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Aquella mañana Ireneo Funes volvió a verla. Ella paseaba con su madre por la placita de Agustina; un buen dato a tener en cuenta, tal vez: todavía vivía en el pueblo en el que se habían jugado a la marchanta la infancia, los mejores años, si es que hubo otros después. El tiempo había pasado, seguro, pero él no podía decidir en qué dirección. Tal vez se hubiera detenido cuando cumplió los diez. O tal vez él era otro, volviendo a un lugar en el que nunca había estado. Claro que era él quien estaba ahí, y era él quien no estaba allí. ¿Qué le diría? ¿Qué era apenas un niño que había hecho la carrera de abogado y que ahora actuaba de concejal en la ciudad de Alta Gracia, donde se mudó cuando quiso su viejo? ¿Por qué había vuelto? Había vuelto por ella. Eso le diría. Le diría que quería comparar la distancia entre lo que había aspirado ser cuando niño, cuando creía que sus deseos podrían haber hecho cambiar el mundo, ponerlo de espaldas y darle una buena paliza, con esto que ahora era, un número más, un simple concejal sin mayores escrúpulos a la hora de levantar la mano para autorizar alguna construcción aérea inhabilitada por el código de zonificación urbana. ¿Qué le diría? En verdad no esperaba encontrarla. ¿Le diría que había llegado hasta Villa Agustina solo para verla? No estaba seguro. Se quedó parado, mirándola, temiendo ser descubierto por algún antiguo vecino, o señalado por las viejas que se sientan en los bancos de la plaza. Seguro estarían diciendo que es un sujeto extraño, un perverso, un fugitivo, alguien capaz de hacer cualquier cosa. Pero él amaba a Lucía, por eso había viajado a Agustina en los trenes de la mañana. Tenía que hacerlo, él era bien capaz de hacerlo. Una cadena de sucesos -que se conectaban como figuras que no tienen nada que ver entre sí, verdaderas rimas donde el lado ab comenzaba en un lugar desconocido y ba también se iniciaba o se perdía en cualquier sitio- desde una profundidad totalizadora, contradiciéndose unos con otros, y encaminados hacia el mismo fin, lo había empujado. Nada más que eso. Supo entonces que la plaza de Agustina era todo. Para eso había llegado. Él la amaba, pero sentía un apego enorme por ella, por culpa de ella, algo raro en la misma persona, con la misma persona, y todo a un tiempo. Así que estos sentimientos contrapuestos, le traían esa extraña sensación de lo conocido, y también de una entidad sin cuerpo y a la vez densa como el líquido viscoso que mana de las naranjas que caen de la planta y se pudren en el pasto. Era como la presencia de la ficción y la realidad en el relato de Dios o del mismísimo demonio. Quién sabe. Estuvo allí unos minutos, escondido tras las ramas. Fueron horas, o días. Incluso fueron días los que utilizó para dar vueltas a la plaza, primero hacia la izquierda, después en el sentido opuesto a las agujas del reloj. Como cuando eran niños. Nadie lo reconocía, pero ahora todos lo reconocían. Sabían que era él, el hombre que da vueltas a la plaza. A pesar de que generaba sospechas, ningún vecino sospechaba de él. Nadie sabía qué había hecho, qué hacía -claro, solo dar vueltas a la plaza- o qué iba a hacer. Apenas era un forastero, apenas era alguien que venía a causar un suceso nuevo detrás de los árboles de la plaza de Villa Agustina. Lucía iba todos los días, y aunque parecía un espectro, él podía verla en su transparencia nubosa cada vez que completaba una vuelta, tratando de ocultarse detrás de los naranjos que no dan naranjas. Ella se detenía, tomada de la mano de su madre, siempre en el mismo lugar, y se sentaba en el mismo banco; pero no iba nunca, tal vez tenía miedo de encontrarse con él, el forastero, el conocido de la infancia. Pasaron las horas, el tiempo se detuvo. Era de suponer que en Alta Gracia lo estuvieran esperando, el voto suyo, que casi siempre desempataba, era un bien preciado, el único bien preciado que solía ostentar frente a la mirada odiosa -envidiosa- de los ciudadanos, sus vecinos. Mareado de dar vueltas se anotó en un hotel cercano. Lo conocía bien, nunca lo había visto. En su infancia solían llamarlo el Hotel de los Viejos, porque los primeros dueños habían muerto quemados cuando no pasaban los veinte años. ¿Era una burla? Porque él recuerda que a él no le gustaban las bromas, por ese preciso motivo la maestra lo había echado del aula, y luego la directora de la escuela. A lo mejor por eso sus padres se habían tenido que ir de Agustina. Si apenas tenía diez años, la misma edad que recordaba ahora mismo, cuando se sacaba las medias, las hacía un bollito y las ponía dentro de los zapatos, al costado de la cama, del cuarto, del hotel. Prendió un cigarrillo. Desde los diez años para acá era yo, y desde los diez para allá era yo; sí claro, también era yo. Pero yo y yo no eran el mismo. Solo el hotel de los viejos, la plaza de las naranjas ácidas y Lucía existían en los dos mundos, el mundo de yo, y el mundo de yo. Que lo reclamaran en Alta Gracia no tenía nada que ver. Es demasiado para uno que todo el mundo lo necesite. A lo mejor su esposa lo anduviera buscando, quizás hubiera llamado a los médicos que lo atendían. Pero él estaba bien, por eso había escapado. Por eso el tren, y después el tren. Un medio de transporte anónimo dividido en dos formaciones, como él, que antes era Ireneo Funes y ahora era Ireneo: otra persona; salvo por la acidez de las naranjas, los jóvenes que murieron viejos, la zapla y cíaLu. Así había quedado todo, al revés; por eso él pudo encaminar su vida cuando desembarcaron en Alta Gracia. ¿Pero cómo iba a encaminarla si él había muerto a los diez años? Cuántos silencios hubo después de que murió. Por eso eligió Derecho. Sólo se trataba de repetir de memoria. Y al final, el título. “Dr. Ireneo Funes - Abogado”. Y luego concejal. “Dr. Ireneo Funes - Concejal”. Sólo levantar la mano. ¿Por qué se acordó del pueblo de Agustina? Ah, sí, claro. Le vino a la mente. De hecho, subió al primer tren sin saber donde iba. Tal vez si no hubiera sido por el segundo al que se subió en Buenos Aires, tal vez si no se hubiera bajado en Junín… ahora estaría en otra parte. Así que, en consecuencia, se sintió cansado, el día había sido interminable, no es cosa fácil encontrarse con uno mismo, por más que uno vuelva a Villa Agustina. Entonces apagó el cigarrillo y se durmió un rato. Por la tarde, -él no sabe si es de tarde o de mañana- Ireneo va a la plaza. Espera no encontrar nada, ver a Lucía, no queda otra cosa, y por eso camina los trescientos pasos que lo dejan ahí; y después de caminar esos cien pasos, la ve o la observa nuevamente. Ahí está: ella sí es la misma antes de los diez y ahora. Incluso da vueltas, tomada del brazo de su madre, como si tuviera diez años. Él se esconde detrás de un banco, se agazapa para que nadie lo vea. Ahora él es invisible y nadie en la plaza puede verlo, menos aun Lucía, que seguramente lo está mirando; por eso ella también tiene los ojos perdidos cuando la enfermera del Hogar Psiquiátrico Alta Gracia, la toma del brazo y le dice: vamos Agustina, es hora de tu medicina. Vamos Ireneo, vos también. Entonces Agustina e Ireneo se levantan y se toman de la mano.

 

Autor: Alejandro Segura

Me llamo Alejandro Segura

Soy historiador (UBA) y actualmente curso letras. He publicado textos históricos y literarios en Argentina y algunos países del extranjero.

Tengo muchos cuentos, relatos y novelas que aun no logré publicar.

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