top of page

Mi Pulsión, Diego y Demetrio


Llegué temprano, en la mañana. Un sol sin asomarse, por lo cuajado de las nubes. Traía mochila llena de ropa y par zapatos. Lo único que pude recoger, antes de salir fugado de casa. Casi tres días caminando, por territorio árido y estrecho. Nunca supuse que lo haría de esta manera. Siendo, como fue mi infancia; tenía la certeza de hacerme adulto con mi familia al lado. Con la solidaridad advertida, siempre, en mi madre. Recordé anécdotas de mi temprana vida. Siempre ahí envuelto en la precariedad de alegrías. Me llamó mucho la atención ese lugar de juegos. A la pelota, a las escondidas, a la rayuela, a las cometas. Repasé mi amistad con Diego Alfonso Bejarano, mi amigo del alma y de siempre. Me conmovió, otra vez, la manera en que éste partió para Liborina, allá, en el occidente antioqueño. Los dos vivíamos en el barrio Manrique. Desde los tres años. Nos correspondió palpar los inicios del crecimiento de Medellín. Todo a pesar de no haber traspasado la frontera entre los barrios. Menos aún, recuerdo que hubiésemos llegado al centro de la ciudad. Todo lo sabíamos en palabras de nuestras mamás. Doña Augusta, la de Diego. Rosario, la mía. Cuando iniciamos la escolaridad, los hicimos en la escuela Porfirio Barba Jacob. O, simplemente, “La Jacobo”, como la llamábamos coloquialmente. Lo nuestro universo de palabras. Unas aprendidas en diccionario. Otras aprendidas al lado de amigos mayores. Fuimos incendiarios en voces. Para describir lo que veíamos y lo imaginado. En los teatros Manrique y Lux, asistíamos a películas de todo tipo. Inclusive, engañando a los vigilantes, entraron a aquellas cuya opción válida, permitida estaba reservada a mayores de veintiún años. En los periódicos “El Correo” y “El Colombiano”, aparecían las clasificaciones ordenadas por la cúpula eclesiástica católica. Nos llamaba la atención esas que eran prohibidas para todo católico, en la perspectiva moral que los orientaba.

Cuando cumplimos catorce años, empezamos a masturbarnos él y yo. Ahí en el solarcito de su casa. Un veinte de julio, exploramos más nuestros cuerpos. Acariciábamos nuestros penes. Él a mí y Yo a él. Inclusive succionándolos, hasta ver salir ese líquido gris pálido. Cada día íbamos más allá. Recuerdo cuando lo penetré. A él le gustaba así. Que yo lo hiciera siempre. Teníamos algunos problemas, cuando, Diego, empezó a sangrar. A pesar de tomar todas las medidas necesarias, de todas maneras, su mamá empezó a notarlo cada que lavaba su ropa interior.

Fuimos creciendo, así. Cada día nos necesitábamos más. Tanto que, en veces, nos fugábamos de la escuela. Nos íbamos para la canchita en donde jugábamos fútbol. Nos metíamos al rastrojo cercano. Allí lo hacíamos una y otra vez. Los recreos eran, para nosotros, un martirio. Porque estábamos siempre juntos. Ya los muchachos de los otros grados, sobre todo los de quinto, empezaron a sospechar nuestro amorío. Y fue en un octubre, cuando celebramos lo que se denominaba “la fiesta de los niños y niñas”, el profesor don Raimundo, de tercero, nos vio besándonos en el salón de clase, cuando creíamos que estábamos solos; pues los otros alumnos estaban de parranda en el patio, matando el marrano que la dirección de la escuela compró con los recursos de la venta de boletas para la rifa de una valija de puro cuero.

Raimundo nos hizo ir hasta la oficina del director general. Allí, de manera explícita, le contó a don Eufrasio lo que había visto. Nuestras mamás tuvieron que ir a una reunión entre don Raimundo, don Eufrasio y el párroco de la iglesia de “El Calvario”. Sobre todo, éste último (el padre Eugenio), hizo todo un drama. Nos acusó de ser anti-natura. Pervertidos, poseídos por el demonio, inmorales, pecadores azotadores de Jesús. La reunión término con la declaración en dos partes: una la expulsión inmediata de la escuela. Dos con la orden para que nuestras mamás nos encerraran en las casas, amarrados y sin “pisar la puerta”, como dijeron el señor Eufrasio, el señor Raimundo y el párroco Eugenio.

A partir de ahí, nuestras mamás empezaron a sufrir mucho. Con todo el valor incluido, nunca le contaron a mi papá Virginio. Y al papá de Diego, don Hildo. Simplemente, cuando ambos, por separado, indagaron con ellas el porqué de no ir a la escuela; ellas dijeron que el curso nuestro había sido suspendido hasta el año siguiente; ya que doña Heliodora, la maestra, se había enfermado. Que la iban a operar y no podía regresar a sus labores este año.

Nos sentíamos desmoronados, espiritualmente. La separación fue, para Diego y para mí, un castigo absoluto. Un hervidero de pasión, tanto en él, como en mí, se fue extendiendo por todo el cuerpo. Un anhelo de vernos. Como si necesitáramos, cada vez más juntarnos como lo veníamos haciéndolo. Un espasmo de locura. Una gritería sofocada. Mis sueños y los de él, se cruzaban. Empezamos a querer estar dormidos siempre. En sueños nos acercábamos. Nos tocábamos. Nos besábamos, nos poseíamos. Siempre yo dentro de él. Y me vaciaba hasta quedar cansado. Divino cansancio, diría yo.

Un día, viernes, por cierto, mi papá Virginio fue a la casa cural de la iglesia. Un vecino, don Romualdo, el papá de nuestra amiga en común, Berenice; le dijo que no era cierto lo de la suspensión de clases. Su hijo Doroteo, estaba en el mismo curso nuestro y estaba yendo a estudiar. Fue directo donde el señor párroco, ya que la directora encargada en la escuela, le dijo “mejor hable con el padre Eugenio. Él le puede contar mejor que yo lo que pasó”.

Inmediatamente llegó a casa, golpeó mi mamá de manera brutal. A mí me azotó con el cuero que servía para enlazar a los caballos que compraba y vendía en la feria de ganados en Medellín, Santa Fe de Antioquia y Sopetrán. Me dejó lacerado. Mis heridas sangraban e hicieron pústulas rápidamente. Sobre poniéndose a su dolor físico y de alma, mi madre me las lavaba y me aplicaba mertiolate, para desinfectarlas. La orden fue fulminante; “este marica, cacorro, se va de la casa”.

Al papá de Diego, don Hildo, mi papá se encargó de contarle lo que pasaba. Este señor, también agredió a doña Augusta. A Dieguito lo amarró el papayo que había en el solar. “De una vez te digo maricón; te vas para Liborina a la casa de tus tías Hermelinda y Altagracia. Es lo único que merecés. Allá te vamos a encerrar en el cuarto de los trebejos. Ya hablé con ellas”.

No sabía para dónde coger. A duras penas, mi mamá, pudo decirle a don Ismael y a doña Josefina (su esposa) y pedirle el favor que me recibiera. Le dijo, algo así como que yo necesitaba de un respiro en el campo. Y que, esas pústulas, como consecuencia de una caída, se pueden aliviar con el vientecito de San Roque.

Claro está que, ni don Ismael; ni doña Hermelinda se tragaron el cuento. Pero, con una bondad linda, le dijeron a mi mamá Rosario que me recibirían. A los diez minutos llegó don Ismael, al parque del municipio. Así habían acordado con mi mamá, él y doña Hermelinda. Una casita hermosa, con tejado antiguo. Amplia. Todo en ella olía a eucalipto y a café recién molido. Conocí, ese mismo día, a Demetrio, el único hijo del matrimonio. Me recibió con mucha amabilidad. Él ya estaba cursando bachillerato en el colegio “Divina Providencia”.

Tuve todo el día, tiempo para organizar mis cositas en el escaparate que me indicaron. Desayuné. Dormí tanto que, al levantarme ya estaba dando las ocho de la noche. Al otro día, después del baño, fui con Demetrio hasta el colegio. Habló con el señor rector. Le dijo” …este es mi primo Egidio, va a estar en casa por algunos años. Quisiera que se pudiera matricular aquí. Estaba cursando cuarto de primaria. Se enfermó y, mi familia y yo, creemos que aquí se puede recuperar. Su mamá, doña Rosario es amiga de mi mamá Hermelinda, desde que estaban chiquitas…”. Don Onofre, el rector, me recibió con palabras de afecto muy sinceras. Y, a la otra semana ya estaba estudiando. Doña Leonor, la maestra, me presentó a los otros muchachos. Yo les dije que quería estar bien con todos.

De mi Diego no he vuelto a saber nada. Nos separaron, de por vida. Yo, aduras penas, me enteraba que doña Augusta se había recuperado de sus heridas. Ni siquiera ella sabía cómo estaba Dieguito.

Llegó diciembre. A pesar de no ser muy creyente, de todas maneras, sentía mucha alegría durante todo el mes. La Navidad me parecía momento espléndido. Veía y sentía la calidez. No solo en casa de doña Hermelinda, de don Ismael y de Demetrio; sino en el barriecito en que vivíamos. Aprendí a conocer el campo. Salía con quienes se hicieron mis amigos y amigas. Íbamos hasta la vereda “Palomares” a recoger bichos. A coger pomas y naranjas. Ayudaba a Demetrio en la despulpadora. Y, en este mes especialmente, a coger musco y a cortar pino para el pesebre. Con Eloísa Peñaranda, vecina de la casa jugaba parqués y damas chinas. Fabricábamos sonajeros hechos con tapas de gaseosa y cerveza, martilladas. Le abríamos huecos con clavos y las ensartábamos en alambre. Así amenizábamos las novenas al niño Jesús.

Mi mamá pudo visitarme. Llegó a casa de mis protectores, el día 8 de diciembre. Aprovechando que mi papá había viajado a Cañas Gordas a comprar una recua de mulas para vender en Sopetrán. Me trajo una ropita nueva. Y unos zapatos-botas de charol. Lloré de felicidad. Dormimos juntos en la camita que la familia me había cedido. Tuvo que irse al otro día, el nueve de diciembre, porque la angustiaba que llegara mi papá y no la encontrara en casa. Después supe que la ropita y las botas, las había comprado con dinero recaudado en la venta, secreta para mi papá, de buñuelos y empanadas entre las vecinas.

Eloísa me confesó, exactamente el día tres de enero, cuando subimos al cerrito cerca a la casa, que estaba enamorada de mí. De manera espontánea me besó en los labios. En verdad, sentí su boca perfumada. Con una hermosura de dientes que le lucían al reír. Y reía, casi siempre. Yo le dije que no quería tener novia tan joven. Que la quería mucho como amiga, pero no más. Y, en ese instante recordé los besos de Dieguito. Recordé que, siempre lo veía. En esos sueños mágicos. Que lo besaba y que me besaba. Que le transmitía mi líquido grisáceo. En una ternura absoluta. Que le cogía su penecito. Y que me lo llevaba a la boca. Y que saboreaba su líquido hermoso. Me sabía a gloria. Terminábamos exhaustos. Él y Yo, entregados totalmente.

Recién empezaba el año escolar, cuando don Onofre me citó en su oficinita. Un cuartico pequeño, pero muy cálido. Conocí a su esposa y a sus dos hijas. Las tres aparecían en el retrato enmarcado que adornaba el sitio. Había un crucifijo y una réplica en yeso de la Virgen de la Mercedes, patrona del pueblo. Me hizo sentar. Muy calmado me leyó una carta que le había enviado don Eufrasio. Parecía una diatriba perversa, antes que un escrito de un maestro de escuela. Don Onofre me dijo que era una obligación entre pares pedir referencias de los alumnos y alumnas, cada vez que se producía un cambio de colegio. Conocí de su interpretación de hechos como ése de mi relación con Diego. Me dijo no tener ese tipo de escrúpulos y de falsa moral. Simplemente, me advirtió que quedaba entre los dos. Que, ni siquiera Demetrio lo iba a conocer. Pero, de todas maneras, me hizo saber que, al menos en su colegio, no toleraría algo parecido.

Ya íbamos por la mitad de febrero. Todo había seguido un curso normal. Yo cumpliendo con mis deberes en la familia. Asistiendo a clase y esforzándome por saber más. Entre otras cosas, resulté muy bueno para geometría y aritmética. Cierto día, yendo con Demetrio para el cafetal, a fumigar contra la broca, Demetrio me cogió de la mano. Me la apretó con fuerza. Luego me abrazó y me besó. Me dijo que yo era hermoso en todo cuerpo. Que me había visto desnudo en el baño que queda contiguo a su cuarto. Sentí pulsión de vida. Volví a recordar a Dieguito. Sus besos permanecían en mí acicalados más, en mis sueños que, de seguro eran los suyos. Como atontado le respondí a Demetrio que él también me gustaba. Nos tiramos al piso. Retozamos un rato. Luego, desnudos, lo hicimos. Un pene hermoso el de Demetrio. Grueso, erecto a más no poder y con un olor a las diosas de las flores. Esta vez fue el quien me penetró. Un inmenso placer, solo comparable con el que sentía al lado de mi Diego. Todo el rato pensé en él. Sintiendo como si fuera él y no Demetrio. Sangré un poco. Pero feliz estuve. Demetrio succionó lo mío. Me vacié no sé cuántas veces él me hablaba cosas hermosas. Eres mío. Mi Egidio del alma. Móntate tú. Penétrame amor mío. Y lo hice. Todavía me quedaban fuerzas para hacerlo. Y lo inundé no sé cuántas veces.

De regreso a casa, almorzamos solos. Doña Hermelinda y don Ismael, había salido para misa. Nos dejaron una nota que hablaba de limpiar nuestros cuartos; de lavar los baños y de poner el maíz al fogón, con bastante agua. Pudo más lo nuestro. Seguimos en su cama. Me besaba. Yo lo besaba. Metía su falo en mi boca. Se lo apretaba, cuidando no lastimarlo. Me montó tres veces. Lo monté otras tantas. Terminamos en un cansancio absoluto. Bello. Nos quedamos dormidos, desnudos.

Nos despertó el ruido de las aldabas de la puerta de enfrente. Corrí a mi cuarto y empecé a fingir que estaba sacudiendo la cama y la mesita de noche. Nos regañaron porque no habíamos cumplido ninguno de los requerimientos. Pero, al fin, no pasó nada más. Eso si no pudimos comer arepas en la cena. De ahí en adelante, siguió pasando lo mismo que entre Dieguito y Yo. Pensaba en él todo el tiempo. Con mayor énfasis, cuando Demetrio y yo nos besábamos. O cuando me montaba y sentía la tibieza de su líquido. Mi Dieguito está en mí. No era Demetrio. Era él. Mi Dieguito querido. Te sueño todas las noches. Te siento. Succiono tu penecito. Te penetro a toda hora.

Demetrio empezó a sospechar algo, desde la noche que estuvimos, otra vez, en su cuarto. Estaba un poco confundido. Había peleado con Dieguito, en uno de mis sueños. Simplemente le grité. Llamando a Diego y no a Demetrio. Inmediatamente sacó su pene. Por la brusquedad con que lo hizo, me dolió mucho. De ahí en adelante no me buscaba como antes. Hice todo lo posible para reconquistarlo. Porque él mi Diego y no Demetrio. Me rehuía. Pasaba por mi lado sin saludarme o decirme algo. Se iba solo para el colegio y no me esperaba al salir. Doña Hermelinda y don Ismael notaron nuestro distanciamiento. Pero supusieron que habíamos peleado por algo. Menos por lo que, en realidad, era.

El primero de octubre, día de mi cumpleaños diecisiete, su mamá y su papá, como siempre lo habían hecho desde que estaba en su casa, celebraron con nosotros y con Dorita. Después, al terminar, me acosté. Pero no pude conciliar el sueño, como dicen las mamás. Sentí que entró a mi cuarto, sigiloso. Me creía dormido. Un punzón sentí en mi vientre. Luego en mi cuello. Empecé a sangrar a borbotones. Me sentía mudo. No tenía fuerzas para gritar. Simplemente me fui yendo. Lo último que vi fue la imagen de mi Dieguito. Y la de Demetrio que clavaba el punzón en su cuello y caía a mi lado.

 

Autor: Luis Parmenio Cano Gómez

Imagen de Félix Parra tomada de

bottom of page