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Ese día, a eso de las cinco de la tarde, hora en que los residentes de la calle Arcadia despertaban de su siesta habitual, se sintieron fuertes gritos, acompañados del mugir de varios animales, los que momentos antes habían saltado por sobre la baranda del camión que los transportaba al matadero, y que ahora, desesperados, con ojos desorbitados, huían en loca carrera por la calle en dirección al barrio Franklin. Las personas que ante los gritos, asustadas, salieron a la calle a mirar, debieron entrar rápidamente a sus viviendas, pues las reses bovinas, que eran alrededor de unas quince, y que corrían ciegamente detrás del líder - un toro ya viejo, pero que se apreciaba de unos quinientos kilos y de una fuerza descomunal -, resbalaban en el pavimento y sus cuerpos se iban hacía las viviendas enganchando en sus astas todo lo que se interpusiera en su camino. Los hombres del camión, al parecer acostumbrados a estos avatares, corrían detrás de los vacunos portando picanas las que clavaban a los animales que se quedaban rezagados haciéndolos caer, para de inmediato, inmovilizarlos amarrándoles las patas con gruesas cuerdas. Entre tanto, el mugir de las reses sonaba gutural y cualquiera diría que éstas presentían cuál sería su destino. Uno de los habitantes del lugar, aseguraba que la huida había sido provocada por las campanadas del matadero municipal, que indicaban el inicio de las faenas. Después de mucho rato, los animales detuvieron su carrera, pues entraron a un callejón sin salida. Ya no tenían donde más correr, lo que facilitó su captura. Esta vez, los vacunos no fueron subidos al camión. Los hombres decidieron que era mejor amarrarlas unas a otras, con fuertes sogas a través de sus cuernos, y arrearlas a paso lento por la calle principal, rumbo a los corrales. En cuanto enfilaron al matadero, los animales se intranquilizaron, al parecer debido al olor de la sangre de las reses que no alcanzaron a huir del camión, y que fueron inmediatamente traídas a la faena. Sus grandes ojos miraban a todos lados como buscando ayuda, y cuando fueron entradas a los corrales, solo vieron a los hombres que entre gritos y risotadas las iban punzando, para luego con una rapidez asombrosa, en los instantes en que se desplomaban al piso, y sin que cesara el mugido desgarrador, enterrarles un gran cuchillo en busca de su corazón, lo que provocaba que la sangre se escurriera a torrentes del cuerpo del animal salpicando las vestiduras de los matarifes, mientras, uno de estos atrevidos hombres iba tirando abundante agua al piso, tratando de limpiar los adoquines, testigos perennes de tantos mugidos silenciados. Al terminar de faenar, los matarifes volvieron a su hogar.

 

Autor: Miguel Enrique González Troncoso

Orientador familiar y mediador, Santiago, Chile 1954 - Ha participado en el taller Literario La Barraca, y publicado 4 libros: Relatos y Cuentos Breves año 2013; Helga de Berlín y otros relatos año 2014; Cuentos y Relatos año 2015 y El Viaje año 2017. Algunos de sus cuentos han sido publicados en la página Letras de Chile, en la Revista Alerce y en la Revista Digital Extrañas Noches, durante el año 2017 fueron publicados en el Semanario Sueco de habla hispana “Liberación”; ese mismo año algunos de sus cuentos fueron incluidos en la Antología Poetas y Narradores contemporáneos 2017, de la Editorial de Los 4 Vientos, Argentina. Ha participado en varios eventos literarios obteniendo variados reconocimientos. Algunas reseñas y cuentos se pueden leer en Google

Correo electrónico: megonzalez54@gmail.com

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