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El hombre promedio


Odio profundo hacia cualquier tipo de enajenación de las libertades del ser humano, incluso y más, aquellas que pretenden sutilmente frenar el avance de las pulsiones tendientes a la muerte. Todas aquellas razones como la compasión, la caridad, la lástima y entre otros. A todo ahora mismo, mientras prendo un cigarro y lo revuelvo con un tinto; ahora cuando me resisto dolorosamente a encender la percepción; cuando no pienso ni quiero pensar en nada, mirando al frente sin mirar nada; mientras que en la noche no hay sueños y los sueños son anhelos de mediocridad. Algo básico para sobrevivir: ser un hombre promedio. El promedio de la adicción, de la relajación y la preocupación; del pensamiento. Un pensamiento promedio que se limite a sus facultades del conocer y del saber. Una interpretación promedio que cale perfectamente con el promedio de la verdad. Una verdad aceptada a medias, y donde la otra mitad sea la creencia en las capacidades de un hombre promedio. Una medio verdad que tengo que aguantar mientras respiro y me trago el vómito que me da ver de frente y que mis ojos sean números y letras que salen de la pantalla que más en mi vida odiaré. El hombre promedio está ahí, plantado, mientras el cuerpo se entrega como mucho menos de lo que es, reducido a las condiciones básicas y las necesidades insatisfechas todo el tiempo del cagar y el comer; porque un hombre promedio necesita satisfacerse de lo innecesario, lo banal, lo que para una gran masa de carne y hueso puede significar una pérdida de tiempo. El hombre promedio está alejado de sí mismo, reducido a la función del cuerpo que se subyuga a la función de una máquina y de otra máquina. Tiene, mientras tanto, el derecho de odiar todo lo que le ha sido dado, sobre el mismo derecho de apreciar lo no que tiene. Está ahí también mientras yo escribo, sujeto al sujeto, destinado a desaparecer sin pena ni gloria y por sus propios méritos; creyendo ser alguien para otro alguien que a veces se presenta con cara de jefe, de supervisor, de controlador o de vigilante. El hombre promedio tiene el derecho de odiar todo lo que el mismo hombre —no promedio— ha hecho para esclavizarse a voluntad, donde se pierde y desdibuja lo mismo que se hace por voluntad. Yo mismo, mientras tanto, entregado al odio, al desprecio y al abominable y absurdo silencio pintado de mundo. De esas cosas que tanto desprecio de mí mismo es recorrer a ciegas la incertidumbre, con un reloj que avisa que no debo pensar, que soy parte de un proceso establecido con la misma incertidumbre en que se estableció el establecimiento. Absurdo pensar que la modernidad o postmierda, o lo que sea, haya parido un sistema que anula, desconoce, a quien ha asistido el parto. Olvidando casi por completo que si no pienso nada -si no piensa nada- es igual obligación la de manifestarse, y si no se dice es obligación pensar. El silencio y la soledad de un destino 'en construcción', en donde todo se va haciendo por obra y gracia de la caridad, la providencia, la mentira, el poder, la ambición, y todo lo que nunca debió ser; una soledad y un silencio dentro de un cubículo aséptico, desperdiciados en miserias y lamentos vestidos y pintados de otras eras y de falsedades. Ni siquiera la interacción es cosa necesaria entre todos, como debe serlo para un hombre promedio. Nuestra más entrañable relación diaria inicia con un click y termina con un Enter; si he hecho eso, no es necesario que alguien sepa mi nombre o a dónde fui de vacaciones, solo es importante para alimentar delirios y como algo desconocido que cosquillea todas las mañanas como un "Buenos días".

 

Autor: Andrés Zárate

Sociólogo, escritor, editor y promotor de lectura. Habitante de la localidad de Kennedy en Bogotá, Colombia. Biciusuario y hablador. Editor del libro Concurso de escrituras locales 2017 de Kennedy. Ha publicado varios cuentos en revistas digitales, dos en la revista Ex-Libris de la Universidad Nacional, un cuento con con la editorial independiente Ediciones con tinta ebria, y blog propio en el que se suben escritos de vez en cuando.

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