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El miedo es parte de lo que soy


No tengo miedo, el miedo es parte de lo que soy, te dije. Traté de explicarte que no conocía lo que era ir liviano. Me miraste con esa cara que ponías cuando alguien hablaba boludeces. Levantaste los ojos y te mordiste el labio. Estás loco Damián, me dijiste, y te diste vuelta. Yo iba manejando. Durante muchos años juré que no ocuparía ese lugar pero vos decías que alguien con mi personalidad racional y metódica tenía que manejar un auto. Afuera estaba lloviendo. No se que mirabas por la ventana del coche porque desde mi asiento sólo llegaba a percibirse un manto de agua gris. En qué pensás, indagué. A vos te molestaban esas preguntas. Reconozco que a veces pecaba de curioso. Pero siempre respondías lo mismo. No pienso en nada, dijiste. No podés pensar en nada Iván, la gente no piensa en nada; un concepto, un recuerdo, un chiste, algo tiene que pasarte por la cabeza, te dije. Es fácil, pongo la mente en blanco. Pienso en nada. Y levantaste una mitad del labio, mientras alzabas la ceja del mismo lado, para hacerme sentir como un pelotudo.

Sacaste un pucho de la guantera y lo prendiste. Yo te pedí que abrieras la ventanilla porque el auto era de los viejos y tenías que girar la palanca para que el vidrio bajara. Sos un pesado, dijiste, pero me hiciste caso porque sabías que tenía razón.

Tenes que ir a la fiesta sino mis amigas van a decir que sos un embole. Y no quiero que se pongan pesadas con el tema… dónde está Damián, por qué nunca quiere juntarse con nosotros, te quejaste. Tuve ganas de reír. No porque quisiera faltarte el respeto, no malinterpretes, sino porque no supe qué contestarte.

Tus amigas no me caían mal. Eran pibas copadas y siempre tenían una historia distinta para contar. Sobre el pibe que no sabía coger, sobre el flaco que dejó de ver sus historias en Instagram, sobre lo mucho que las desesperaba el chongo que no les contestaba los mensajes. Eran copadas. Lorena garchaba más que un conejo. No me sorprende. Es hermosa. Con su pelo ondulado, morocho y su piel blanca que resalta a cien metros, todos se la quieren coger. Pero te confieso que un poco me aburre que alguien hable todo el día de sexo. No hay mucho para decir. Se la chupé… estaba re bueno, me tiró en la cama, no quiso ponerse un forro pero bueno como tomo pastillas no pasa nada… etcétera. Después está Silvia que es un amor, la flaca posta es un amor, pero le pierdo el hilo porque a mitad de la conversación pela el celu y se saca una foto. Dice que es para las historias de Instagram, porque si cuelga va a perder seguidores. Entonces paro de escuchar. Es más fuerte que yo. No quiero ser mala onda pero me pego un viaje de la puta madre y no vuelvo más. Así que no, preferiría no ir a la fiesta, te dije, porque tus amigas me dan miedo. Le diste una pitada profunda al pucho, tragaste el humo y lo que sobró lo tiraste despacio, como si estuvieras en una película de Xavier Dolan. Hiciste una pausa, me di cuenta de que era una pausa porque humectaste tus labios como si estuvieras a punto de decir una de tus genialidades, que resultaban ser bastante poco geniales. Me miraste fijo y dijiste que yo era un cagón. Me acuerdo perfecto porque marcaste cada letra con mucha fuerza: Sssoooss uuunn ccaagggoonn.

Te contesté que tenías razón, que era un cagón, pero que no podía evitarlo. Dudo que a tus amigas les hubiera cambiado la vida que yo no estuviera en su fiesta. Y, seamos honestos, a vos tampoco te importaba. Pero no te dije eso, porque habríamos entrado en una guerra de insultos. En cambio, sí hablé de lo mal que me sentía por no poder llenar tus expectativas. Perdón por ser menos de lo que esperás, te dije. Yo no espero nada de nadie, cuando no esperás nada conseguís que nadie te decepcione, respondiste. El cigarrillo aún tenía resto.

Soy así y es hora de que me haga cargo. Y vos también deberías hacerte cargo… no de mi parte, por supuesto, sino de la tuya, susurré.

Me tiene sin cuidado lo que digas porque no vas a arreglar nada con tu discursito, a fin de cuentas sos un egoísta, me dijiste. Sonabas enojado.

Nos quedamos callados un buen rato. No tenía sentido seguir hablando porque éramos dos amantes buscándose a sí mismos.

No puedo evitar tener miedo, así como vos no podés evitar… ser vos. Cada uno carga con su propia mochila. Me encantaría encajar, pero no nací con el don de la simpatía, te dije. Vos no te diste cuenta, porque estabas distraído revoleando la colilla, pero yo estaba llorando. Hicimos silencio, otra vez. Nuestras charlas estaban abarrotadas de silencios.

Pensé que quizás el viaje no había sido buena idea. Cuando algo está roto por más que lo arregles siempre se van a ver las roturas.

Mi amiga me aconsejó que te mande a la mierda, y te juro que lo pensé. No tenía sentido seguir con algo que ya estaba herido de muerte. Creí que la paz de la playa nos ayudaría a relajarnos. De verdad lo creí, hasta que la última discusión me sacó de eje. Tenías una facilidad natural para descolocarme. Me dijiste que mi energía interfería en tu proceso creativo y que nuestra relación, de cuatro años, era un estorbo. Como si no significara nada. Te rogué que me dieras una oportunidad. Tu respuesta fue irte de la casa.

Dejaste pasar un mes entero hasta que volviste a hablarme. Un mensaje frío: "hola" sólo eso, sin una cara sonriente que suavice el golpe. Quedamos en vernos en un lugar neutral. Propusiste un bar, de noche. Recuerdo que te pregunté si me estabas tomando el pelo. Vos, como siempre, respondiste que si no quería ir era mi problema. Acepté.

El lugar era un sótano oscuro, lleno de metaleros con olor a porro. Por el ruido de la música apenas escuché lo que me decías. Te noté de buen humor. Tu buen humor no era ni por asomo parecido al mío. Cargabas ese aire cínico que tienen las personas que están tramando algo. Me contaste que habías garchado con otros pibes. Me describías la situación como si narraras el argumento de una película erótica. A esas horas de la noche yo intentaba atragantarme con el alcohol, terminar en pedo e irme de ahí.

Después de relatar tus hazañas sexuales, como si buscaras meter el dedo en la llaga, me comiste la boca. De ahí nos fuimos a tu casa. Era obvio que íbamos a tener sexo. El garche de reconciliación es el mejor porque uno está tan enojado que hace todo con mucha pasión. Me pusiste en cuatro, me tapaste la boca con una mordaza y me diste con toda la fuerza que te quedaba. Hasta parecía que querías lastimarme. Cuando acabamos me abrazaste y nos quedamos un rato mirando el techo. Fue ahí que dijiste que me habías extrañado y que querías hacer el viaje.

Como un eco tardío, te escuché decir que vos no tenías que hacerte cargo de nada. Fue ahí que volví al auto, a la ruta desierta, a las luces lejanas de un camión que nos llevaban varios cuerpos de ventaja. No tengo nada para reprocharme, insististe. Ya no estaba lloviendo.

Es una locura, pero recién en ese momento pensé en que estábamos nadando contra la corriente. Me dolían los brazos de tanto remar. Así y todo, me resistí a la verdad y en un último disparo te dije que te quería. Vos te hiciste el que no habías escuchado. No lo iba a repetir. No tenía sentido.

Era de noche. Desde ese momento no volvía abrir la boca. La luz del camión estaba cerca. Vos hacías ruido golpeando las uñas contra la ventanilla. El canto de los grillos acompañó la melodía. Mi cabeza era un quilombo de ideas que luchaban unas contra otras. Se olía la calma en el aire. Apreté el acelerador y cerré los ojos.

 

Autor: Damián Aguirre

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