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Desfile de muertos


Sentía José Jesús que los muros de los túneles de la estación Balderas iban a emparedarlo; con su mochila en la espalda, aceleraba el paso para cambiar de andén y enrumbar con dirección a “Observatorio”. La multitud de personas dejaba escapar un vaho de fatiga y, en eso, los acordes de una guitarra le hicieron levantar la cabeza y esgrimir una sonrisa.

—Hola, Rockdrigo —dijo y dejó unas monedas en el sombrero recostado en el piso.

«Cuando yo era niño, tú ya estabas aquí », pensó.

-Gracias, carnal.

«Hace cuatro años que a mi novia perdí…» La canción se perdía entre los rumores de los pasos de los caminantes de Balderas. Un haz de luz roja separaba el pasillo en dos vías, una para mujeres y niños y la otra, en sentido contrario, para varones. José Jesús miró su reloj y concluyó que llegaría a tiempo a la cita con su novia (Rocío) que lo esperaba en la localidad de Cuajimalpa, a unos once kilómetros de la estación Observatorio, para ultimar los detalles de las indumentarias que usarían, al día siguiente, en el desfile de El día de muertos, un homenaje a los muertos que desde hacía veintidós años se llevaba a cabo en el centro de la Ciudad de México. Se conocieron en Cuajimalpa, en un festival de cetrería y exposición de aves de presa. Rocío obtuvo un premio con un hermoso búho blanco que lo criaba en su casa.

«Sáquese de aquí, señor operador…», continuaba la canción en los chasquidos de José Jesús, no obstante que ya no era visible el trovador. «Gracias a tu presencia, Rockdrigo —susurró—, la muchedumbre no me va a aplastar».

—¡Jotajota, eres un hijo de la chingada! —escuchó de pronto un bramido que según él podría despertar a los caminantes de Balderas.

Era una voz femenina. «!Jotajota, eres un hijo de la chingada!», retumbó en su mente. Tenía que ser de alguien que conocía, una amiga. Trató de encontrar miradas de desconcierto, pero la callada avalancha humana continuaba en movimiento.

Pese al grito destemplado, creyó reconocer a la responsable del escándalo. «No, no puede ser —pensó—, ella está muerta». Y las luces de la estación parpadearon cuando sintió que el acero frío de un puñal le penetró en el pecho; trató en vano de detener con sus manos la sangre que abandonaba su cuerpo. Y la agresora, que tenía el aspecto de un ave rapaz, con sus garras, trataba de arrancarle la mochila. Pero no lo consiguió. «Embarrado estoy en el piso del andén, en la puerta del convoy, embarrado mi corazón…, embarrado estoy…».

Agobiada lloraba la sirena de la ambulancia para despejar los vehículos de la avenida Cuauhtémoc; agobiada porque era urgente llegar a un centro médico para los primeros auxilios. Lloraba la sirena con la borrasca.

En el quirófano, después de que trataron sin éxito de sacarle la mochila, el médico de emergencia, Lucas Mejía, mirando el monitor, manipulaba los delicados instrumentos quirúrgicos y medicamentos para disolver el coágulo de sangre que, incrustado en una arteria coronaria, obstruía el normal flujo sanguíneo.

—Lo siento mucho —dijo el médico, quitándose los guantes de látex—. Nos tocó un trombo de piedra.

E instruyó que el parte médico señalara que la causa de la muerte era una trombosis coronaria.

—Está diluviando —comentó la enfermera sin que le prestaran atención—. El paciente decía que le habían apuñalado. Estaba delirando, el pobre.

Antes de salir del quirófano, el médico quiso averiguar por qué no pudieron quitarle la mochila al paciente. Y él, sin ninguna dificultad, extrajo la mochila y la abrió.

—¿Qué es esto? —dijo—. Esto parece una mortaja. Si es una mortaja con restos humanos, huesos humanos, una calavera. Me lleva… ¡Una catrina! ¡Una catrina real y completa! —¡Ajá! Veo que abriste la mochila —dijo la catrina. Lucía un sombrero de charro bordeado con flores azules, un vestido fucsia y un collar de garbanzos que bajaba hasta la cintura—. Di sin temor alguno si no soy hermosa… Mi lindo sombrero italiano verdoso en reflejarse en mis ojos no vacila.

«Pero si no tiene ojos», pensó el doctor.

—Te asustas —continuó la catrina— porque eres nada. Perteneces a la vida efímera; te acabas eternamente como una gota de manantial. Ocultas tus huesos con pompas fugaces, tus miedos con desafíos osados. Imitas burdamente a la muerte. ¡Ah!, pero si no te veo en la marcha, te prometo que de un soplo te retornaré al lugar de todos.

«Vaya con la calaca —se dijo el médico—. No entiendo por qué me amenaza si yo no hice nada malo. Hice todo lo posible para salvar al muchacho, es mi trabajo; pero el paro cardíaco fue fulminante».

—Esqueletos de verdad —comentó la enfermera— desfilarán por Reforma y el Zócalo en El día de muertos. Calaveritas de azúcar y disfrazados de muertos, muy poco.

El primero de noviembre, después de que escampara, los muertos marchaban por el Paseo de la Reforma con rutilantes sonrisas que saludaban el advenimiento del día de los muertos, con mariachis que hacían bailar a las osamentas.

Lucas Mejía, en El Ángel de la Independencia, se hallaba entre el gentío que observaba el desfile; con su móvil filmaba lo más sobresaliente, aunque en realidad buscaba ser visto por la catrina, que el día anterior le había hecho una advertencia que lo desconcertó. «En algún momento tiene que pasar por aquí».

Sintió que alguien le saludaba. Era ella, con su vestido fucsia y su sombrero de flores azules y plumas blancas de búho que no ocultaba su cabellera rubia de flores de cempasúchil. «Está hermosa, divina», pensó, sin evitar que se le saliera una sonrisa. Y se percató de que ella iba del brazo de un acompañante quien, con la cara blanca y enjuta, vestido con frac oscuro; camisa, puños y guantes blancos; sombrero de charro negro con bordados dorados, emitía gemidos de espanto.

—¿Y ese petimetre? —se preguntó Lucas— ¡Carajo! Pero si es el chavo del paro cardíaco. Y la catrina siguiendo la procesión se despidió de Lucas meneando la mano. —Adiós, Rocío —dijo Lucas.

«Y ¿de cómo sé su nombre?», se sorprendió Lucas.

 

Autor: José Luis Pérez Ramírez

La obra ha sido publicada en la revista digital mexicana La sirena varada, No 14.

El autor nació en la ciudad de La Paz, Bolivia en 1954. Algunos de sus cuentos han sido difundidos en Argentina, México, España, Colombia, Estados Unidos y Costa Rica.

Página de enlace del autor en Amazon: amazon.com/author/joseluisperezra Correo electrónico: joseluisperezra@hotmail.com

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