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El amor que brillaba


Qué se va a servir preguntó el mozo, lo más amablemente que el primer día de la semana permitía hacerlo, sin exagerar tampoco. El hombre se dio algunos segundos para contestar, se diría que pensando mucho cómo responder. Sacó un cuchillo del bolso y se lo puso arriba de la mesa. Recién ahí miró al que lo atendía. “¿Le gusta?”, le preguntó, manipulando la hoja del puñal. “Si, parece bueno. ¿Entonces, qué le traigo?”. “Lo que vos quieras traerme, lo que sea más cómodo al que está atrás de la barra”. El mozo se fue sin hacer un solo gesto de contrariedad, ni siquiera un atisbo de asombro o extrañeza. Pasará mucha gente trastornada por estos lugares como para prestarle el semblante sorprendido a cada uno. Llegó a la barra y pidió un café con leche, sacó tres medialunas de la bandeja, y se volvió para observar al tipo, para ver si había decidido decidir algo o seguía igual de indiferente. Nada. Continuaba jugando con el arma blanca, desinteresado en cualquier otra cosa del mundo que pudiera ponérsele delante en ese momento.

Lo miraba fijo. Lo apretaba en la empuñadura, con firmeza, como si estuviera probando cómo asirlo con mayor seguridad para no fallar un lance. Con la otra mano, con los dedos índice, pulgar y mayor, se arriesgaba en la hoja que brillaba cuando un haz de sol se metía por el ventanal, poniéndole un puntito amarillo en la cara reflejada. Hasta llegó a acariciar con precisión de cirujano, con cierto vicio de autodestrucción, el finísimo filo sin dentadura ni falsas vocaciones de serrucho.

Cuando le pusieron lo no pedido sobre la mesa se dirigió otra vez al mozo. Siempre casi como si hablara con él mismo puesto en la ropa de un otro, poco atento a la respuesta gestual de ese otro. Realmente sin importarle demasiado lo que pudiera pensar sobre su ensimismamiento, su mano, su cuchillo. “Esto es el amor en mi vida. Es hermoso, uno no se cansa de acariciarlo, intuyendo toda la obsesión de que es capaz en cual fuera la cosa que se proponga. Tiene un costado suave, seguro, que incluso parece inofensivo. Pero está constantemente confrontado con su espalda, con su otro ser, esa piel de metal frío que puede llegar al fondo de cualquier carne, y hasta sin una verdadera razón. Esto último es lo que ignoran los suicidas y los asesinos. El amor es tan perfecto como un error que termina trágicamente.”.

Nunca se fijó en la vista del otro. El otro jamás sospechó lo que vendría. Pagó su desayuno que quedó intacto sobre la mesa, dejó unas gotas de sangre sobre el mantel que disimuló debajo del pocillo, como una borra que hablara de la pesada herencia del mundo todo. Tal vez lo hiciera sin quererlo. Solo una cosa quería con determinación, y hacia allí iba.

 

Autor: Gabriel Rodriguez

Nació en Lomas de Zamora en 1974. Estudió historia en el Joaquín V. González y Ciencias de la Comunicación en la UBA. Publicó un poemario y el libro de historias y microcuentos “Buenos Aires, ciudad de Luces y sombras”. Se desempeñó como educador popular y colaboró en diversos medios alternativos. Actualmente cursa la carrera de Edición y coordina el Taller y Espacio Literario de la Casa Cultural y por los Derechos Humanos Luciano Arruga.

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