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Miró al otro con deseos de borrarlo, extinguirlo de la silla, deseando hasta quitar la sombra de las paredes celestes del bar. Anhelaba su soledad, estar solo para poder ver los árboles, que no estaban ahí, pero que con cerrar los ojos ya aparecían altos, reflejados en las montañas, transmitiendo su brisa según la temperatura del río; tan sólo debía pronunciar la palabra pueblo para tener al pueblo en su memoria, cosa que era desagradable e inevitable a la vez. Sin embargo, las proyecciones no hacían más que alejarlo: estaba en una ciudad de techos bajos y era imposible ver el bosque de pinos, estaba en el bar La Galería y no en el bar del pueblo. Una ciudad en la que un simple soplo bastaría para hacerlo desaparecer.

—Necesito campo—dijo Stefano con determinación, bebiendo serenamente su cerveza, como alguien que está disfrutando. —Vos no sabés lo que es—replicó Joaquín pensando en el pueblo, en el campo seco por el invierno—. Es una herida abierta.

Stefano soltó una risa que Joaquín no alcanzó a entender. Prendió un Le Mans y bebió un sorbo de gaseosa, despreciando el rostro blanco que tenía en frente. <<Este no tiene idea lo que es, se piensa que el pueblo son mariposas de colores y paisajes bonitos. No sabe la degradación que hay de fondo, la gente que asfixia la atmósfera, la luz apagada del sol>> pensó negando con la cabeza, sintiendo que su vida era el pueblo aunque ya no fuera más que una sombra bajo los sauces.

—No, de verdad—volvió a la carga entonado por la cerveza—Necesito esa tranquilidad de viento fresco, de paisaje en cada esquina, ese ritmo pausado. Acá es un infierno, me parece imposible trabajar en paz. —Estás hablando macanas—dijo Joaquín sacudiendo la ceniza del cigarrillo-, mi mamá vive ahí y no es ningún ritmo pausado. Los paisajes no te sirven de nada cuando el ambiente es un cuadrado que se va achicando. De pronto todos están ahí, viendo quien sobrevive.

Stefano rió nuevamente, Joaquín miró los labios pequeños, el pelo castaño, actitudes de alguien que no sabe. Él no sabía de Stefano más que su nombre, también que su padre era un abogado importante de Puerto Heredia, que cursaban una materia juntos, insuficiente para estar sentados en un bar. <<Necesita campo, no sabe lo que dice. Yo crecí en el pueblo, voy a morir en el pueblo, aunque no piense regresar, voy a morir en el pueblo.

—Cuando me reciba de profesor voy a trabajar ahí—dijo Stefano con la boca llena de maní—, voy a cambiarme de domicilio al pueblo Los Pinos. Las montañas de frente justifican todo mi cambio. —Me tenés podrido—prendió otro pucho—. Yo crecí en el pueblo, tengo historias que nadie leyó, nadie sabe que vivir en el pueblo Los Pinos es como tener atada una soga en el cuello. Vos no sabés lo que es el silbido de los pájaros al atardecer, los perros ladrando de noche, el frío, la sensación de estar perdido. —Tampoco exageres.

Notó la molestia de Stefano ante su comentario. Supo que era de los que estaban acostumbrados a ser aplaudidos cada vez que hacían un comentario audaz, de esos que entienden al reconocimiento como la única manera de triunfar, aquellos que no entienden que un mundo interior vale más que un mundo exterior. <<Y espera que yo le diga que está muy buena su idea sobre el pueblo, pero no puedo hacerlo. Yo no voy a aceptar que nadie se suicide yendo a vivir a un lugar lleno de azufre, donde la paranoia es el más común de los sentimientos. Yo no voy a ser cómplice de un mundo donde todos comentan y juzgan, y lo peor es que esos comentarios y prejuicios tienen el poder de lograr cosas>> pensó arrepentido de haber aceptado la compañía de Stefano. Salieron de la facultad y el otro lo siguió sorprendido de conocer a un tipo que vivió en un pueblo y decidió venirse a esta ciudad, donde una simple sombra basta para tapar el sol.

—Tengo planificado recibirme en dos años—dijo acomodando la espalda, bebiendo la cerveza para que su comentario tuviera efecto—. Después hago el cambio de domicilio y chau, me voy a la mierda. Me encanta la idea de entrar leña a la tarde, prender la estufa, ver una película por las noches. —Harto, harto como pocos—resopló Villagra—. Mi mamá hace todo eso y tengo la certeza de que no es feliz, de que el pueblo la ha succionado como un embudo, tarde o temprano sos un fantasma vagando con tu rutina y tus montañas. El atardecer es polvo en los ojos. —Lo que pasa es que tenés una mala idea del pueblo—dijo Stefano—, por eso me tirás mierda. Pero yo lo veo como un lugar agradable para vivir. —No, o sí, pero es una impresión generalizada—levantó un dedo y lo movió-. Quiero decir que no soy el único que lo piensa, además pasaron cosas muy terroríficas que confirma mi teoría, cosas que no tienen explicación lógica, el pueblo parece ser un hervidero de psicópatas. —Como en todas partes—levantó las cejas en señal de que era bastante obvio—. Pero también debe haber gente buena, que se preocupa por las demás personas. —Yo he visto hasta cadáveres—dijo Joaquín—. He hecho cosas de las que no me enorgullezco, incluso he abandonado las esperanzas de vivir tranquilamente en otro lugar. Y todo porque estaba bajo el influjo del pueblo, todavía sigo estando bajo el influjo del pueblo, siempre voy a estar bajo el embrujo del pueblo. Lo recuerdo siempre aunque no quiera recordarlo, basta ver un poco de agua para pensar en el río y mi fuga de una casa borrosa, basta ver un jardín para recordar a un vecino indeseado y el cadáver de ese vecino.

Joaquín pidió una botella de Coca Cola, la última antes de abandonar el bar La Galería y regresar a la soledad de su casa, donde seguramente pensaría en la casa de madera pintada de blanco, con las montañas de frente, los sauces rodeándola, las sombras cayendo sobre los cimientos. <<Mi mamá está abandonada en el pueblo, ella no piensa renunciar a su destino, sabe que la va a pasar mal>>.

—De todas formas—dijo Stefano intentando mantener la calma, reprimiendo los movimientos que en su interior deseaba soltar, acostumbrado a otros comentarios—voy a vivir en el pueblo Los Pinos. —Tengo un amigo en el pueblo—dijo Joaquín mirando el techo—que se llama Gabriel Matos, él sabe mucho sobre el pueblo y cada tanto me llama para contarme alguna novedad. Te voy a relatar la última: dice que la mujer de Leonardo López murió de cáncer hará unos tres meses, que todos en el pueblo fueron al velorio a ofrecerle sus condolencias y que muy pocos pudieron ver la sombra de sus ojos, lo que se avecinaba en su voz cada vez que daba las gracias por un pésame. Nadie imaginó que aquel hombre, dueño de un negocio bastante rentable, iba a hacer lo que hizo. Pero, me dijo Matos, que para hacer lo que él hizo se necesita un conocimiento muy detallado de lo que es el pueblo Los Pinos: sus costumbres, sus gentes, su infraestructura, el valor de saberse amparado por la virgen de la copa y el bosque que le da nombre al pueblo. Porque, según el flaco Matos, para comenzar a engatusar a las mujeres de otros hombres primero se necesita saber que ese matrimonio estaba en problemas. Y la única manera de saberlo, me comentó Matos, es un estudio detallado de los hombres que iban a comprar al negocio del viudo Gómez: la manera de hablar, de moverse, comentarios mínimos, la frecuencia con la que van a comprar, cosas que para cualquier otro pueden pasar desapercibidas, pero no para alguien que conoce el pueblo y sabe como sobrepasar sus límites. De manera que él lo supo, y todavía resentido por la muerte de su esposa, con el juicio nublado diría Matos, engatusaba a las mujeres de los matrimonios que con absoluta certeza adivinaba que estaban mal, y las mataba dejando sus restos en diversos lugares de los montes con el objetivo de dejar viudos a otros hombres. Fueron cuatro las desgraciadas, la policía no tenía idea que quién podría haber cometido los crímenes hasta que Matos hizo las conexiones mentales necesarias para descubrir la identidad del asesino. Ahí tenés otro caso, un tipo como Gabriel Matos. Hay que conocer el pueblo, sus gentes, para identificar a la oveja negra con pelaje blanco. Descubrió que cuatro de los nuevos viudos iban a comprar al negocio de Gómez, lo sabía sin indagar, lo sabía porque conoce.

Stefano no se mostró impresionado por la historia del viudo Gómez, incluso hasta pareció no escucharla.

—No sé qué tiene que ver… eh, ¿Qué hacés? —Me voy—dijo Joaquín pagando su consumición al mozo—, me cansé, estoy podrido. —Pero… —Nos vemos, Stefano.

Salió apurado del bar para que el otro no tuviera oportunidad de detenerlo. Se internó en la noche de agosto, despejada y con su brisa fresca característica. Supo que estaba mal, que desde que Matos le contó la historia del viudo Gómez los recuerdos volvían con demasiada intensidad, le era imposible no recordar su letargo frente al televisor viendo partidos intrascendentes de fútbol, esperando a que su madre viniera de la escuela para encontrarla cada vez más vieja y cansada, cada vez más al ritmo del pueblo Los Pinos. Bajó por calle Damontes Esquivel hasta avenida Del Valle, sintiéndose un títere de la luna, observando las sombras que el alumbrado público formaba, que llenaban las calles vacías como multitudes mutiladas. <<Lejos de creer que estoy a salvo, lejos de pensar siquiera que estoy a kilómetros de distancia. Hay algo que se llama memoria y no hay kilómetros que puedan detenerla>> pensó y encendió un cigarrillo, rogando que al día siguiente hubiera sol para cebar mate en el patio y recordar en la luz un mundo lleno de sombras, porque el lugar donde vivió es un submundo habitado por personas marginales, mezquinas, envenenados por un aire que no es el aire que por lo general se respira, una atmósfera que no tiene explicación lógica. <<Formé un pueblo en mi mente, lo llevo a todas partes, camina conmigo ahora mismo, me basta cerrar los ojos para ver el bosque de pinos>> cerró los ojos y pudo ver claramente la frondosidad de los pinos, ese desierto ensombrecido en el que muy pocos entran, él lo podía ver como si estuviera ahí.

—Qué mierda—gritó cuando abrió los ojos.

Stefano lo sorprendió en una esquina.

—Me dejaste plantado en el bar—dijo molesto—. Además de tirarme porquería sobre mis sueños todo el tiempo. —Dije lo que pensaba—dijo Joaquín frunciendo el ceño, sin entender cómo es que estaba en la esquina, justo en la esquina donde debía doblar para llegar a su casa—. De todas formas hace lo que te plazca.

Quiso avanzar, pero el otro lo detuvo con una palma.

—A veces las palabras cuestan caro—dijo Stefano irguiéndose, mostrando su posición de sombra y gloria—. Y vos gastaste bastante. —Dejá de joder—trató de que su voz sonara autoritaria, en realidad salió una expresión de miedo—. Me tengo que ir.

Stefano lo empujó como si quisiera pelear, Joaquín cayó y se levantó inmediatamente. Lo miró fijo, pensó que así debían ser los ojos del viudo Gómez.

—Nadie se va a ninguna parte—dijo Stefano—. Hay que arreglar cuentas. Sin saber por qué, acostumbrado a sus reacciones sumisas, sin saber por qué golpeó a Stefano en el rostro: un puñetazo certero en la mejilla izquierda, apenas cayó lo remató con una patada en el estómago. Luego corrió las dos cuadras que lo separaban de su casa, abrió la puerta, la cerró con llave y pasador, encendió las luces y desesperado fue a recostarse sobre la cama. “Hay que ajustar cuentas” le dijo Stefano e inmediatamente pensó que la situación que vivió es algo que podría haberle ocurrido en el pueblo Los Pinos, que la actitud de Stefano era digna de un hombre asfixiado, que la noche era larga y faltaba bastante para el amanecer. Temeroso se levantó y fue a la cocina-comedor, puso a calentar agua en la pava sin saber lo que podía suceder, pensando cada vez más y más en el pueblo, en los árboles reflejados en las montañas.

 

Autor: Federico Gabriel Espinosa Moreno

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