top of page

Bordes y umbrales

La humanidad es una especie que no tiene miedo a perderse en la agonía del espacio, pero que se aterra cuando se acerca a bordes y umbrales que no reconoce. Esa premisa-semilla caló en la carne y, a falta de jardinería, se volvió una maleza de raíces profundas y ramas muy duras. En ese bosque frondoso, de curvas de geometría imposible, el viento pasó y arrancó sonidos y voces que, montados en tenores histriónicos, le hicieron creer al resto del bosque que los bordes y los umbrales no eran más que amenazas para la naturaleza.

Ajeno a ese ciclo infinito, hay alguien que no quiere seguir caminando. No es miedo, pero se siente parecido. Esa sensación que le atraviesa nada tiene que ver con la inyección de adrenalina que se clava en el torrente sanguíneo para mantenerse con vida ante lo peligroso. Nada de eso. Es una sensación de desasosiego que amasa una bolita de cera en el hígado; primero, genera un asco inentendible, pero crece, y crece, y crece. Al final, es una sensación que inunda todo el cuerpo y parece que va a escaparse al abrir la boca para hablar. Es algo que también se siente en la boca, pero que ahí da placer. Pasa de un extremo al otro, y atraviesa cada partícula de la lengua, y rebota en la carne blanda que, cuando niño, nadie escapa de morderse. Pero también siente el dolor y el sabor dulce de la sangre y la culpa. Todo eso es la culpa.

Culpa a los umbrales, culpa a los bordes.

Todo el bosque se encargó de tejer un ecosistema donde cruzar un umbral es cruel, y donde todo borde es anormal.

Ese alguien está, al mismo tiempo, frente a las dos dicotomías. Cerca, hay un tren que está quieto hasta que suban los últimos pasajeros y se cumpla el horario de salida. No va a esperar a que se terminen de incendiar (o no), la indecisión de ese alguien.

—¿Vas a despachar la valija? —Le pregunta el pibe que lo mira sin percibir lo que le sucede adentro —. Che, loco.

Al no recibir respuesta cierra la compuerta que protege los bolsos con un golpe seco de chapas. A ese alguien, los ruidos imperceptibles que pertenecen al mundo onírico, pero injusto, de los que habitan en esa región sin estado, se le vuelven susurro.

Una colilla agoniza bajo la suela de goma de un zapato; un beso llega como eco desde otra plataforma; la voz distorsionada anuncia una partida, y con un grito piden que esperen un ratito. Se imprime un pasaje, se cae una taza de café. Pasa la página de un diario a los obituarios.

Le late el corazón.

Tiran la cadena en el baño; suena el timbre de un microondas del bar; y alguien mete diez pesos en una máquina para sacar ositos. Llora un bebé con hambre.

Le late el corazón.

Las patitas de una rata la salvan de un escobazo que choca contra el zócalo de una pared, se prende una computadora, alguien cuenta siete pesos en monedas y le agradece al kiosquero.

Le late el corazón. Le late más fuerte.

Ahora, el umbral se ve como una decisión, y el borde no parece tan grave. No hay cacofonías, en cambio hay una armonía necesaria. Cuando empieza a cruzarlo, dando pasos que lo alejan de la estación, le late todo más fuerte.

La estación de trenes se oxida y retuerce como un cuerpo sin sangre. El tren se aleja, anacrónico, hacia un destino que todos conocen y con las entrañas de metal llenas de temerosos de los bordes y los umbrales.

Pero alguien no se subió y eligió quedarse ahí, en el borde de los bordes, bajo el umbral de los umbrales.

La copa que se cae en el vagón comedor es un brindis inverso; un lamento de una herida de sangre.

No va a volver a esa estación, ni a ninguna otra.

Entre la geometría imposible de la enredadera de la humanidad, se escapa una gota de semilla sin fruto. El deseo es el borde y en el umbral, el elixir es un placer redescubierto.

 

Autor: Enzo Conforti

Imagen detalle de Van Gogh

bottom of page