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Maltrato humano


“INDIGNANTE: Así es como entrenan a los osos para el circo.”

Frunce el ceño ante ese mail. No recuerda haberse suscripto a una ONG contra el maltrato animal. Piensa en la milanesa de carne que hoy cenará y le resulta bastante irónico e incluso llega a provocarle cierta culpa. Sin embargo no le dedica mucho más de su tiempo. Lo elimina ignorando el vídeo adjunto que sabe que sólo le hará sentirse más culpable y vuelve su vista al programa basura, una especie de reality show. Se ríe burdamente de las bromas que dos jóvenes le gastan a su compañera de cuarto que tranquilamente podrían pasar como acoso. El sillón cruje con cada carcajada que larga.

En cuanto los créditos aparecen se dirige a la cocina a paso lento y comienza a buscar las cosas para cocinar. Algo rápido y sencillo, no está de humor para cocinar algo demasiado elaborado. Nunca lo está, detesta tener que hacerlo. Pablo solía ocuparse de ello, le encantaba hacerlo. No recuerda haber comido algo que le llevase más de quince minutos de preparación desde que él se largó. Busca entre las alacenas una sartén y encuentra aquella desgastada que debería haber tirado hace años. Cuando Pablo se fue se llevó consigo la mejor sartén que tenían. Se excusó con que él la había pagado pero ella recuerda perfectamente ese día en el Tigre cuando decidieron comprarla y como ella sacó su efectivo de la cartera. En el momento solo quería terminar con las mediaciones y las discusiones, quería que se fuera de una vez y ya. Ahora se arrepiente, esa sartén valía la pena un par de peleas más. Al fin y al cabo fue él quien la engañó y encima terminó consiguiendo salir de esa casa y ese barrio detestable, dejándole a ella lo único que no quería conservar. Y además se quedó con la mejor sartén. Tira la milanesa sobre el aceite caliente sin cuidado mientras bufa. Ojalá hubiese contratado un mejor abogado. No ese inútil que poco y nada le consiguió. Se cruza de brazos escuchando el aceite chasquear hasta que el sonido de su celular la arranca de sus pensamientos negativos. Vuelve a la sala y lo agarra, sin esperanza de que se trate de algún mensaje interesante. Hace mucho que no recibe de aquellos.

Otra vez ese mail. Qué insistentes. No piensa donar ni un peso y menos para una organización de animales. Hay cosas más importantes. Ni los humanos tenemos tantos derechos. Lo elimina por segunda vez y en cuanto tira el celular sobre el sillón vuelve a sonar. Esta vez lo agarra con vehemencia. Siente las cenizas de su último enojo comenzar a encenderse dentro de ella y las palabras de su médica se repiten en su mente, su insistencia en que controlase el estrés y sus ataques de ira si no quería terminar mal. Su humor la está llevando por un mal camino. Ella lo sabe más que nadie. Pablo también lo sabe bien.

Lo deja allí, sin eliminar pensando que así dejará de sonar. Cierra los ojos y hace respiraciones pausadas contando hasta diez como su profesor de yoga le explicó. No logra calmarla en absoluto. No llega hasta treinta cuando el sonido del aceite borboteando y el olor a quemado la hace olvidarse del asunto y correr hacia la cocina olvidando por completo el mail. La milanesa se quemó. Con una mano intenta eliminar el humo que la hace toser y con la otra apaga la hornalla. Es incomible, está toda negra. Busca en el freezer por el resto de milanesas que compró en la carnicería hace unos días pero no encuentra nada más. ¿Se las habrá llevado Pablo también? La imagina a la otra sentada en su mesa, comiendo sus milanesas riendo junto a su marido. Bueno, ex marido. Mira la milanesa y considera comerla así como está pero recuerda las palabras de algún programa de televisión sobre los problemas de salud que traía. Incluso cree que se mencionó que fuera cancerígeno. El último problema que le falta. Estrés, infidelidades, más estrés, ataques de ira, divorcios, el triple de estrés y ahora cáncer. No se arriesga y la tira directamente a la basura. Esta noche parece que no va a cenar.

Entre insultos se dirige a su habitación, ya con el pijama puesto, y se recuesta en la cama abriendo el libro que Pablo olvidó en su mesita de luz. Ahora duerme del otro lado de la cama. Aprovecha las pequeñas victorias, odiaba tener que dormir del lado izquierdo. El libro es bastante aburrido y se replantea cómo él pudo haber desperdiciado tanto tiempo leyendo algo tan insulso. Tal vez era su manera de evitarla sin ser demasiado bruto al respecto. Sin embargo se concentra en la lectura esperando poder terminarlo de una vez por todas. Odia dejar libros por la mitad. Cuando por fin le comienza a encontrar el ritmo a la lectura un sonido proveniente de la sala la distrae. Lo reconoce, es su celular. Ya sabe quién es el destinatario de ese mensaje, nadie más se comunica con ella y menos a esas horas. Suelta el libro en la cama y arranca las sábanas de encima suyo. Corre hasta el living con enojo pisando fuerte y largando insultos en el camino sin importarle en lo absoluto la molestia que puede estar causando en sus vecinos de abajo. Pega un grito en cuanto ve el nombre de esa organización por los derechos de los animales. El impulso de estrellar su celular contra la pared contraria aparece pero logra frenarlo. Abre el mail y va hasta la parte de abajo buscando la cancelación de la suscripción que no recuerda haber llenado. Una vez solucionado respira hondo intentando calmarse. Mañana buscaría un número para quejarse, terrible servicio. Y así es como intentan convencer a alguien. Vuelve a su cama dejando el celular en la mesa. Le saca el sonido para que no vuelva a molestarla. Le quemó la comida y encima le hizo perder la hoja del libro. Su panza suena en ese momento para darle un mayor dramatismo.

Y sin embargo no puede dejar de pensar en ello. Lee la misma oración una y otra vez sin encontrarle un verdadero significado a las palabras. Su mente se quedó pegada a esa pantalla como si fuera una adolescente. Vuelve a hacer ese truquito para la tranquilidad y aunque no lo consigue se enfoca en el libro frente a sus narices. No llega a leer tres palabras que el asunto del mail aparece en su mente de nuevo. Los osos y el circo se manifiestan frente a ella haciendo un show especial, solo para ella. Grita de nuevo, esta vez quejándose de ella misma, de su capacidad para la concentración, de ese mail que no para de perseguirla. Se levanta nuevamente en busca de su celular sabiendo con lo que va a encontrarse. Y dentro suyo, muy dentro suyo, una parte de ella espera encontrarlo. El suceso desencadenante que tanto estaba esperando.

En cuanto enciende la pantalla ahí está. Riéndose de ella. Mirándola con soberbia y cierta lástima. Como todos hacen. Listo. Hasta acá llegó. Que la disculpe su médica y ese instructor de yoga inservible. En un ataque de furia incontenible saca de la alacena el alcohol importado que Pablo se olvidó de llevarse, lo único de calidad que dejó, prende la hornalla de nuevo con la sartén sucia de antes que tanto detesta encima de esta y tira el celular ahí mismo. Lo observa por unos segundos, segundos que podrían ayudarla a prevenir lo que está por hacer, para pensar de nuevo y frenar sus acciones a tiempo. Segundos que podría usar para hacer respiraciones de yoga y que solo le sacan una sonrisa sádica. La sartén comienza a calentarse, el plástico del celular derritiéndose por los bordes, brota un olor desconocido. Tira la botella directamente rompiéndola en el camino.

La explosión se escucha en todo el edificio. Las luces comienzan a encenderse, un par de valientes salen de sus departamentos para intentar averiguar qué ocurrió. Mientras tanto la mujer del piso de abajo lo golpea en el brazo al marido.

- Te dije que teníamos que llamar a la policía.

 

Autora: Zoe Fogo

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