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Eran pobres, putos y feos. Pero se amaban. Eso los ubicaba entre la discriminación y el deslumbramiento. El mundo, aquello que se conoce como tal –un conjunto indefinido de personajes, hechos, locaciones y desaciertos-, no alcanzaba a fisurarles el sentir. Ellos habían catapultado sus almas hasta el peldaño de la indiferencia. Como venidos de otro universo, como armados por una fresca energía, eran dos cabritos que iban de la verdulería al peluquero, llevando sobre sus hombros la fosforescencia del amor. Y cuando la vida chuceaba a alguno se apuntalaban en recíproco, como si fueran sauces, llorones, en ciernes de caída. Ante las desdichas –reales o posibles- se abrazaban, creyendo que la angustia era cosa de otros, que ellos –unidos en zonas sucias, privaciones, alientos mañaneros y porvenir- estaban capacitados para atravesar juntos cualquier tempestad. Ni tres, ni ocho ni cuatro. Solo dos. Dos, contra todos los que rayan. Dos, moviéndose como uno y aguantando como cien. Tracción a sangre, pensamientos a pulmón y el universo como un cristal que debe atravesarse en puntas de pie aunque con ruido de tractor. Respetuosamente obedecieron al degenerado Cupido. Veneraron el encanto sin preguntarse qué sería del nexo con el agotamiento de los meses, si era conveniente avanzar o recalcular clamores y efluvios. Tampoco se fijaron en los roles. Parecía que ser activo o pasivo implicaba una cuestión menor, que no se debía responder si eran varas o agujeros. (En todo caso, cumplían la función que el momento asignaba). El mayor enigma que enfrentaron fue cómo mantener tanta intensidad. Porque ese vigor fue la magia que los unió. Como respuesta decidieron el atrevimiento y sobrevolaron los días dentro de un silencio húmedo. Antes, en el inicio de los tiempos, habían roto las convenciones del lenguaje y cualquier testimonio verbal les resultaba una asociación amorfa. Siempre dispuestos, siempre sonrientes, daban luz a una pareja gay en un barrio sin recursos. Esto, tal vez, los volvía más putos y más feos. Porque la pobreza exacerba todos los males. Y que anduvieran de la mano, recorriendo paisajes marrones y sin espíritu, también los hacía más pobres. Se nota mucho la condición de los desgraciados cuando ejecutan derrapes de clases dominantes. Entendieron rápidamente que si el amor llama las apariencias deben hacerse a un lado. Desde el primer día crepitaron en un fuego rosa, sabiendo que tiempo y espacio les habían trenzado el único edén posible. Y así lo vivieron, con los altibajos propios de hormonas, silogismos y estridencias. De golpe se volvían llamas y, al rato, convertían la sustancia del querer en una extensión de paja y algodón. La relación caminaba entre el éxtasis y la ternura y todo era un mareo, una plácida inverosimilitud. No hubo tiempo para defensas. El amor -vértigo con piel de pollo- los avanzó, los acorraló. Ellos actuaron como pudieron, andando uno de esos caminos que justifican el viaje ya que, después de él, no hay sitio posible a dónde regresar. Una vez que llegaron tan alto no hubo forma de que las bajezas de la cotidianeidad los sobornaran. Unieron las esencias, casi en el mismo momento en que abrocharon los cuerpos. Esas primeras jornadas fueron un esplendor que once años después todavía los emocionaba. Nadie supo por qué se atraían tanto; no tenían hechizos visibles. Eran, como dije, pobres y miserables. Quizás el diablo los atravesó para que sintieran lo que el arte sabe de hace rato: lo feo es sólo feo pero lo horrible puede ser hermoso. El cóctel de adversidades físicas, economía en llamas, ausencia de talentos, lugares comunes y adornos rococó era, sin dudas, más de lo que muchos pueden sostener. Esa acumulación de infortunios, sin embargo, a ellos les calzaba como un saquito tejido a medida. Voy a darles una gracia, que no es la que llevaban de nacimiento. La historia es singular y bien pueden los nombres ser de ficción. Se llamaban Lucas y Emilio. Lucas era oscuro, petiso, cojo, fan de Nino Bravo, amanerado contando desdichas, fletero y fotofóbico. Un carboncito de andar irregular. También era muy gracioso y frecuentemente hacía reír a su novio. Emilio era gordo –nariz de cóndor-, cajero de supermercado, oloroso, aficionado a programas de preguntas y respuestas, de voz gruesa y homosexualidad evidente. Sus compañeros del trabajo lo llamaban condesa; nombrarlo así les resultaba más jocoso que decirle cóndor hembra. El tiempo sucedió, se almacenó. Durante lentos años complementarse fue para ellos una naturalidad, nunca un esfuerzo. Se encastraron así como venían formateados; un rompecabezas exhibiendo un cuadro conmovedor. Si hubiera que ponerle música a los hechos creo que vendría bien un cuarteto de cuerdas, interpretando composiciones de Armando Manzanero. Como imaginarán esta historia sin glamour tuvo una fractura. Y eso es lo que la vuelve literaria. El desgarro que puso el amor a prueba fue preciso, punzante. Un día parecido a otros pero no tanto Emilio comenzó a compartir su trabajo con un nuevo compañero: Martín. El recién llegado era apuesto y haragán. Se reía de costado y estaba claro que sabía de su hermosura. Martín le hacía galanterías a empleadas y clientas y fingía esfuerzo ante los dueños del negocio. Nada hacía presumir que fuera homosexual. Sin embargo, Emilio comenzó a imaginar que el otro, desnudo, lo estampaba contra la caja registradora. Aquí convendría preguntarse si Condesa solo proyectaba sus propias fantasías o si intuía algo que Martín ocultaba. Lo cierto es que en poco tiempo Emilio notó tres veces que el serafín lo miraba con ojos quietos y redondos, la punta de la lengua asomándole entre los labios. Se hacía el distraído en el trabajo, pero en las noches Emilio pensaba que el otro estaba enamorado de él. Entonces, en ausencia de Lucas y con mano regordeta, se masturbaba sobre la colcha -rombos azules, rosas y naranjas- que le había regalado su mamá. En esos mismos días, Emilio descubrió que Lucas era grotesco, que al lado de su nuevo compañero su novio parecía un corto espantapájaros. Esta revelación, obviamente, apagó bríos en la cama y tensó las cuerdas de cada conversación. Emilio se volvió monosilábico y apagado y Lucas empezó a maldecir, con voz de flauta, su propia desgracia. Una noche eterna sobrevolaba la vivienda de los hombrecitos. Se trataba de una oscuridad amenazante, letal, destemplada. En la casa construida con mucho esfuerzo y escaso criterio comenzaron a sentirse portazos y anatemas, un clima embrujado a toda hora. En vano, Lucas le pidió a su novio que le contara qué sucedía. Pero el silencio de Emilio perforaba paredes, recuerdos y diálogos. Para Lucas la dignidad era más trascendente que cualquier bienestar. Un crepúsculo de calor, escuchando una selección de Nino Bravo, armó sus bolsitos, con lágrimas oportunamente contenidas por pañuelos bordados. Cuando los bártulos estuvieron listos, se fue -siempre rengo-, aprovechando que Emilio estaba en el trabajo. Mientras tanto, Condesa -sin sospechar siquiera que ya era un hombre libre- trataba de acercarse a Martín, batallando contra la amable indiferencia del otro. Desconcertado y un poco triste, rumbeó para baño, avisándole al supervisor que relojeara su caja registradora. Sin muchas ganas se puso a mear; con más esmero observó la imagen que le devolvía el espejo. Le costó reconocerse en ese obeso de pasiones inmanejables. Sintió la puerta del baño y supo a través del cristal que había entrado Martín. El galancete se le acercó y le dio un jugoso beso en la nuca. Emilio se estremeció, se dio vuelta y escuchó. -Condesa, me gustás mucho. Te espero esta noche en el bar Lorca. A las once. Acá no quiero hablar. Perturbado, Emilio terminó la jornada laboral. Vislumbraba que, cuando le dijera a Lucas que iba a salir de noche, se armaría una reyerta. Entró en su casa con miedo, como si se metiera en un incendio. Prendió las luces y no vio anomalías, excepto la parcial ausencia de su novio. Después, ya en la pieza, se dio cuenta de que la partida de Lucas había sido completa. No tuvo tiempo para extrañarlo. Mientras se bañaba se pasó varias veces la esponja enjabonada por genitales y culo, en parte para limpiarse y en parte para excitarse. Se puso ropa oscura, que opacaba su obesidad, y tomó el colectivo que lo acercaría al bar. En la puerta de la taberna, apoyado en una columna, estaba Martín, hermoso como un dios griego. El viento movía la cabellera del joven y Emilio sintió que no merecía tanto. La cercanía de Martín era un hachazo en la rutina de su vida. Se miraron y sonrieron. Martín dijo: -Hola, Condesa. Vení. Cruzó la calle y Emilio lo siguió, como si fuese la sombra inflada del otro. Ahí nomás llegaron a destino. Una puerta daba a una escalera y la escalera, a un sótano. El monte Olimpo estaba hacia abajo y allí, la guarida del joven dios. Se metieron. Se besaron. Cogieron. En ese momento Emilio tuvo bien en claro que su rol era el pasivo. Al coito le faltó ternura. Sólo carne contra carne. Después vino la incomodidad del después. Emilio espió la delicadeza del otro –que fumaba con bocanadas distraídas- y se sintió muy feo y desmedidamente idiota. Descubrió que para Martín el sexo promiscuo era habitual y que no sentía nada serio hacia él. Comenzó a vestirse, mientras el joven –lindísimo como una maldición bien dicha- lo miraba con sonrisa torcida -¿Qué pasó? -Me tengo que ir. -Dejá bien cerrado. Emilio ansió la llegada del colectivo como quien anhela una casucha en la lluvia. Ser pobre nunca le molestó tanto. El ómnibus lo recogió y dio vueltas como un trompo borracho; lo escupió en la entrada del barrio. Condesa caminó y pensó en la catástrofe que acababa de ejecutar. Ingresó en la vivienda y entonces sí, tuvo tiempo para extrañar a su amado carboncito. Quiso rebobinar el tiempo. Se dio cuenta de que Lucas y él nunca habían tenido discusiones de relieve y que hasta el día anterior, en once años, ninguno había abandonado la casa. Emilio sintió que la soledad lo violaba. Se puso a llorar, con muecas que parecían las máscaras del teatro. Inútilmente llamó a Lucas. El teléfono devolvió tonos y tonos. Y una soledad agobiante. Miró la hora: 3.37. Había que dormir y madrugar; otra vez el supermercado como un gran depósito de apatía. De golpe, Condesa reparó que en pocas horas se volvería a encontrar con Martín. Y lo recorrió una angustia inhóspita. En el trabajo atravesó una jornada cualquiera, al menos desde la formalidad. Martín lo trató gentilmente aunque sin emociones a la vista. Emilio llegó a pensar que su compañero se había acostado con él por una broma laboral… o por una apuesta. Su ánimo se desintegró en pedazos. Dos lágrimas densas le dividieron la cara en cuatro. La mujer que estaba pagando en su caja registradora lo miró con ternura y silencio. Emilio –pañuelo de papel- se secó las lágrimas y se sonó la nariz, de cóndor y de hembra. Llegó como pudo hasta la hora de cierre. Salió del supermercado y se metió de lleno en la noche. Iba apuradito; escuchó. -¡Condesa, Condesa! Pará un poco… Emilio se detuvo. Aprovechó los segundos que lo separaban de Martín para hacerse fuerte. Se dio vuelta, con determinación y valor. El otro lo miró y sonrió de costado. Se le acercó como una bruma. -Me odiás, ¿no? -No. Pero no sé para qué te acostaste conmigo… hoy no me das ni bola... ¿Hiciste una apuesta o te querías reír de mí? -¿Estás loco? Qué decís… -Ya me parecía raro que vos te fijaras en mí… Todo esto es una pesadilla… -No digas boludeces. Tenía muchas ganas de estar con vos… me diste ternura… me calentaste… yo soy así… siempre hago lo que siento. A veces me acuesto con chicas también. Pero nunca quiero hacerle daño a nadie. Y menos a vos, que sos un gran tipo. -Los ojos de Martín se regaron un poquito y la sonrisa ladeada esta vez lo acercó a la bobería. Condesa notó que la sensibilidad afeaba a su dios griego; lo prefería lejano, indolente. La vulnerabilidad le quitaba poderío. No era el Martín luminoso de las primeras jornadas. Éste era sólo un puto triste. Hermoso y triste, aunque sin encanto. -Ya está. Dejémoslo acá. Solo te pido que en el super no se burlen de mí… -¿Qué decís? Nadie sabe nada. Esto es cosa nuestra. –Martín hablaba pero Emilio quería rajarse de ahí. -Perfecto, entonces. Chau, Martín. –Emilio se dio vuelta, sin remordimientos. -Chau, Condesa. Se separaron sin tocarse. Y caminaron a diferente velocidad. Como a los veinte metros, Condesa giró la cabeza y vio al serafín avanzando recto hacia el destino. Le volvió a parecer un joven apuesto, aunque insípido. No era la desventura con Martín lo que acongojaba a Emilio; extrañaba a Lucas como la puta madre, quería abrazarse con el carboncito que tanto lo hacía reír. Durante algunos días Emilio trató de encontrarse con su mitad oscura. Lo llamó con tenacidad. Pero Lucas, con eficacia, omitió responderle; tampoco le devolvió los llamados. Hasta que una tarde Emilio -vista al frente y andar marcial- fue a buscar a Lucas a la casa de su madre, una vieja con pocos dientes que nunca había aprobado la relación entre él y su hijo. En la vivienda de adobe el timbre no funcionaba, como desde hacía muchos años. Había que golpear y fuerte, porque a veces la vieja estaba en el fondo. Así lo hizo Emilio. ¡Tac Tac Tac! Y esperó. Al rato, de nuevo ¡Tac Tac Tac! La vieja apareció por la ventana. -¿Qué pasa, qué tanto golpe? -Buenas tardes… busco a Lucas… -¡Bah! ¿No vive con vos? ¿Se pelearon? ¿Qué le hiciste? –Emilio pensó que el diablo le arrimaba las novedades de su hijo. -Hasta luego. Algunos días más Emilio lloró y llamó. Y Lucas descartó la idea de responder. Pero un curioso domingo, al mediodía, Condesa sintió el timbre y abrió la puerta con desgano. Como en un sueño alcanzó a verlo. Pero una potente luz lo cegó. Rato después, Emilio se despertó en la cama, bien tapadito, disfrutando un té que le había preparado Lucas. El otro ahora le tomaba la fiebre, para luego exclamar –con preocupado silbido de flautín-: ¡Tenés una fiebre que volás! Emilio asintió en silencio e hizo una mueca que anunciaba que diría algo inquietante. Pero Lucas le tapó la boca con las manos y le dijo: -Si vamos a estar juntos, ninguno preguntará nada sobre estos días. Es la única condición que pongo para quedarme con vos. Otra vez, Emilio asintió en silencio. Y supo en el páncreas que la relación Lucas y él ingresaba en otra etapa y que el amor siempre cobra peaje.

 

Autor: Leonardo Martí

Nació en Mendoza hace muchísimo. Es Locutor Nacional y Licenciado en Comunicación Social pero reniega del periodismo de este tiempo. Desde 1989 hasta 2013 realizó demasiados programas radiales, en numerosas emisoras de AM y FM. Los tópicos de las propuestas fueron la literatura, el jazz, el cine y la crítica de medios.Dirigió revistas y suplementos, ejerciendo la opinión sobre estos mismos temas. Durante años dictó talleres literarios y talleres de radio, en universidades, fundaciones y en la Penitenciaría provincial, de este lado de las rejas. Cubrió varios festivales de cine, tanto nacionales como internacionales. Después, se aburguesó.Es autor de diversas obras (ensayos, cuentos, novelas, guiones televisivos y piezas teatrales) que no le han importado verdaderamente a nadie. En materia editorial, es co-autor de Hablando de la Milka (2005), autor de la colección de cuentos intitulada Descangayados (2016) y autor del libro Capricho En-sayos.

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