Mariana
—¿Cómo me veo? —preguntó Walter Logan a su mujer.
Lucía un traje nuevo de color negro, camisa violeta al igual que la corbata. Un anuncio de empleo en el periódico, que lo leyó por casualidad en un momento libre, llamó su atención. El sueldo era similar o quizás un tanto inferior al actual, pero presintió que estaría más a gusto en ese nuevo empleo. Estaba yendo a trabajar a una funeraria como administrador.
Después de unos meses, Walter Logan empezó a advertir ciertas emociones extrañas, sentía un ambiente familiar y sosegado cuando en el salón velatorio velaban una mujer. Luego experimentó erecciones y deseos de ver y tocar la cara del cadáver. Hasta que tuvo el primer contacto. El vidrio del ataúd dejaba ver una cara serena, con las mejillas rosadas y espesas cejas negras. A las once de la noche salieron del velatorio los últimos dolientes, Logan apagó las luces y cerró las puertas quedándose él en el interior. Su corazón latía con fuerza, estaba emocionado. Destapó el ataúd y con la linterna de su celular observó la cara de la difunta. «¡Por Dios, es deslumbrante!», pensó. La puso en el piso y se echó sobre ella; el olor a glicerina y carne muerta le provocó leves trepidaciones y sintió que se desvanecía, que de su cuerpo salía su energía, sus huesos, sus fobias. Fue un momento sublime para él, y en el clímax mordió un seno arrancándole un pedazo de carne. Quedó extasiado y dormido. Despertó a las tres de la mañana, puso todo en orden y, después de darse un baño caliente, se fue a su casa. «Qué locura —pensó cuando ingresaba a su domicilio—, no lo vuelvo a hacer. Es la insensatez del mismo diablo». Volvió a ducharse y arrojó su ropa interior y camisa violeta al basurero.
En los días posteriores de esa aventura, Walter Logan se puso más cariñoso con Beatriz, su mujer. La encontró mucho más sensual, y le hacía el amor espontáneamente, no siempre en el dormitorio. Llegaba a casa con un ramo de flores. Beatriz correspondía esos gestos con un sexo alocado. Sin embargo, después de unas dos semanas, Walter Logan, en el velatorio, ante una difunta rodeada de flores que llenaban el ambiente con un aroma fresco, volvió a sentir el catalizador que aceleraba su pasión por los cadáveres: el olor a jazmín. Se aproximó al ataúd y vio un rostro centellante que le estremeció todo el cuerpo. Dio unos pasos atrás y consultó su reloj.
Cada quince días Logan tenía recaídas pasionales con los cadáveres, y siempre, después de los encuentros necrófilos, se decía (en la ducha) que estaba cometiendo locuras guiadas por el demonio. «Esta es la última vez», afirmaba. Y las flores para Beatriz siguieron llegando, unos arreglos florales que Walter los preparaba con las más hermosas flores del velatorio. A Beatriz le provocaban mayor fogosidad sexual las flores blancas, en especial las gardenias y las dalias. Era suficiente el abrazo apasionado de Walter para que ella tuviera un orgasmo precoz; se desvanecía mostrando sus ojos blancos, blancos como la nieve, como las gardenias que alfombraban el piso y Walter la sostenía evitando que se desplomara; luego, alzándola la llevaba al dormitorio para que, después de que recuperara el aliento, prosiguieran con la búsqueda de más orgasmos.
Al pie del ataúd, enmarcado estaba el retrato de una difunta: una mujer hermosa por su juventud, por las líneas de su cuerpo y por sus facciones melancólicas. De nombre Mariana, había fallecido dando a luz a una niña. Cuando dieron las once de la noche, las puertas del velatorio permanecían abiertas, el ambiente estaba lleno de flores, luces y personas, y así amaneció. El cortejo fúnebre partió al mediodía y se extendió por varias cuadras hasta llegar al cementerio. Walter Logan se hallaba entre los asistentes. Una inesperada lluvia aceleró la ceremonia religiosa del sepelio, los dolientes con sus paraguas abandonaron rápidamente el lugar, excepto el esposo que, apesadumbrado, permaneció hasta el crepúsculo.
Walter Logan, bajo el resplandor de las nubes que atenuaba la oscuridad de la noche, exhumó a Mariana y la llevó hasta un árbol próximo (un molle viejo), la apoyó suavemente contra el tronco y se puso a conversar con ella. Hablaba con las manos, con movimientos lentos y repetidos; caminaba, daba vueltas, respiraba profundo, maldecía, reía, pateaba el suelo y sonreía mirando los ojos de Mariana.
—De acuerdo. Si no quieres amarme, no me ames. Pero al menos dame la oportunidad de ser tu amigo —dijo Logan y la volvió a enterrar.
La profanación de Mariana se repitió diez días después, en una noche sin una pizca de luna. El viejo molle fue testigo de una discusión acalorada que duró hasta que los gallos la interrumpieron. Walter Logan, sacudiéndose los gusanos que trajinaban por su ropa, devolvió a Mariana a su caja oblonga, desalentado porque una vez más había sido desairado.
—Si no tengo tu consentimiento, no puedo hacerte el amor —le decía Logan cada vez que la sacaba de la tumba, siempre bajo el cobijo del mismo árbol—. No es mi estilo.
En el hogar de Logan las relaciones conyugales se enfriaron y surgieron las noches sin sexo, el insomnio ocupó su lugar. Beatriz, de mal humor, optó por caminar durante el día por las calles de la ciudad. Desilusionado, Logan en la funeraria veía a las difuntas como simples cadáveres, ya no percibía los jazmines.
Un estupor frío invadió a Logan cuando vio en las oficinas de la funeraria al esposo de Mariana. Con abrigo negro y con su hija de dos años.
—Aquí tiene las cenizas de doña Mariana —dijo la secretaria entregándole una urna de cerámica—. Requerimos, por favor, su firma en este documento. El hombre comentó que había tomado la decisión de cremar a su esposa porque ella, desde hacía varios meses, le había pedido insistentemente que la llevara a casa. Y la única forma de hacerlo era reduciéndola a cenizas, que ella misma le había sugerido. En sus sueños, incluso llegó a escucharla de día.
—Respiro aliviado —dijo el esposo de Mariana—, cumplí un mandato. Se viene con nosotros, tal como ella anhelaba.
De inmediato, Walter Logan se dirigió al cementerio y comprobó que efectivamente Mariana ya no estaba en su nicho. Al pie de un promontorio de tierra yacía un ramo de begonias azules. Prendió un cigarrillo y, exasperado, caminó en el mismo lugar; pero poco a poco apaciguó su ira pensando que Mariana había optado por el camino que convenía a todos.
—Qué así sea —dijo resignado, pisando la colilla del cigarrillo.
Esa noche, cuando Logan llegó a su casa, volvió a ver los ojos blancos de Beatriz entre sus brazos. Y, en la funeraria, al día siguiente, apenas entró al recinto del velatorio, advirtió el aroma del jazmín.
Autor: José Luis Pérez Ramírez
Nació en la ciudad de La Paz, Bolivia en 1954. Algunos de sus cuentos han sido difundidos en Argentina, México, España, Colombia, Estados Unidos y Costa Rica.
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Ilustración de Daniel Molina Ruffini