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La novia de Joshua


Como casi siempre pasa, pasó que no pude enhebrar la historia, de Joshua. Todo, a pesar de mi promesa. Fue justo, estando ahí con él, todavía. Le dije que lo haría. Y que me contara más de lo que le había pasado, al vivir tanto tempo. Y le pregunté si alguna vez, en esos sesenta años, había sentido el amor pasar, o quedarse con él. Y le pregunté si, acaso, había visto alguna vez la vida de la otra gente. O sí solo la de él. Así, como se pregunta casi siempre. De manera artera. Sin ningún miramiento sensato, en solidaridad.

Joshua llegó a ser lo que fue, después de haber venido sin ser. Algo así como que estuvo ahí, en ese sitio, como en un soplo. Como llegando desde nada. Como si antes no hubiese sido ni él, ni otro. Ni nadie más. Comenzó su tejido. El de su vida. Por lo más liviano, que es, casi siempre, no ver al otro, en singular. Ni a los demás. Empezó por lo más común, casi siempre: dejar de lado el enterarse de lo que se vive. Del tiempo y de las acciones. Y de los pasos dados. Y de lo que es cierto y no cierto. En fin que, Joshua, hizo eso, toda su vida. Como quiera que lo que me contó, cuando le pregunté, no fue otra cosa que hablar de lo que hizo cuando, los demás, empezaron a morir a su lado. Nunca lo inquietó la desesperanza de los demás. Por lo mismo, deduzco yo, que él siempre vivió en ella, como soporte.

Y él llegó esmirriado. Ya estaba así, cuando lo vieron. Y cuando yo también lo vi. Una fisura absoluta su cuerpo. Como el “Caballero Demediado” que no describe Umberto Eco, en sus relatos del Medioevo. Como si sus huellas, fueran lo mismo que sus heridas. Físicas. Y, en profundo, con esas hendiduras en su ser abstraído. El ser no visto. Pero que es, en fin, el verdadero ser en cada quien. Y lo vimos y lo vi, llegar a esa casa. Antes del mediodía de ese jueves primero de diciembre. Cuando ya, en la nostalgia colectiva casi perdida, empezaba a dibujarse lo que antes vivimos nosotros. Esa vocería interna, impalpable, convocante a vivir viviendo esperando nacer de nuevo.

No se sí él lo sentía así. O sí, en algún tiempo, lo sintió así. Y con esos ojos lo vieron y lo vi. Ese comienzo de diciembre. Y, Joshua, entró a esa casa. La que iba ser su casa durante los próximos cuarenta años. Y llegó con Venancia Bajonero. Su novia-esposa-eterna-esclava. A la que solo vieron y vi, cuando cruzó la puerta de la 78-44. Y nunca más la vieron, ni la vi. Y cuando, en comienzo de mi indagación para poder contar su historia, le pregunta yo por ella; él me decía que estaba ahí, en lo suyo.

Y, pasando ese diciembre. Y, llegando los otros meses. Desde el primero y único, hasta que empezó a repetirlos. De a cuarenta cada uno; nunca más permitió hablar de Venancia. Aún hoy no sabemos de ella. Pasado tanto tiempo. Habiendo hablado tanto con él, de todo. Menos de ella. Habiendo entendido su desmembración en lo suyo. En lo que ha sido y es su vida. Que no fue ni es otra cosa que repetir los pasos y las palabras. Contándome sus memorias. Que, en preciso, solo ha sido y es una, desmembrada de dos a dos. Como siendo una para algo y otra para otra cosa. O ahora. O mañana. O cualquier día. Y, su memoria partida no incluye la de Venancia. Porque, me dice él, ella nació sin memoria. Simplemente porque ella siempre ha estado en lo suyo. Es decir en ser nadie; por lo mismo que ha estado al lado mío. Y, así debe ser siempre.

Y Joshua salió de esa casa en que le mostré lo poco que había escrito acerca de él. Y se fue. Nunca más lo volvieron a ver. Nunca más lo volví a ver. Y ahora, en este tiempo, solo me acuerdo de él, cuando me acuerdo del cuerpo de Venancia. Allá, en la fosa abierta en el patio de esa casa en donde vivió, en lo suyo, al lado de Joshua.

 

Autor: Luis Parmenio Cano Gomez

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