Historia de un lunes
I
Es de todos conocido que los lunes son detestables. A nadie le gustan. Después de dos días de desvelos, desenfreno y ociosidad, al regresar a nuestra rutina nos acompaña la desilusión. Tenemos que reprimir nuestra montaña rusa interna, para adaptarla al carrusel de la sociedad. En esto pensaba Raúl, hombre de cincuenta años, chófer repartidor de una panadería. El cual se encontraba despierto en contra de su voluntad, mediante la ayuda de una coca cola y aspirinas, a las siete quince de la mañana, un lunes de tantos.
Raúl había dormido apenas cuatro horas. Su travesía de fin de semana había iniciado el viernes con unas cervezas en casa de un amigo, el sábado trabajo hasta las dos y, a partir de ahí, su vida se podría resumir en una palabra: desenfreno. El sábado por la noche se fue - como vulgarmente se denomina - de putas. Recuerda como una de ellas, de la cual no podría señalar con seguridad su edad o su nombre, le convidó un papelito. Ella lo puso en su lengua con un beso húmedo y desesperado.
No sabía qué era lo que había ingerido. El efecto le había durado hasta la madrugada del lunes. Sentía sus pupilas dilatadas, sus ojos muy abiertos y los colores brillaban. Se dio cuenta de cómo sus sentidos se intensificaron. Aunque su cuerpo estaba físicamente cansado, a Raúl le era imposible dormir. Cerraba los ojos, pero los colores y los pensamientos continuaban cobrando vida en la oscuridad. Nunca en su vida se había sentido tan despierto.
Cerca de las dos de la mañana había podido conciliar el sueño. La alarma comenzó a sonar a las seis de la mañana, la primera de ellas; la segunda vino a las seis y quince, seis veinte, a las seis veinticinco el hombre resignado se despertó. Él salió de la cama, se puso los pantalones más próximos que encontró, un poco de desodorante, una camiseta, encontró las llaves y salió de casa.
La rutina era sencilla. Decir buenos días, sonreír a todo aquel que lo mire, no quedarse viendo a nadie fijamente y evitar hacer ridiculeces que delaten su estado. Raúl iba manejando la camioneta, llena de pan dulce, rumbo a una de las sucursales. Eran las siete veinticinco de la mañana.
A las siete veintisiete, Raúl recapitula el fin de semana en su cabeza. Eso es vida. Siempre envidió a los sujetos que salían de fiesta, invitaban la peda, llegaban acompañados de mujeres guapas, con la bocina retumbando de su camioneta. Sus fines de semana eran iguales uno tras otro: alcohol, amigos, mujeres y drogas ocasionales. Raúl no se consideraba un drogadicto, en su opinión él podía dejar el vicio cuando quisiera. Este era un lunes como cualquier otro.
Raúl se había salvado del molesto matrimonio y de tener que criar hijos. Dos ex novias decían que sus hijos eran de él, pero a él no le constaba nada. Sus padres bien podían vivir de lo que sus hermanas les daban. No lo necesitaban y a él el dinero no le sobraba. El truco de su independencia consistía en no atrasarse mucho con la renta, pagar siempre a la señora de la fonda que le fía durante la semana, e ignorar estoicamente todos los avisos de pagos atrasados del banco. Para Raúl, él vivía la buena vida: diversión, rebeldía y placer.
El reloj marca las siete veintinueve, Raúl está a dos cuadras de llegar al cruce del bulevar. Lo bueno de su ruta es que el camino está casi desierto, uno que otro coche, uno que otro peatón, una señora madrugadora barriendo la banqueta y un pepenador.
El reloj marca las siete treinta y dos cuando Raúl pestañea. Ha detenido la camioneta al final de la calle, antes de iniciar el bulevar. Experimenta un efecto retardado de la droga que ha consumido el sábado, pierde la noción del tiempo y del espacio, no se percata de que en un momento cierra los ojos y, en otro, se queda mirando fijamente al vacío. Le cuesta entender dónde está y qué está haciendo. La subida de azúcar al tomar la coca cola, se está disipando en su organismo. Está cansado. Volvió a cerrar los ojos. Los abrió de inmediato, en estado de alerta, al intentar retirar el freno, sin querer, se dio de reversa, intempestivamente.
A las siete treinta y cuatro, se escucha un chillido en la calle. Raúl se sobresalta al sentir que golpea algo con la parte de atrás de la camioneta. La chica está inconsciente en el suelo, el golpe contra el metal la empujo fuertemente contra la calle de cemento.
II
El nombre de la chica es Carolina. Cruzaba la calle para dirigirse a su trabajo, es la asistente contable de una empresa. Venía caminando como todos los lunes de su casa. Su horario oficial de entrada era a las ocho de la mañana, pero le gustaba llegar de quince a diez minutos antes. Aprovechaba la ventana de tiempo para retocarse el maquillaje, encender la computadora, regar la planta de su escritorio y encender incienso.
Carolina se había despertado a las cinco y media de la mañana. Salió de su cuarto, dirigiéndose a la cocina, se sirvió un plato de yogur con plátano y cereal. Cambio el agua del tazón de su gato. Al bañarse la tarde del día anterior, su cabello lucía limpio y sedoso a las cinco cincuenta de la mañana del lunes.
Fue al baño a lavarse el rostro, cepillarse los dientes y aplicarse crema para peinar en el cabello. Hidrató su cara con crema, se realizó una trenza francesa con un pañuelo. Camino desnuda por la habitación hasta ponerse un conjunto de lencería negro, una blusa de vestir color lavanda, fajada en un pantalón negro de vestir y zapatos negros.
A las seis cuarenta de la mañana, Carolina revisa su bolsa, se cerciora de llevar su cartera, su libro y su bolsa de maquillaje. Fue un buen fin de semana, había ordenado sushi, había visto algunas películas, leído un poco, arreglado sus uñas y limpiado su departamento. Son las siete diez de la mañana cuando gira la llave cerrando la puerta de su casa, le ha dicho a su gato que luego regresa.
Coloca los audífonos en sus oídos, reproduce Smells Like Teen Spirit. Después sonará In Bloom y Endless, Nameless. Han transcurrido veinte minutos hasta llegar a este momento.
III
Son las siete y media de la mañana, Carolina se encuentra en la acera de enfrente a la cual está la empresa donde trabaja. Golpea sus dedos contra su pierna al compás de la música, sigue siendo Cobain, pero no identifica el nombre de la canción.
Son las siete y media de la mañana, Raúl está perdido en su mundo de fantasía. Son las siete treinta y cuatro de la mañana cuando el accidente ocurre. Segundos antes, Carolina había pensado que no había problema alguno en cruzar la calle detrás de la camioneta de la panadería. Se le antojó el pan cuando sintió el golpe. Perdería la movilidad de por vida de sus miembros inferiores, en sus malos días se reprochará severamente el no haber cruzado la calle por delante de la camioneta.
A partir de las siete treinta y cuatro de la mañana, de un lunes cualquiera, el cuerpo de Raúl comenzará a desintoxicarse. Durante la detención, interrogatorio, juicio y condena, no pudo consumir ningún tipo de sustancia que alterara su realidad. El refresco de cola, los cigarros y las aspirinas serán su único escape. Por las noches mirará el techo de su celda, pensando que si ese lunes en particular, no se hubiera quedado dormido, mientras manejaba, hubiera podido continuar con su vida allá afuera, vivir libre otro lunes.
Autora: Itzia Rangole
Directora de la Revista Miseria. Ha colaborado en las revistas digitales Contratiempo MX, Fantastique, Monolito, Nudo Gordiano y El Narratorio. Además de en las revistas impresas Clarimonda, Littengineer y Abigarrados.