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Noviembre y los abuelos del riel

Lo que Fermín había comenzado a sentir no provenía exactamente de aquello que se suele entender como una vivencia en carne propia, aunque tampoco resultaba lícito decir que yacía totalmente desligada de él, dado que lo sentía traquetear hasta en sus vísceras. Más bien, se trataba de algo de dudosa titularidad, ensamblado a partir de distintos fragmentos no pocas veces deshilachados como su estropeado jean, cuyas telas le envolvían sus lungas piernas haciéndole caminar un pasado lejano y desconocido mediante un presente cercano.

Por aquel entonces, Fermín ya no residía en su perdido pueblito natal al suroeste bonaerense, el mismo que la hiperinflación de los 80' y el avance de la inundación le marcaron el inicio del ciclo que lo llevó a la extinción, convirtiéndose diez años después en un yuyal asediado por un caserío fantasmagórico únicamente ocupado por algunos famélicos perros. De allí que al igual que todos, su familia huyó hacia un destino poblacional que les ofreciera algo mejor, puntualmentea General Pico, La Pampa. Dado que su padre había escuchado que allí había trabajo y educación secundaria para Fermín; decidiéndose completamente cuando su antiguo patrón los esperanzó asegurándoles el acceso a una humilde vivienda y a un comercio para que laburen.

Como para cualquier recién llegado, los primeros meses de Fermín fueron muy duros, se sentía triste y aislado a la par que su familia no paraba de trabajar de sol a sol buscando el ansiado sueño del progreso. Todo le era extraño, desde las calles con asfalto hasta el modo de comportarse de sus compañeros de secundario, nada le resultaba mejor y más simple que su anterior vida de pueblo rural. No obstante, aquella pequeña ciudad con más autos de los que jamás había visto, lentamente comenzó a serle familiar y hasta por momentos linda. Concretamente, a un poco más de dos años de su mudanza había logrado hacerse de un pequeño puñado de conocidos, como así también, de un amigo que lo integró a su vida. Aunque verdaderamente su mayor cambio de actitud se debió a Malén, una chica de su edad que conoció de casualidad en el parquecito contiguo al ferrocarril, el mismo que cotidianamente atravesaba para llegar al colegio.

Aquel día el joven cruzó caminando el parquecito, sin embargo, esa vez su usual trayecto fue distinto dado que paró a saludar a la hermana de su amigo, quien aguardando la hora justa para ir a clases yacía sentada sobre un cantero junto a una compañera suya llamada Malén. Hasta ese eventual instante Fermín y Malén jamás se habían visto. No obstante, luego de saludarse ambos sintieron unas imparables ganas de conversar, resultando en maniobras para seguir viéndose, así, diariamente pasaban por allí para verse. Es más, durante todo noviembre, el mes del cumpleaños de Malén, se juntaron en aquel sitio bajo la excusa de que transitaban por ahí para ir al colegio, aunque envolviéndose de hábitos que antes de conocerse no tenían, cómo llevar el mate para compartirlo.

A medida que transcurría el tiempo se conocían más y más aumentando su intimidad, por lo que cada encuentro se vivía diferente al anterior. Sin embargo, tal como una escena cinematográfica algo de aquellos días de noviembre se repetía de la misma manera y sin cesar: cada vez que el ruido del tren se sentía Malén callaba conservando en sus estáticas manos el mate a medio cebar; las robustas vibraciones de las muchas toneladas de metal junto al agudo silbato tocado por el maquinista la predisponía de un modo particular; sus ojos se advertían más límpidos que de costumbre, posándose sobre las flores de manzanilla y el hinojo que crecían al costado de las vías, buscando curiosamente, divisar la silueta de la máquina junto a cada uno de sus detalles férreos, desde los vagones cerealeros hasta el simple marchar de la zorra.

La contemplación ferroviaria de Malén sorprendía a Fermín, quizás, porque él era oriundo de una minúscula localidad cuyo paisaje casi no lo involucraba o sólo se reducía a la vista de los flamencos entre los añejos durmientes constantemente salpicados por las salitrosas inundaciones de la llanura del suroeste bonaerense. Asimismo, tampoco tenía los años suficientes como para haber vivido aquella épica época del ferrocarril argentino, en donde el toque de campana comunicaba la salida de un anhelado viaje mientras la bulliciosa romería de pasajeros yacía con sus equipajes sobre los andenes. En efecto, jamás se interesó por nada relacionado al ferrocarril, de hecho, lo único que sabía era algo que oyó comentar a su padre, es decir, que éste fue de los ingleses, que Perón lo compró y que ahora estaba fundido como todo en la Argentina.

Un soleado día de esos de noviembre Malén lo invitó a subir a un pequeño puente metálico que traspasaba la vía de un extremo a otro, su idea era observar el zaino artefacto desde arriba. Fermín ya había subido un sin número de veces puesto que cuando el humiento tren iba marchando se veía obligado a pasar por allí para avanzar hacia el colegio. Empero, más allá de haberlo escupido alguna que otra vez viendo cómo su saliva aterrizaba sobre él, jamás le había dedicado atención, de ahí que una vez arriba del puente le preguntó: “¿porqué te gusta mirar el tren?”, Malén puso cara como de que le curioseaba una pavada, contestándole: “no sé, será que mi familia es ferroviaria”. Seguidamente, le relató que su padre era obrero ferroviario tal como sus tíos y sus abuelos, compartiéndole anécdotas de su infancia, como esa en la que por la tardecita-noche prendía y apagaba las luces de la casa de su tía (colindante a las vías) para saludar al tren, entretanto, cuando el maquinista descubría las resplandecencias respondía con el mágico sonido del silbato. De esta manera, Fermín fue comprendiendo por qué ella amaba ese mundo a la vez que aprendía a hacer silencio ante sus vibraciones, dado que sus ecos dejaban de serle indiferentes, incluso, percibiéndolos hasta en la noche durmiendo.

Desde aquella vez la familia se convirtió en un tópico más de sus charlas haciéndolos conocer aún más. Así, un día que Malén llevó al parquecito unas facturas que encajaban perfectamente con su mate, a Fermín se le ocurrió preguntarle sobre sus abuelos, ella, naturalmente le contó: “fallecieron, los dos eran ferroviarios; el abuelo Martín era tan habilidoso que el ingeniero que venía de Buenos Aires lo mandaba a buscar a cualquier hora para que arregle las máquinas que él no podía, nunca le pagaron ese tiempo extra; al abuelo Sixto no lo conocí mucho porque se murió cuando era chica, trabajaba en un vivero, mi mamá me dijo que ese fue el trabajo que le habían dado cuando estuvo en la Isla Martín García”.

Extrañado por lo de la isla y sabiendo por su tío que Perón estuvo detenido allí luego de ser derrocado, el joven preguntó: “¿qué hacía tu abuelo ahí?”, Malén contestó: “mis dos abuelos estuvieron presos en la Isla Martín García por reclamar mejores condiciones laborales”. Ansiosamente curioseó: “¿cómo fue eso?”,Malén sorbió el mate y con expresión de incertidumbre le explicó: “no sé mucho, he preguntado pero muy pocas veces conversan de eso y si lo hacen es para acordarse de algo que pasó, como decirte que el tío arrancó la escuela en la época que el abuelo estuvo en la isla, que tal y tal se conocieron ahí o cosas así”.

A pesar de no tener lazos sanguíneos y carga afectiva con sus abuelos dicha historia interpeló a Fermín de un modo inusual, en efecto, no dejaba de sentir un furtivo agregado emocional que insistía ser representado. Pero desgraciadamente Malén no sabía mucho más, posiblemente, debido a que yacía sofocado por el dolor vivido en su familia, de ahí que como un bichito de luz encandilado por un farol ferroviario Fermín comenzó a darle vueltas sin cesar. En efecto, no sólo se arrimó a la modesta biblioteca del poblado para hallar en algún libro de historia las palabras ausentes en aquel relato, pues además, se acercó a conversar con un vecino, Osvaldo, quien antes de jubilarse y repartir pollos rellenos sobre su oxidada bicicleta había sido ferroviario. Así, entre páginas y diálogos, ovillando desde el vellón hasta el último fleco de los deshilachados fragmentos que hallaba, la historia sobre los abuelos de Malén se le fue revelando, o más bien, contextualizando:

Martín y Sixto fueron dos de los 83 obreros ferroviarios reprimidos en General Pico, La Pampa, el 29 de noviembre de 1958, debido a que hicieron una huelga. En aquel entonces, la dictadura que derrocó a Perón se iba del poder (autodenominada “Revolución Libertadora”, aunque le decían la “Revolución Fusiladora”). Entretanto, como le comentó Osvaldo a Fermín, los reclamos ardían y las asambleas de la Unión Ferroviaria encendían hasta la sangre del peón más sumiso. Nadie quería seguir con sueldos atrasados y sin aguinaldo. Sin embargo, el entonces presidente Frondizi ordenó el arresto de los huelguistas ferroviarios, así, tras ser reprimidos por las Fuerzas Armadas fueron introducidos en hacinados camiones jaulas con destino a Buenos Aires, puntualmente a la ESMA. Allí, luego de sufrir amenazas de fusilamiento fueron arreados hacia una barcaza que los trasladó a su prisión en la Isla Martín García.

Al anoticiarse de eso, Fermín pensó: “¿qué mal pudo haber hecho Sixto, Martín y demás obreros?”, estaba algo perturbado por lo que el relato de Malén velaba, no entendía el por qué de tanto perjuicio hacia los ferroviarios. No obstante, sintiendo que fueron castigados por mirar hacia donde no deben mirar los pobres y por trabajar de sol a sol inquietos por un mejor pasar tal como hacía su propia familia, su extrañada silueta advirtió que aquel pasado lejano se ensamblaba a su presente cercano. Pues las fronteras entre lo recóndito y lo inmediato se desdibujaban insistentemente, especialmente, sobre la diaria carga afectiva que Malén situaba sobre aquel tren que transportaba la cosecha fina de noviembre. El cual irrumpía desde la abierta e inmensa llanura como un porfiado símbolo que no sólo alivianaba el desarraigo de Fermín debido al encanto que le provocaba ver a Malén, sino que despertaba algunas reminiscencias mnémicas de aquellos obreros.

Confusamente, aquel día Fermín percibió en sus vísceras las vibraciones de los vagones cerealeros desde más leguas de distancia que lo habitual, estaba magnetizado por ellas como si se le hubieran metido en las venas. Si bien sus pupilas yacían totalmente abiertas parecía entregado a un universo onírico, ya que su orden temporal perdía racionalidad deshilachándose desprolijamente como su viejo jean. De ahí que sin buscarlo voluntariamente, desde algún impreciso lugar de su mente ensoñó un afectuoso desenlace, un instante únicamente percibible sin hallarse completamente dormido y despierto.

Concretamente, entrevió que mientras él aguardaba que Malén arribara al parquecito para poder decirle feliz cumpleaños, 25 años después de la represión ferroviaria, Martín y Sixto yacían esperando aquel día de noviembre que inevitablemente los reuniría de nuevo. Pero esta vez dicho mes no los confinaba en una hostil isla sino que los hermanaba en algo bello, dado que se convertían en dos relucientes abuelos que recibían a una hermosa niñita llamada Malén, quien pronto y sin saber bien por qué, comenzó a oír el tren experimentando numerosos sentimientos. Quizás, porque detrás de sus robustos sonidos, los mismos que poblaban la atmósfera del parquecito en el que Malén y Fermín se reunían, se podían oír ecos de otros tiempos; que testigos del viento, el sol y la luna conducían hacia un complejo entramado sonoro de historias de despojos y destierros, cuyos protagonistas del riel fueron aquellos abuelos.

 

Autor: Matías Bonavitta

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