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Fantasía arruinada


Estaba por amanecer. El costado este del cielo se encendía lentamente como una lámpara cósmica de aceite multicolor. Todos dormían, pues la velada había resultado más intensa de lo esperado, un completo éxito. Yo iba camino al baño, y mientras lo desocupaban, me detuve a ver ese majestuoso despertar del día. Me recosté en el pasamanos de madera pintada y elevé la mirada como un soñador. El techo del refugio era de paja, y algunos mechones eran lo suficientemente largos y liberados del atado para bailar al son de la brisa. Volteé al horizonte, y me di cuenta que aún había la oscuridad necesaria para que el horizonte no se viera. ¿O si? Esforzando los ojos, podía distinguirse donde terminaba el mar y empezaba el cielo. Quizá era ese el preciso y corto instante del amanecer en que el horizonte empieza a aparecer.

-¡Hola! - me sorprendió Jey – también madrugaste. ¿Mucho dolor de cabeza?

-No, estoy bien. Con sed, nada más. ¿Y tú?

-Estaba un poquito adolorida pero con el baño creo que se me quitó.

Me miraba mostrándome una amplia sonrisa mientras inclinaba la cabeza, pasándose un cepillo por su cortina de pelo negro. Ahogué un suspiro.

Dentro de mí había una peligrosa semilla de algo engañoso, y por algo tan simple como esa sonrisa, acababa de germinar. La noche anterior, Jey y yo habíamos terminado besándonos, sentados sobre una de las banquetas que miraban hacia Playa Bendita. Jeimy Peña era una chica con quien yo había soñado por muchos años. Era un tipo de chica muy especial, y difícil de conquistar, dicho sea de paso. Cuando se expanden los círculos sociales al entrar a la universidad, y cuando se expanden aún más al empezar a ejercer y todavía más al tener éxito y empezar a viajar, se da uno cuenta de que hay un enorme esquema de personalidades, de tipos de gente, y que no es infinito. Jeimy era una persona preciosa, ya que encajaba justamente en un perfil escaso como el diamante. Era la clase de chica que, cuando la conoces en la universidad, es novia no del típico macho alfa, sino de un intelectual tan especial como ella, que; de manera inverosímil, es alguien también amigable. Era una de esas rarísimas chicas con quien no tienes que aparentar para hablar con ella. Aún estando su novio por ahí cerca, podías reír a carcajadas con ella y no había intriga alguna. Era como hablar con un amigo, con tal transparencia y sencillez. Jey, era de esas pocas chicas que conoces en la vida cuyo novio te da envidia. Pero envidia existencial, no esa envidia como cuando ves al más malo del semestre llevarse a la cama a la más hermosa, o besarla en frente de todos. Una situación de esas invoca envidia animal, o material, si cabe el término. Es como debe sentirse un macho cualquiera al ser desplazado por el alfa. Pero, Jeimy - y su novio, hay que decirlo -, simplemente no eran parte de la manada.

La chica era de baja estatura, con un cuerpecito rectilíneo y rellenito. Antes de describir su rostro, debo explicar algo sobre el concepto de belleza y estética. Es que, mucha gente tiene la infantil idea de que la belleza es relativa, de manera que cualquier objeto puede ser considerado hermoso respetando la libertad de expresión de quien lo manifiesta. Pero esa es una concepción popular, una creencia con fundamentos meramente en las buenas intenciones. Si así fuera, no existirían los reinados de belleza ni los diseñadores de alta costura. Es más, la acepción popular de que no existe la belleza como una magnitud, ha servido para atacar sus manifestaciones haciéndolas ver como fruslerías o frivolidades.

En cuanto a la belleza de las mujeres, yo había intuido muy claramente durante toda mi vida una valoración extraordinaria. Una muy alta percepción, que con muy pocas personas había podido compartir, ya que no era algo que se pudiera expresar con lenguaje, ya que no provenía del lado izquierdo del cerebro, en absoluto. Compartir tal percepción de la belleza era un asunto de empatía. Es más, me atrevo a decir que la creencia de que la belleza es relativa, es un convenio que le sirve a la inmensa mayoría que se sirve enteramente del lenguaje para comunicarse y no tienen semejante sensibilidad por la – verdadera – belleza. En muy repetidas ocasiones durante mi vida, tuve experiencias en las que una chica de belleza extraordinaria… no, mejor en mayúsculas: EXTRAORDINARIA, al contrario de ser objeto de admiración, era objeto de críticas o incluso burlas. La gente promedio simplemente no tenía la sensibilidad apropiada, y por eso se apegaba a estándares convenidos, como ese que les permitía decir que cualquier cosa es bella si ellos así lo deciden.

Jeimy, era una de esas chicas. Su rostro había entrado fácilmente a mi lista mental de los rostros más bellos que haya visto en la vida. Piel blanca – que se contrastaba fatalmente con el negro antracita de su cabello y cejas – y prolija, de esa que con el ejercicio o el calor se enrojecen como los fierros de un horno. Sus ojos también eran negros como debe ser una muestra de vacío éter cósmico. No tenían color, ni una línea, ni un brío de claridad. Pero reflejaban la luz. Además, estaban incrustados en una esclerótica lustrosa y diáfana, de color blanco virgen, lisa como el vidrio. Tenerla de frente era – y hablar y reír con ella – como un regalo de la vida, pues uno se embobaba. Quizá como un truco de la naturaleza para inspirar el tan necesario amor. Uno no podía evitar apartar una fracción de conciencia para, al tiempo de hablar o trabajar con ella, contemplarla. Sí, contemplar la forma ingeniosa con que su rostro blanco y tierno se movía y el color de sus enormes ojos, pobladas cejas y largo cabello era exactamente el mismo. Un abismo de negritud sin fondo.

Bueno, basta de suspirar. Entonces, ahí en el refugio en Barú, estaba cepillando su cabello húmedo y mirándome con alegría. Jeimy había terminado con su novio hacía unos meses, y yo había decidido acercármele, en un arrebato ingenuo de seguridad y esa otra cosa con que estaba obsesionada la civilización: Autoestima. Había tenido un año relativamente bueno y hasta en sueños me sentía un superhéroe. Tuve la tonta idea de que, si me lo proponía, podría hacerme novio de Jeimy, ocupar ese privilegiado lugar por encima del rebaño, ser ese ‘él’ más allá de los estándares gregarios y sus rituales reproductivos. La noche anterior, había sido con poco, mágica. Charla deliciosa, un poco de baile, juego, risas hasta que duele la panza, bebida y comida… para muchas parejas hubo sexo, incluso para grupos de parejas. Y mientras eso ocurría, Jey y yo departíamos con ron, primero sentados y progresivamente echados sobre la banqueta en la playa a unos tres kilómetros de Playa Bendita. Debieron ser las dos de la madrugada, cuando el tema hablado se agotó. De vez en cuando, la lucecita de alguna embarcación delataba la línea horizontal oculta por las tinieblas. Jey reposó la espalda por completo sobre la banca y estiró los brazos. Ambos sabíamos que ya no había nada más qué decir. ¿Acaso había terminado la velada?. “¿Me animo?” me pregunté. Como no me respondí nada, me volví a preguntar. Y me dije “sí”. La besé, y su reacción fue para mí como haber esperado durante toda la vida a saber la conclusión de un libro, del que rehúsas leer su última página solo por no salir del encantamiento. Pero lees la última página y estallas en euforia. Ella puso su mano detrás de mi cabeza y correspondió dulcemente.

Pero hay una buena razón por la que uno se rehúsa a leer la última página. Es porque la euforia, indefectiblemente se convierte en incertidumbre, esta en ansiedad, y esta en ominosa depresión.

Me duché. Cuando iba camino a mi cama, un poco a hurtadillas para no despertar a nadie, vi a Jey por la ventana. El brillo de la pantalla de su teléfono me había llamado la atención. Me pareció que ahí afuera, en la penumbra, sería agradable un abrazo y un beso. Aún no me se había quitado la cara de ponqué que se me había puesto desde el beso en la banqueta, y todavía estaba volando. Pero en pocos segundos habría de precipitarme a tierra, envuelto en llamas y dejando una estela de sangre.

- ...no es lo mismo sin ti… ¿de verdad? Ja – suspiró – exacto, si. Como volver al pasado, es aburrido. Es como retroceder a corregir algo en lo que se falló… yo sé que no… Ja! Yo también lo he pensado. Sería muy paradójico. Volver sería de cualquier modo retroceder…

Jey le ponía la cara a la agonizante oscuridad, de pie sobre la arena, con una mano en el bolsillo de su pantaloneta y el teléfono en la otra. Era la conversación de ex-novios más rara que había oído. No estaban discutiendo, ni poniendo a pelear sus egos como gallos. Estaban filosofando… ¡wow!

No obstante la admiración, sentí la amargura de la desilusión clavándoseme como una espada. Jey me descubrió, no sé porqué, no creo haber hecho ningún ruido. Volteó a verme.

- tengo qué colgar, te llamo al rato ¿si? ...yo también. Bye.

“Yo también ¿qué?” me pregunté por dentro. “¿Que no están de amigos nada más?” Jey me miró de una manera muy hiriente. Me sentí como un estorbo, como algo que ella no quería que estuviera ahí, como un vergonzoso error, un tropiezo, el fango del que se había untado tras una tonta caída.

- tú y yo somos buenos amigos, sabes eso ¿no? - me dijo.

“¿otra vez, de verdad, la misma mierda? No, ¿en serio?” me dije. Pues era algo me me había pasado toda la vida, con las ordinarias y ahora con las extraordinarias, como Jey. Ella hizo un esbozo de la amable sonrisa que me había regalado hacía unos minutos, y dijo

- Quiero que sigamos hablando, nuestras conversaciones son emocionantes y no quiero perderlas.

“Sí, otra vez, en efecto. Maldita sea la vida” me dije. Otra vez, yo era una amiga más. ¿Por qué demonios era tan difícil que me vieran como hombre? Las diez o doce veces que ya me había pasado, había sido con chicas corrientes, nada de malo con ellas, solo que al compararlas con Jey, pues resultaban no ser sino chicas de rebaño, esas que se conquistan siendo payaso, bailarín y agresivo. No me extrañaba no haberlas convencido, pero Jey… qué dolor. En serio qué dolor. “Debe estar insegura, nada más. Apuesto a que un beso la transporta a la magia que fue anoche y se le quita la inseguridad”

Di dos pasos hacia ella y la tomé gentilmente por los brazos. Ella puso su linda cara de frente a la mía, sin expresión alguna. Cuando acerqué mi rostro para besarla, ella interpuso su mano entre nosotros, la altura del vientre. Yo, quedé petrificado. Ella hizo un gesto de desespero, ligero, sacudiendo la cabeza y arqueando las cejas hacia arriba. Fue tan claro que prácticamente le salió una nubecita con el texto “Pero qué hice, estúpida”. Entonces se fue.

La sensación fue horrible, espantosa. Y más espantosa por conocida que por espantosa. Es decir, imagina que un loco sádico te secuestra y tortura con un lanzallamas. La primera vez, el dolor es intenso e inaguantable, y ocurre cuando las llamas consumen tu carne. Luego, el sádico te deja ir. Pasa el tiempo, sanas, tratas de reponerte de la horripilante pesadilla, levantas la cabeza, sales adelante…

Pero el sádico reaparece. Te tortura una vez más, te deja ir y pasas por todo el proceso una vez más. Después el sádico vuelve y aparece, y así sucesivamente hasta que tu sistema se cansa. Está aburrido del ciclo, y ese aburrimiento es más doloroso que las propias quemaduras. La impotencia de hacer algo, la no posibilidad de generar algún cambio, el darse cuenta que estás condenado a una pesadilla, sin escapatoria.

La mano de ella interpuesta, frenándome a la altura de la boca del estómago, eran las llamas que me quemaban. Ya me había pasado demasiadas veces. Así que, no era la impresión de ser frenado y así rechazado lo que me dolía, sino la humillante repetición. A decir verdad, había pasado tanto desde la última vez que no recordaba tal dolor, pero aunque pienses positivo y te autoengañes, las heridas están ahí.

Pensé en que debería haber algún mecanismo, biológico o artificial para prevenir eso, ya que tanto dolor en el alma no debería ser normal en la vida de nadie. Tanto es que no se lo desearía a nadie. Ese mecanismo, pudiera ser una nota legible permanentemente donde uno pueda leer la auto advertencia y no recaer en correr riesgos. ¿Por qué un dolor tan intenso se puede olvidar? No tiene sentido. O, ¿por qué recaemos, acaso somos masoquistas?

En un segundo pasaron por mi mente todas y cada una de las veces que fui rechazado. Fue como una película que vi sin querer haberla visto. En el cuerpo, se siente así: El estómago se encoje en medio de un cosquilleo eléctrico bastante molesto, algo 99% parecido al pánico. El 1% de diferencia radica en que el pánico tiene una razón justificada, algo que amenaza tu vida ahí, delante tuyo. También sientes un dolor en el área del pecho que te hace imaginar cómo instrumentos de tortura trabajan sobre tu corazón. Una rueda dentada y retorcida, vieja y oxidada que gira inserta en tus tejidos, abriéndose paso desgarrando de forma irregular, destruyendo y salpicando sangre por doquier.

“Ya no más, qué va. A la mierda. No voy a aguantarme esto” pensé. Al empezar a caminar terminé de darme cuenta de cuan mal me sentía. Cada célula de mi cuerpo quería entregar la vida y no sufrir más. Anduve como pude entre las camas, y mientras daba pasos tontos, otra imagen se generó en mi mente. Era como si una trampa para osos estuviera cerrada sobre mi plexo solar, y cada diente estuviera desgarrando su propia sección de tejido. Cualquier movimiento, en cualquier dirección, con la mínima cantidad de fuerza, hacía que más piel y carne avanzaran a través del filo de cada diente de la trampa. Esa horrible sensación duraría semanas, sino meses, y después, por cruel que es la naturaleza, el destino o ¿qué se yo? Lo superaría solo para seguir vivo y volver a ser torturado. Pero no más, nada de nada, nanai, hasta aquí fue esta mierda.

Al fin hallé el bolso de viaje de mi amigo Henry. Por alguna extraña razón, todo parecía estar servido en bandeja de plata. Era mi fin. Hurgué silenciosamente y sentí un inusitado alivio cuando mis manos se toparon con esa masa fría, maciza y pesada. Lo tomé y examiné si tenía balas. Moví el seguro del tambor y este salió dando un cuarto de giro. Estaba cargado.

Seguí andando entre las camas, sintiéndome tan terrible como si hubiera sido apuñalado varias veces y me quedaran por dentro solo unas gotas de sangre. De paso, y era asombroso que me quedara consciencia para analizarlo, me asombré de cuan mal puede hacerlo a uno sentir una emoción.

Al salir del refugio me di cuenta cuánto había avanzado el amanecer. El cielo ya no se veía negrito sino azul, y el mar se veía hermoso. Busqué el camino para darle la vuelta a la isla, pues no quería despertar a nadie y hacer un show. Caminé, aún dando pasos de zombi, hasta donde amarraban los botes. Unos diez metros más al oeste hallaría el camino tablado que unía los muelles del costado sur de la isla. Andarlo a esa hora y a solas era una experiencia sobrecogedora. El agua chapoteaba contra los pilares del entablado, y los pocos botes que había se mecían y yo podía oír como se estrujaban suavemente sus quillas, como si alguien con fuerza sobrehumana retorciera un tronco.

Qué hermoso lugar, un muelle celado por antorchas agotadas, calor tropical, amanecer despejado, olas azules rompiendo a lo lejos y dejándome su sonido esparcido a la inmensidad. Ah, y un idiota con un revólver en la mano, dispuesto a volarse los sesos.

Al fin di la vuelta. Bajé los escaloncitos del entablado, la mitad de los cuales estaban enterrados en la arena. Estaba en la playa otra vez, y elegí una palmera. Al caminar hacia ella vi por última vez el agua llegando y volviéndose a ir majestuosamente. La enorme fuerza con que se formaban las olas, se perdía paulatinamente, hasta que finalmente, sobre la arena, el agua solo era una fugaz película de humedad y lo único que podía hacer era devolverse. Pero antes que esa película se secara, otra ola venía a morir sobre ella, para devolverse y convertirse también en no más que brillo sobre la lisa arena. Y así eternamente. Vivir, morir, morir… llegué a mi palmera y caí sentado. Vi que la arena tenía bastantes pedazos de corteza de las palmeras y había cangrejitos andando sobre ellos. Pobres, estaban por presenciar algo feo.

Estaba respirando de forma irregular y sudaba frío. Ya era el momento. Tuve el impulso de voltear a mi izquierda, como si una parte ingenua de mí todavía viviera y creyera que quizá Jey hubiera estado tras de mí. Pero eso solo pasaba en las películas. Si volteaba, no la vería trotando preocupada, bajando los escaloncitos de entablado y empezando a gritar mi estúpido nombre, agitando la mano en el aire. Qué va. Si volteaba, solo vería el entablado y el mar, indiferentes. Sería demasiado doloroso, así que mejor no volteé. Me dí unos segundos para escuchar, todavía creía idiotamente que oiría su voz diciendo mi nombre. Pero claro, eso no pasó. Muy seguramente, ni siquiera habría notado mi ausencia. Claro, si yo fuera esa clase de hombre con importancia, ella no habría interpuesto su mano para frenarme y no estaría pasando todo eso tan macabro.

Volví a poner mi atención en el revólver. Por como había caído sentado, el cañón se había enterrado en la arena. Con un esfuerzo considerable, lo saqué y lo puse ante mis ojos. Lo limpié. Sentía un extraño aprecio por el arma, como si fuera mi única amiga, la única que iba a hacer algo bueno por mí. Quité la arena del cañón y redescubrí su brillo plateado. Tenía una inscripción: S. & W. Special. Mire hacia arriba para despedirme - ¿de qué? -, y vi la palmera desde aquella perspectiva única. Se curveaba hasta extender sus palmas majestuosamente allá en lo alto. El viento movía sus hojas y el contraste entre su color y el del cielo, era de prodigiosa belleza. Algo andaba mal, y lo venía advirtiendo desde que venía andando por el entablado. Volvía bajar la mirada y vi el mar y sus olas espumosas y cálidas, el horizonte inconmensurable y el cielo deslumbrante. Pensé en los cangrejitos y en la palmera. Claro, ya sabía qué era lo que estaba mal: Ese lugar era demasiado hermoso, y totalmente inadecuado para volarse la cabeza.

Sin querer, volví la mirada al entablado. Estaba como lo había sospechado, vacío. Vacío, como yo. Cerré los ojos y me puse a trabajar para remediar la situación. Solo veía el interior de mis párpados, un poco encendidos por la luz. Ya no había más paraíso, ni entablado representando mi soledad. Pero quedaba el magnifico sonido de las olas, que por sí solo resultaba tan refrescante que quitaba la sed. También lo eliminé, y en su lugar puse el sonido de una motocicleta. Añadí luego los bajos de un potente equipo de sonido cercano que penetraban varios muros y llegaban hasta mis oídos, filtrados de todo el resto de la música y repitiéndose así, aislados, una y otra y otra vez. Tun-tun-tun, tun-tun-tun, tun-tun-tun. Y por último añadí los ladridos de varios perros. De vista y oído, ya no estaba en el paraíso. En cuanto al olfato, quité el aroma salino de la brisa marina y lo reemplacé con el producto de combustión de gasolina. Como cuando estás encerrado junto a un auto encendido, el aroma natural de una ciudad. Y en cuanto al tacto, simplemente quité el calor que caminaba sobre mis hombros. En su ausencia quedaba un frío que penetraba los huesos y se colaba en los pulmones como agua helada. Abrí los ojos. Lo que había frente a mí era un muro de bloque sin pañete, iluminado por una bombilla incandescente de luz amarilla. Había vuelto a casa, a la realidad.

Nunca tuve el éxito ni la expansión de círculos sociales con la que había estado fantaseando, ni mucho menos conocía Barú. Y mi alma estaba tan enferma por la repetición del rechazo y los fracasos que inclusive había perjudicado mi capacidad de soñar despierto.

“tú y yo somos buenos amigos, sabes eso ¿no?” y “Quiero que sigamos hablando, nuestras conversaciones son emocionantes y no quiero perderlas” fue lo que me dijo Jey, pero hace años y aquí en Bogotá, y lo repitió sin mi permiso en mi propia fantasía. De hecho hacía años que mis fantasías “románticas” terminaban con mi suicidio. Pero ya no más, ahora sí lo iba a hacer. Tomé un último aliento y centré los ojos. Volví concentrarme en mi mano derecha, y…. oh sorpresa. Ni siquiera tenía un arma en la mano.

 

Autor: Juan Manuel Sosa

Ha escrito un puñado de libros entre los que se cuentan "La alianza sobrenatural" y "Sopi", además de algunos cuentos eróticos que caracterizan su estilo más que liberal, anarquista.Ha dedicado su vida a las creaciones literarias, sin ánimo de lucro, y a consignar en ellas partes de su propia historia, como su deserción profesional de la enseñanza, debido a que vio en el sistema educativo solo una maquinaria de formación de esclavos.

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