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Ordenar para salvarse

Revuelvo todo. Revuelvo Los cajones de madera crujen molestos cuando no encuentro lo que quiero. Maldito desorden. Ingratos papeles que flotan en este mar de cosas.

¿Dónde estará el sobrecito marrón?

Necesito paciencia. Me broto ansiosa por sacar toda la maraña de collares, cintas, cajitas y boberías tiradas y olvidadas en este ropero.

¿En cuánto tiempo puede una persona ordenar un cajón? ¿En cuánto tiempo un cajón puede convertirse en un depósito de inutilidades? Mezclar bijou con boletas, recibos con estampitas, souvenir con muestras de perfumes de Avón.

Hay que ser ordenada, organizada y zen para mantener la prolijidad absoluta en las cajoneras o tomarse todas las mañanas de un sábado para ordenar placares y todo lo que uno deja tirado de lunes a viernes. Será una práctica llamada modo de ser. Esas personas que lo pueden controlar todo y no dejan nada al azar: saben dónde y cómo ubicar lo que sea con solo nombrar el objeto o documento en cuestión.

Vuelvo a la búsqueda del maldito sobre en este desastre de 80 por 80. Creo que estoy empezando a envidiar a los obsesivos del orden.

Mi hermana me dijo que estaba acá, a simple vista y no lo encuentro.

Algunas fotos viejas me detienen y veo a mis abuelos en uno de sus viajes. Están bailando con mis tíos sobre una escena montada, entre montañas y un cactus enorme. Será en Salta o en Jujuy. Los hombres con pantalón traje, zapatos de vestir y sobre las camisas unos ponchitos de coya. Las mujeres con faldas, blusas elegantes y zapatos con taco tipo mocasines y gorritos norteños; esos que tienen solapa en las orejas y tiritas, y los llaman cuzqueños o cuzquitos.

Transmiten alegría, diversión. Están los cuatro con una patita levantada, como si estuvieran bailando un carnavalito. Simulando tocar las quenas. A mi abuela le explota la cara de risa. Se le nota. Aunque la quena sobre la boca le disimula la carcajada tan de pícara que tengo tatuada en la sección ídolos de mi vida. Esta foto me la llevo.

No quiero revisar más, estoy entrando en un túnel inerte, en esta casa paterna, que me tira hacia atrás como una bocanada de viento zonda, lleno de polvo y tierra.

Por fin, entre algunos pañuelos de seda asoma el maldito sobre. No es grande como imaginaba. Está tal cual me dijo mi hermana: con una etiqueta blanca y azul que dice “ Aquí está el Tesoro” en letra cursiva. La letra debe ser de papá y lo abro. Tiene un rollo de papel adentro. Extiendo y encuentro el bendito tesoro: un billete de Lotería de Navidad del año 1985. Maldigo en seis idiomas inventados. Cuatro horas y 25 minutos de mi vida por “esto” que hasta ahora no dio satisfacción a ninguna de las tres generaciones de mi familia.

Guardo en la cartera la foto de mis abuelos. Acomodo los cajones como puedo. Llamo al Ejército de Salvación para que se quede con todo, hasta con el billete. Quizás a ellos les cambie la suerte y se salven de una buena vez. Mayo 2019

 

Autora: Julia Caprara

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