiempo que se inclina imperceptiblemente. Está cargada de bolsas que desbordan de telas o de ropa, al caminar algún trapo se cae al piso.

Hay muy poca gente, casi nadie, solo la mujer que anda de aquí para allí limpiando y un sacerdote sentado en el confesionario esperando que los pecadores busquen el perdón, mientras tanto lee.

Va hacia donde está el cura. Por la acústica de la iglesia los tacos altos de la mujer retumban, entonces intenta caminar sin hacer tanto ruido pero no le sale, quiere pasar desapercibida, pero no puede. Se le acerca, deja las bolsas a un lado, se inclina levemente y le besa una mano. Él le pregunta si quiere confesarse. Ella niega con la cabeza y aquel rostro acobardado que traía se suaviza, los surcos se distienden y el entrecejo se alivia. Toda ella se ha enternecido. Mientras toma sus cosas, la boca comienza a dibujar una sonrisa. Aquellos gestos dubitativos parecen haber quedado atrás porque ahora se mueve con más de seguridad. Va hacia los bancos y el cura vuelve a lo suyo.

La que limpia ahora se ocupa de acicalar el manto de la virgen que está repleto de papelitos que son los pedidos de los creyentes:

Virgencita mía, pido por mi mamita que está hace 10 días desmayada, los doctores dicen que no saben si se puede despertar.

Querida virgen María, le prometo por lo que más quiero que si Pedrito sale de ésta voy a caminar 7veces a Luján ida y vuelta. Por favor, Madrecita, se lo ruego.

Madre bendita, estamos sin trabajo. Que sea tu voluntad conseguirnos el trabajo. Bendita seas.

Son tantos que muchos se han caído al piso, entonces ella pasa la impiadosa escoba que barre los deseos de la gente.

La de las bolsas ahora se sienta. Mira al Cristo y aquella risita incipiente se amplía dejando ver unos dientes imperfectos, algo amarronados. Ríe como si recordara alguna picardía, le habla en voz muy baja, lo mira, baja la cabeza, vuelve a mirarlo y vuelve a bajar la cabeza como con vergüenza. ¿Qué será eso que la hace reír y le da tanta vergüenza?

Pero muy de a poco su cara vuelve a tajearse de surcos, aquella risa casi ingenua se endurece. Parece que va a gritar o decir algo pero no, una bruta carcajada le sale de lo más profundo de su humanidad sacudiéndole el cuerpo. Un arrebato trastornado la envuelve provocándole una risotada salvaje. Ni que estuviera gozando con el diablo adentro. Parece lunática, como hubiera dicho Cristo, según Mateo.

Sus gritos asustan al sacerdote que pega un brinco y se le cae el libro. Se para, la mira espantado, no sabe qué hacer. También a la mujer que limpia, que anda por ahí desempolvando a la virgen, del susto el jarrón con flores viejas se le cae y se hace añicos. Esa risotada desvariada seguida del estruendo del jarrón roto barren con el ambiente de recogimiento del templo imprimiéndole un inexplicable clima caótico, como si los demonios la hubiesen invadido.

Al tiempo que su cuerpo se ríe y vibra, con una uña se limpia el esmalte rojo de las uñas de la otra mano, por momentos se ayuda con los dientes. Hay como cierta voracidad en el modo en que se arranca el esmalte, puede terminar lastimada. Pone tanta atención en esa tarea que parece apaciguarse un poco. Para, ahora saca de la cartera un papel, lo mira y comienza a mover los labios, hay algo que está diciendo pero no se escucha. Sin dejar de murmurar, mira el papel y levanta la cabeza para mirar al Cristo. Sus gestos se hacen agrios. Ahora su murmullo se expande y, como un rezo monótono repite “hija de puta, la puta que te parió, hija de puta, la puta que te parió…”. Esos insultos la llevan a tomarse del estómago, se inclina, vuelve a ondularse y lanza un vómito de llanto.

El cura se acerca para tranquilizarla pero ella lo rechaza, no lo necesita.

Pasa un rato y su cuerpo parece haberse desprendido de las convulsiones y el llanto, entonces ella toma su bolsas y sale con el mismo sigilo que con el que entró.

Las ilusiones de la gente han quedado en el tacho de basura, junto a los pedazos de vidrio. Ahora la iglesia está limpia de esperanzas y de lunáticas.

 

Autora: Patricia Yohai

Nací en Buenos Aires. Me recibí de licenciada en sociología en la Facultad de Ciencias Sociales de la Universidad de Buenos Aires. Más tarde comencé a estudiar literatura con Ricardo Piglia y con Leónidas Lamborghini.

He publicado cuatro libros: Intimidades Públicas, Cuentos de terror en Buenos Aires, Cuentos de amor para reír para llorar y Alérgicos célebres (biografías de alérgicos y asmáticos).

Actualmente dirijo la revista Guía de Transformaciones Estéticas y dicto cursos de Técnicas de Redacción en la Facultad de Ciencias Sociales de la Universidad de Buenos Aires y en el Consejo Profesional de Ciencias Económicas.

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