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El otro niño


Dijo:

Si te acercás con cuidado, puede que no te haga nada.

Dijo también:

Pero capaz que si te ponés muy cerca, no te le puedas escapar.

Eran dos niños. A unos pocos metros, había un animal del tamaño de un perro grande. Estaba con los ojos cerrados, pese a que debía estar escuchándolos. Parecía descansar muy tranquilo.

Dijo:

Si me preguntás lo que me preguntaría cualquiera, te voy a decir lo mismo que les diría a todos, no sé qué clase de bicho es. Lo descubrí solo, andando por acá, porque no suele acompañarme nadie. Tuve miedo, pero se me pasó rápido. Me dio confianza que, cuando me vio, no se pusiera en posición de ataque. Le dije que no le iba a poner un nombre y que iba a ser mi mascota oculta. No sé si me entendió, pero estoy seguro de que le caí bien. Desde esa tarde, vengo por lo menos una vez a la semana y casi siempre lo encuentro.

El otro niño no podía sacar los ojos del animal, y apenas si giraba la cabeza para mirarlo mientras le hablaba. Se daba cuenta de que, además de entusiasmo, tenía más que un poco de miedo. Pero no le quería dar el gusto al autoproclamado amo, para que se jactara de eso que sentía y que no podía evitar que se le notara.

Dijo también:

Acercate, dale, sos el primero que traigo. Y no sé si el último. Según cómo reaccione él. Pero no te vas a hacer pis encima. No creo que eso le guste. Si te pasa algo no me lo voy a perdonar, así que tratá de volver enterito. Mirá que te quedan unos días de vacaciones. Yo me quedo acá para darte tu lugar. Además, capaz que se siente amenazado si se le acerca más de uno.

No es un perro, dijo el otro niño.

No es un lobo ni un zorro, dijo también el otro niño.

Dijo:

Por fin hablás.

Dijo también:

¿Qué importa lo que es?

Resopló, y le dio un pequeño empujoncito en la espalda al otro niño, que se dio vuelta para mirarlo un segundo, y volvió a ponerse de frente al animal. Tomó aire como para llenarse de coraje y avanzó unos cuantos pasos. El animal apenas si abrió un ojo y lo volvió a cerrar.

Dijo:

Ves, tanto miedo y no te hizo nada.

Dijo también:

Lo podés acariciar.

El otro niño no desviaba la mirada del animal. De a poco fue estirando el brazo izquierdo, los dedos de la mano no del todo rectos, casi como si fueran garras. Hacia fuerza para que no se le cerraran. Se los miraba. No se decidía a extenderlos y tocarlo.

El autoproclamado amo sacó un cuchillo de su morral. Era de mango de madera con un pedazo recortado de lata que tenía incrustada, apretada con hilo descolorido.

Dijo:

Lo hice yo mismo.

Dijo también:

Él tiene que comer.

Señaló al animal mientras daba unos pasos amplios y resueltos.

El otro niño, al sentirlo, giró el cuerpo hacia su izquierda para mirarlo, pero no llegó a completar el movimiento. El cuchillo entró casi en el centro de su espalda. Se derrumbó por la embestida y el peso del otro que le saltó encima. Fue todo muy rápido. El amo le arrancó el cuchillo de su carne y volvió a clavarlo hasta que estuvo seguro de que no podía estar vivo.

Se levantó y limpió el cuchillo en un trapo mugriento que sacó de un bolsillo.

El animal movió el hocico. El olor a la sangre ya le había llegado. Abrió los ojos.

Dijo:

Si vos no te esforzás.

Y dijo también:

Yo también tengo que comer.

 

Autor: Pablo Spigardi.

Vivo en la ciudad de Buenos Aires. Antes de dedicarme de lleno a la escritura de narrativa, durante muchos años trabajé en teatro. Fui creador de las obras "Lunático deshilacharse del tiempo", "Fugaces contornos que ni los espejos retienen", "Cuerpos marcados en corral patrio", "Incesante" y "Todos manoteamos el silencio en la noche". Además de colaborar en la dramaturgia de las obras "El mal de Évora", "El sueño de la razón produce monstruos" y "Círculo Antígona".

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