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Ni Fellini ni Frenco

Hacía apenas una semana que había conocido a Yenisel, cuando me percaté de que era neurótica. Tuvimos una discusión, no sé por qué bobería. Le dije que se fuera de mi casa y plantó diciéndome que no le daba la gana de irse. La quise expulsar violentamente y me di cuenta de que había que matarla. Desistí, no estaba para eso, o quizás le cogí miedo.

Estuvo viviendo un tiempo conmigo hasta que, por su propia cuenta, se fue para seguir su vida de jinetera. Retornaba de vez en cuando. Si le parecía se quedaba, hacíamos el amor –muy bien, por cierto–, volvía a sus andanzas, regresaba… y así. Tenía problemas en todos los lugares donde se alquilaba. Me decía que La Habana estaba llena de gente mala, hijos de putas y descarados.

A veces yo la criticaba por tener tan mal carácter, pero nunca me dio la razón; al contrario, se ponía agresiva cuando le tocaba el tema. Un tiempo después de lo que le pasó con el italiano, tuvo una bronca con un marido ocasional, le dio una puñalada en un muslo y luego hizo el paripé de suicidarse. Se rasgó la piel del brazo izquierdo, simulando cortarse las venas; cuando sanaron los rasguños se hizo un tatuaje para tapar las cicatrices. El tipo no fue al hospital, él mismo se curó la herida. También supe que el infeliz que la trajo a jinetear a La Habana llevaba en el cuerpo varias lesiones provocadas por ella, a pesar de todo estaban enamorados como perros.

Una noche íbamos caminando por la calle 23 hacia La Rampa, y cuando pasábamos frente al parqueo de la cafetería Burgui salió un señor de unos cincuenta años, con porte de extranjero, y la miró con discreción. Ella lo llamó, conversó con él y anotó su teléfono. Luego me lo presentó diciéndole que yo era su padre; el tipo era de Turín y se llamaba Franco Rossi. Caminó con nosotros un par de cuadras y dobló hacia la calle 25, donde estaba hospedado en una casa particular.

Al día siguiente lo trajo a mi casa y le hizo creer que trataba con una muchacha decente. Estuvieron juntos una semana.

Mi supuesto yerno italiano venía a Cuba dos o tres veces al año. No le daba mucho dinero, pero mantenía una relación estable, con la promesa de llevársela a Italia.

Hacíamos comidas “familiares” en mi casa y delante de él nos comportábamos como padre e hija. En una ocasión el italiano me dio las quejas de su histeria: decía que Yenisel era irascible y nerviosa. Se lo atribuí a que se había criado en Oriente, con su madre neurótica, de quien había heredado aquel carácter. Hablé con ella, escéptico y sabiendo que era en vano.

Siempre me contaba detalles de su relación con Franco. Una noche, borracha, le confesó que era bisexual y él lo aprobó con satisfacción. Al día siguiente buscó a Misleydi, una amiguita de su pueblo que también estaba jineteando aquí en La Habana, compartieron sexo con él y entre ellas. Aquello incrementó el atractivo sexual que él sentía por Yenisel.

Cuando volvió en agosto, buscaron a Misleydi y estuvieron de bacanal varios días.

Todo marchaba bien. Le trajo un teléfono móvil, muchos regalos y los papeles para gestionar su viaje a Italia. La llevó a la embajada y a la oficina de Emigración para comenzar los trámites. Ella estaba feliz.

Un sábado por la mañana, después de la orgía de toda la madrugada, llevaron a Misleydi a la casa donde estaba alquilada, en La Habana Vieja. Por la noche no salieron, sino que comieron en la propia casa y se quedaron en la habitación para ver televisión.

Aún no había comenzado La película del sábado por Cubavisión. Pasaron al Canal Educativo, y resultó que iban a poner Amarcord, de Federico Fellini. Hacía muchos años que Franco la había visto y se entusiasmó con volver a disfrutarla. Apenas comenzó la película, Yenisel comprendió que no era de un género que le interesara y se paró del sofá. A cada rato volvía, y con el control remoto cambiaba para Cubavisión, pendiente de “La película del sábado”. Lo hizo varias veces, hasta que por fin empezó el filme. El italiano, al ver que se trataba de una peliculita americana de acción, trató de cambiar para la de Fellini; pero ni modo.

Franco fue al refrigerador, cogió una cerveza y le brindó. Yenisel no quiso. Al poco rato ella se levantó y él aprovechó para ver la película italiana. Al regreso ella le quitó el mando y cambió para otro canal, donde estaban poniendo un documental. Él le suplicó que le dejara ver Amarcord. Entonces ella apagó el televisor y le dijo que no le daba la gana de ver esa película de mierda. Franco trató de ser paciente, fue al aparato y lo encendió, Yenisel lo apagó… Él se molestó, quiso quitarle el control remoto y ella lo lanzó contra el piso. Trató de calmarla; pero la muchacha, furiosa, exclamó que se iba. Fue a recoger los regalos y él se lo impidió.

¡Para qué fue aquello!... Le lanzó todo lo que encontró. Franco trataba de sujetarla, ella le pegaba y le gritaba: «¡Viejo de mierda, me das asco, dame mis cosas, maricón, hijoeputa!». La agarró fuerte para sacarla de la habitación. El escándalo alarmó a los dueños de la casa, que golpearon la puerta. El italiano batallaba, tratando de aguantarla y de abrir, hasta que ellos lo hicieron con su llave.

El dueño se hizo cargo de la situación y le dijo a la esposa que llamara a la policía. Yenisel se calmó y aceptó marcharse, refunfuñando, mientras los propietarios de la casa la acompañaban, todavía tensos, hasta la salida.

Eran como las once de la noche cuando llegó a mi casa. Le pregunté por Franco y me contestó secamente que habían tenido una discusión. Yo estaba viendo Amarcord. Me pidió un sedante y le indiqué dónde los guardaba, se lo tomó y se acostó en el sofá, sin mirar para el televisor hasta que se quedó dormida.

Se levantó temprano y se fue. Después supe que llegó a la casa de hospedaje, que está a cuatro cuadras de la mía y notó la ausencia del carro alquilado por Franco. Tocó el timbre, la mujer se asomó por una ventana y le dijo que el italiano se había marchado, sin decir a dónde. Ella trató de insistir, pero la mujer le contestó que no sabía nada, que por favor no molestara.

Recordó que en el paquete turístico en el que había venido Franco, incluía el hospedaje en el hotel Habana Libre. Fue y preguntó, sin resultado, no existía ninguna habitación rentada allí a nombre del italiano. Salió, cruzó la calle y se sentó en la terraza del restaurante Las Bulerías toda la mañana vigilando la entrada del hotel. Luego llamó por teléfono y le volvieron a decir lo mismo.

Al día siguiente vino a mi casa un muchachito del barrio que, en tono sigiloso, me dijo que un yuma me estaba esperando en la esquina de las calles 21 y E para hablar conmigo, que tenía que ir con él para que le pagara. Franco me estaba esperando dentro del carro, abrió la puerta y me senté a su lado. Por su ventanilla le entregó un dólar al muchacho que se fue saltando de alegría. De inmediato me percaté que el italiano tenía varios arañazos en la cara y mordidas en los brazos. Antes de conversar se abrió la camisa y me mostró lesiones similares en el pecho y la espalda. Me di cuenta de la gravedad del conflicto. Entonces me relató en itañol, ‘mezcla de italiano y español’, lo que había sucedido y la verdad es que aquello no me sorprendió. Traté de mantener mi postura de “padre”, y le hablé de la forma que creí más adecuada en tales circunstancias. Me dijo que lamentaba mucho lo ocurrido, pero que no pensaba volver con ella. Por último, me aconsejó que tratara a mi hija con un siquiatra.

Yenisel me contó su versión de los hechos, como siempre, era ella la “víctima”: aquel infame italiano no le dejó ver “La película del sábado” y de contra, le quitó sus regalos.

Tres días después Yenisel estaba con unas amistades en el Parque Central cuando vio parado en el semáforo de Prado y Neptuno el carro rentado por Franco. Corrió hasta la esquina. Efectivamente, era él, y a su lado viajaba Misleydi. Cuando iba a atacar, se puso la luz verde.

Fue varias veces adonde estaba alquilada la muchacha y no dio con ella. Por último, le dijeron que se había ido para Oriente.

Pasaron tres años, y nunca más volvimos a ver a Franco.

La semana pasada Yenisel se encontró con la madre de Misleydi, quien le comentó que su hija hacía un año y medio vivía en Italia. La vieja había venido a La Habana a arreglar los papeles para viajar, porque Misleydi estaba embarazada y quería estar con ella a la hora del parto. Le preguntó el nombre del esposo de su hija y la señora, que, por supuesto desconocía esta historia, le contestó: «Se llama Franco Rossi y viven en Turín».

 

Autor: Carlos Téllez Rodríguez

Nació en Sibanicú, provincia de Camagüey, el 6 de junio de 1948. Junto a su familia reside en La Habana desde el año 1953. Durante el transcurso de su vida ha sido marinero, artesano, dueño de una paladar (pequeño restaurante). Cursó estudios en la carrera de Filología en la Universidad de La Habana (1972-1976). Dirigió un boletín informativo de una empresa constructora en La Habana, donde además publicaba sus propios trabajos. Carlos Téllez Rodríguez ha participado desde el año 2016 en concursos de varios países, han sido publicados treinta y dos de sus textos, ganador en tres ocasiones, un segundo lugar, tres menciones y dos reconocimientos. Además, ha publicado online, en la Tienda Kindle de Amazon, el libro “Hombre Diablo es mi amigo más genial”, una compilación de relatos sobre su estrecha amistad con el famoso cantautor cubano Silvio Rodríguez.

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