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La última madrugada del Huevo


Tal vez sería mejor dejar de tirarle de las mangas a la madrugada. Dejar de reprocharle a la luna no tirar una buena idea de cómo hacer para que todo no parezca una reverenda mierda.

Pusimos toda la plata, cuando arrancó la noche, en la gorra de lana del Chelo; esa ruinosa réplica diminuta de la bandera de Jamaica. Y nos tiramos en la vereda fría de la esquina. Ahí no sabíamos que todo sería peor que aquella noche en New York City, y que ni siquiera habría ginebra en un bar, ni gente despierta.

Nadie decía nada, pasaban los minutos acercándose al invierno que vino esa noche, como un anticipo en mitad del otoño. Los pies helados, las manos firmes en las pantorrillas, la frente en la rodilla, con zapatillas de lona sin medias, con una remera blanca, un saquito, y el viento haciéndose un festín con tanta carne de pollo. El silencio el rey. Que se cortó recién faltando diez minutos para la medianoche: ¿cuánto hay?, preguntó una voz, que no fue la mía, yo no podía hablar de la amargura. El frío me chupaba las pelotas, tenía un dolor en el ánimo que andaría por los veinte bajo cero, qué mierda podía lastimarme el aire de la noche. Veinte pesos, contestó otra voz. Esa fue la del Beto. El Beto, que murió una semana después, en una salidera fallida. Bueno, sabemos que no alcanza para tomar la que tomábamos con el Huevo. Pero con algo se podrá calentar el pico por esas chirolas. El Huevo se las rebuscaría, y va a entender que tomemos lo que haya. El Chelo dijo, recordó, lo que era que hacíamos esa noche, en esa esquina, con ese clima idéntico al lugar donde ahora estaba acostado el Huevo.

Tal vez sería mejor no acordarse en esta madrugada cómo nos iban las cosas por esos días. Pero llegó el cartón con la oreja cortada y el interior empezó a entrarnos por las bocas agrietadas. Cerca de las tres ya se había acomodado la reverenda cagada de la realidad en el medio de la vereda, pegadita a nuestras piernas estiradas y comidas por el rocío. Otro que se fue, dijo uno. Alguien murmuró el Huevo es un pelotudo. Tenía que esperar a tener para balas, la cosa no está para ir con juguetes. Nadie hizo nada más como en dos horas.

A las cinco menos cuarto un remolino que se vino desde la General Paz tumbó la cajita agujereada, ya vacía. El Chelo se paró temblando, sobrio, bien sobrio, y le dio una patada que la tiró a la mitad de la Díaz Vélez. Un patrullero pasó despacio, mirando nuestra esquina, porque esta vereda podrida y desdentada es nuestra. Aplastó la caja de vino, encandiló la persiana de la repuestera con esas luces violetas de mierda, esas que tantas veces entran en el barrio buscando justificarse el sueldo. Nadie se hizo cargo del ademán anti rati acostumbrado. Esta vez no salió. Es que ya no está el Huevo, pensé yo tiritando.

Las seis clavadas. La luna, que está blanca como el Huevo en donde esta acostado, empieza a subirse al puente que cruza las vías, quizá yéndose para el Apache. Es una forma poética de esquivar lo que se viene, el fin de la madrugada. La primera sin el mejor de todos nosotros. El que siempre juntaba más para poner en la gorra del Chelo, y pasarla un poco mejor.

 

Autor: Gabriel Rodríguez

Nació en Lomas de Zamora en 1974. Estudió historia en el Joaquín V. González y Ciencias de la Comunicación en la UBA. Publicó un poemario y el libro de historias y microcuentos “Buenos Aires, ciudad de Luces y sombras”. Se desempeñó como educador popular y colaboró en diversos medios alternativos. Actualmente cursa la carrera de Edición y coordina el Taller y Espacio Literario de la Casa Cultural y por los Derechos Humanos Luciano Arruga.

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