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La península

El liviano cuerpito del pequeño se desplomó desde una barranca achaparrada y poco prominente. Había estado pisando barro, pero sobre todo, un abundante verdín que volvió las suelas de sus alpargatas traicioneramente resbaladizas. Gateando se levantó de entre la tosca y la arena abriéndose paso por unos juncales contiguos a la península. Un horizonte rojizo escoltaba su regreso. Las primeras sombras de la tardecita disolvían su visión haciendo que la pedregosa llanura mutara en un territorio difícil de descifrar y reconocer. Giró su cabecita por todos los ángulos posibles pero no había forma, estaba desorientado. Aunque tenía su pierna raspada y estaba bastante cansado de tanto travesear, el niño contuvo sus lágrimas sin perder la calma. No obstante, tras cruzar el recodo de un charquito atiborrado de macás y algunos teros reales comenzó a preocuparse cada vez más. Le había parecido que conocía bien el lugar, pero no era así, ni siquiera recordaba dónde estaba situado el sendero de piquillinales que había caminado un rato antes, el mismo que lo había conducido hacia la península. Es más, sus diminutas pupilas tampoco reconocían un añejo puente ferroviario, que al igual que una gigantesca obra edilicia del célebre arquitecto siciliano-argentino Francesco Salamone, irrumpía la extensa planicie otorgándole al homogéneo paisaje una brújula. Pues aquella ingeniería férrea repleta de duros durmientes se elevaba monumentalmente por sobre la nítrica tierra sin accidentes geográficos.

De repente el niño sintió sus labios ásperos dándose cuenta que tenía sed, “no importa ya voy a llegar” pensó apurando cada vez más su tranco. Al atravesar una hilera de tamariscos que crecían bordeando un espejo de agua su corazón empezó a latir con mayor ímpetu. "¿Dónde estoy? ¿Dónde estoy? ¿Qué es este lugar?” rumeó temerosamente. Sin saliva en su boca intentó pedir ayuda pero su aguda voz se perdía entre aquellos agrestes bañados en donde sólo conseguía hundir sus pies sobre el piso húmedo y el salitre. Tras un breve lapso comenzó a sentir frío, algo así como un aire fresco acompañado de ecos que lo invadían. Aquel helado y bullicioso coro tintineaba por todas partes. El niño primero creyó que eran carcajadas, aunque pronto aquellas extrañas risas mudaron en roces que con gran velocidad comenzaron a asediar su espalda y su pelo. Aceleró sus pasos, aunque los rozamientos también se incrementaron. Fue justo en dicho instante que el niñito comenzó a correr convencido de que algo se abalanzaba sobre su nuca. Corriendo enérgico, sin rumbo y sin fuerzas para gritar sintió una fuerte punzada en su vientre que lo hizo detenerse. Fue recién ahí que agotado y sin aire en sus pulmones, sus purretes ojitos advirtieron un paisaje raro y temible a la vez que conocido: sobre él planeaba una colosal bandada de flamencos australes. El jovencito sólo podía distinguir sus amarillas iris dado que sus rosados plumajes se confundían con el ancho y extenso ocaso del llano. El viento propagado por los múltiples aleteos cacheteaba el frágil cuerpo del niñito mientras este recobraba su aliento para hallar el camino de regreso de la península.

 

Autor: Matías Bonavitta

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