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Poetanauta, viaja hacia la luz. No la encuentres. Muere buscando la luz.

Y así muere, lo delata el poema. Muere en un castigo extraño. Con la acidez del tabaco turco recorriéndole las tripas. Muere por asfixia, al no despegar sus labios de aquellos otros labios. El poema lo mata. Él se levanta, se acomoda el pelo. Afuera hace frío. Se escucha cómo la lluvia revienta sus gotas en el pavimento. No sabe qué hacer.

El otro (el resucitado) llama. Él deja sonar el teléfono. Le preguntará por su madre. Por las lechugas. Bien, ya está mejor. Mal, el sol las secó. No las regué. Perdón. Del otro lado (Ottawa), el otro colgará. Caen las monedas en un charco de rocío.

Él, sigue fumando. Besa aún más los otros esos labios. ¿Serán ventosas acaso, seductoras, posesivas? El fernet caliente quema en su garganta. Lo traga enseguida. Va al baño una infinita cantidad veces. Se acomoda la camisa. Se lava la cara, pero las ojeras no se van. La cumbia obliga a temblar a todo el cuarto. Toda la casa. Todo ese cuerpo. Que cobarde, diría su madre. Sos un cobarde. El delator ha quedado mudo de repente. Esconde todo. La mejor parte. Miente.

Por lo menos ha llamado, se lamenta. Pero, ¿por qué ha llamado? Quizás se dio cuenta, se lamenta. De una forma u otra, ese cablerío invisible entre familiares hizo contacto, y terminó estallando por los aires. El otro merece saber que mamá no anda bien. Que la abrieron de nuevo, porque la cadera se salió de lugar. Que no puede moverse por el dolor, por la resignación. Que está pálida, como pared pintada con cal, que no se atreve a ir al sanatorio a verla, le da vergüenza que ella lo vea así (le duele, más que resignado). No se afeita, no se baña, no le dona su sangre porque se pasa día y noche aspirando treinta o cuarenta líneas de merca, que tiene una mina encerrada en la pieza de mamá, y la hace laburar por guita. Los autos estacionan en la garita de la esquina. Los clientes suben. La mina no gime. Ni siquiera eso es capaz de hacer (nunca sirvió para nada ésta borrega). El miércoles pasado fue al súper, y se cruzó a una tal Antonela, que preguntó por él. ¿Vos sos el hermano de Ramón, no? Le anotó el número teléfono de su casa en el margen de un folleto de la iglesia pentecostal, el de su trabajo también y el de una vecina, por las dudas. Se lamenta. Enciende la radio, apaga la luz. Peina dos rayas (hastiado, se muere en esa rutina hostil, pero no se da cuenta de su muerte).

Se arrepiente, siente una inmensa opresión en el pecho. Anhela volver a llamar. Los dedos tamborilean números en el aire. Llamar de nuevo, a su hermano, a su madre, y confesarse. Ya no le queda nada. Jugó hasta la última carta. Arañan los dedos el aire, como si marcaran a casa en el teléfono público que acaba de romper a golpes. No puedo. Debo, pero no puedo. No quiero arrasar con su paz. Ellos están bien, se dice, con las manos perdidas en los bolsillos. La mirada recorre todos esos rostros -todos esos cadáveres-, pero no ve ninguno. Todo está borroso. No debo, no quiero. Pero puedo. Los últimos tres céntimos que posee, bastarán. No quiero. Los voy a dejar tranquilos, mis problemas son mis problemas. No debo entristecerlos, ellos son mi familia. Lo único que me queda. Temo, repite, temo. Tiemblo, temo que no comprendan. Que me juzguen y condenen con su indiferencia. Me van a abandonar otra vez, y ésta será la definitiva. No les voy a joder el día de esta manera. No me van a perdonar… Pero, son mi familia, tienen que entenderme, están obligados a entenderme. Sin un peso, con malas compañías, cualquiera se manda una macana así. Solo, perdido en una ciudad que no conozco -rodeado de gente que no conozco, con carteles que no comprendo lo que dicen-. Con el hambre partiéndome las tripas, con el frío que quiebra en mil pedazos los huesos. Necesitaba una pinchazo más, el último. Salí al voleo, a ver si enganchaba alguno para afanarle, pero… Solo, en la encrucijada del destino, todo por azar. Solo, signado de antemano, todo por raza. Se lleva en la sangre, el tiro del final, se lleva en la sangre. Viene incrustado, ya está todo decidido desde el primer llanto. Anhelando un poco de oxígeno para que los pulmones se inunden. Respirando profundo, por primera vez, sin necesidad de cordón, sin un hilo que nos ate. Respirando el pecado. Estamos condenados desde el principio. Sí, debo llamar. Pasame con mami, le dirá a su hermano, dale que no tengo mucho tiempo… Si le hubieras visto la cara, pobrecito... Se me escapó el tiro, yo no quería…

Cuando me dí cuenta…

Estatua que llora y no entiende. Ya está todo dicho.

Se terminan las monedas, las sirenas rompen el silencio que brota del tubo. Se resigna. Las sirenas lo invitan a zambullirse en ese maldito mediterráneo de agachar la cabeza y aceptarlo todo. Así está la cosa, che. Así…

Se terminan las palabras.

 

Me llamo Javier Dario Gervasoni. Tengo 24 años. Me gusta la literatura y el cine. Escribo desde que una maestra de primaria nos leyó "El tonel de amontillado". Mis publicaciones son olvidables, no creo haber hecho nada bueno con mi vida. Hace unas noches soñé que me mataban a patadas. El epígrafe pertenece a un poeta de sangre joven de mi ciudad (Rafaela), y de seguro sus conceptos sobre la búsqueda existencial están mejor explicados en sus poemas, que en el relato EMBRACE IT.

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