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En los pezones de la soledad


Hoy por la tarde invité a Camila a caminar por la Rambla y tuve que ir solo. Llega cansada del trabajo en el Residencial y sólo necesita comer y dormir.

Bajé las escaleras del receso próximo a la embajada americana en Montevideo y desde allí comenzó mi romance con los pezones de la soledad.

Es la tercera vez que busco un espacio frente a las rocas que emergen como iceberg a orillas de La Plata. Ya no me preocupa si es río o es mar, el agua es oscura, huele a salitre y le sobrevuelan gaviotas. Pero hoy la marea estaba alta y los chiquilines no pudieron jugar en el corredor. Mi madre me llamó por Imo y Camila le había dicho que andaba en la calle. Le quise mostrar la belleza que me hace salir de la cama y de YouTube y dijo que el Malecón de La Habana es más bonito. No mami, este es mucho más bonito. Pero al de aquí le han hecho unos arreglos lindísimos, respondió envuelta en patriotismo. Y salí inmediatamente de ese campo de batalla porque la Ley de la Unidad y Lucha de Contrarios la escribió Marx imaginando el futuro de una madre y un hijo diametralmente idénticos y dependientes el uno del otro. Y entonces, cómo te sientes? De qué, porque son tantos los dolores! Dijo en aquel tono de para qué preguntas si te fuiste. Bueno, de todos ellos, dije a quien no abrazo desde aquel septiembre en Quito hace 3 años. Estoy mejor, sólo que ya debo operarme la catarata. La marea subió otros centímetros y los pescadores de caña en la orilla se mostraban impacientes con la falta de éxito frente al auditórium que es la Rambla los domingos.

Siempre quise estudiar en La Habana y transpirar su sal, pero mis padres no lo permitieron porque mi hermana regresó a casa sin el título de Medicina y culparon al Malecón de aquella tragedia y todos sabíamos, desde que salió el ómnibus, que la falta de vocación no es reemplazable por la voluntad de las tradiciones. Entonces mi necesidad de mar es la insubordinación tardía a una parental represalia. No obstante, les agradezco la penitencia de estudiar en el valle de Guantánamo. Entre tertulias y museos es imposible aprenderse cada hueso, carne y líquidos que nos atraviesan. Ahora los conozco, me harto de esta brisa polar y escribo. No tengo dinero, pero sé aliviar y escribo.

Hasta en Cuba, que no es la regla de casi nada, hablan de nosotros, pero los orientales somos genuinos, refinados y convencidos. Como el oro viejo que sabe esperar su momento... Y por contingencia estoy en la República Oriental, o sea, el hecho de bañarte diariamente no significa que los ósculos del polvo olvidarán tu cara. Aunque no soy de proclamarme guajiro, porque es una decisión divina, a los que intentan podarme por las ascendencias geográficas, llamándolas de fatalidad, les respondo con preguntas sobre el Nilo, el Lago Victoria, Notre Dame o los Girasoles de Van Goth. Entonces, en el mejor de los casos, Google gana otro cliente desesperado por una foto para no estar tan lejos de otro guajiro que ha desobedecido las leyes del batey.

Antes que el Sol entrase en la bañera del horizonte y el frío justificara mi sweater, rocé el perro de dos enamoradas, subí las escaleras y crucé la Rambla República Argentina. El parque infantil estaba lleno de criaturas que ahora no trepan en los árboles porque tienen unas cuerdas negras para alpinistas con aros metálicos y canales de aluminio, anchas, como para dos o tres y no de cemento y unipersonales como las del parque Zoológico del Guaso adonde nos llevaban y después llevé a mi hija Camila y a mi sobrina Christian, quien ahora lleva a su hija Bethel. Me alegró que esas criaturas tengan posibilidades de ser normales lejos de las tabletas y los móviles y con suerte, mejores que nosotros que nos bañamos en los aguaceros y nos marcaron con las chancletas por mirar con mala cara a la maestra y todavía pedimos permiso para pasar y damos las gracias por cualquier información, aunque sea errada. Lleno de optimismo por mi especie, entré en la calle Minas, la misma que descubrí hace un mes con una Conga que aquí se llama Candombe y espeta el barrio Palermo. San Benito de Palermo fue la inspiración de los esclavos africanos, quienes fundaron el primer día de noviembre de 1773, junto a los franciscanos, la Archicofradía donde nació este golpe de tamboriles que estaban calentando en una fogata de la esquina de Cebollatí. He aprendido que, además de trotar entre tripas y dar esperanzas a las familias fuera del Block Operatorio, hay que tomarse el desempleo como un Año Sabático antes de ser mejor persona y me quedé en la esquina como quien desea pertenecer al barrio y sus sortilegios. No todos son negros, diría que pocos, y muchos menos esclavos, a no ser de sus pasiones, como lo soy también de las mías. Conversan, los hombres aquí se saludan con un beso en la cara, van acompañados de sus hembras y de sus amigos y de una botella y cigarros y cuando arrancó el torrente sonoro del bajo, el tenor y el alto de los barriles obesos, seguí por la acera izquierda Minas arriba, siempre preñando el iPhone de imágenes. Esta vez vi la coreografía. No son las mujeres más bellas de Montevideo, son las gemas del barrio que comienzo a ver como un descendiente y no como el turista de la primera vez. Mi abuela Elena le dio una “pela” a mi madre cuando era niña por irse detrás de una conga y le sirvió para seguir haciéndolo todas las veces que siente los tambores en el caluroso San Joaquín guantanamero. Mi padre se casó con esa mujer y tienen un hijo, que después de 51 años es menos raro y se atreve a mover los pies en la multitud sin prejuicios ni complejos de cimarrón universitario. Me perseguían todas estas coincidencias un domingo hasta la orilla de la Plata. Recordé al esposo de mi exalumna Giselle, quien nos dijo cuando llegamos a la capital de los orientales: ¡Esto acá es La Habana del futuro! No he regresado al apartamento que alquilan en la calle Gaboto para preguntarle la fecha del futuro. Y la respuesta en español o en el euskera de nuestros vascos comunes no sería lo más importante si tenemos Google traductor, lo esencial es la reserva para los contenedores que llevarán nuestras ausencias vividas hasta los pies de la vejez exiliada.

Montevideo, 2018.

 

Autor: Abelardo Urgelles Orue

Cirujano de profesión. Miembro de la APLA de Brasil. Publicaciones en Brasil y Argentina (Revista Extrañas Noches)

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