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Don Julio cerró la puerta de la casa y Jimenita se quedó algunos segundos estática mirando la puerta del lado de adentro. Volverá en dos horas, pensó; tengo que hacer mil cosas, pensó después. Caminó mecánicamente hacia el dormitorio con la vista perdida y se detuvo frente a la cama destendida. Las sábanas emanaban un olor agrio a transpiración. Jimenita juntó las prendas desparramadas por el piso, las tiró sobre la cama y envolvió todo para depositarlo en la lavadora. Sin embargo, en el pasillo del lavadero, soltó la ropa y se detuvo; de manera repentina, se llevó las manos a la cara para atajar algunas gotas que se precipitaban desde sus ojos hacia el piso de parquet. Que no se manche el suelo, pensó, mientras atajaba otra gota. Corrió hacia el baño, se sonó la nariz, se lavó la cara y corrió de nuevo hacia el lavadero, para levantar la ropa y ponerla en la lavadora. Modo rápido, una hora.

Sin perder un segundo, salió del lavadero hacia el patio y se adentró en el gallinero. Cuatro medidas por jaulón, revisar que estén todas bien, recoger los huevos y colocarlos en los maples, juntar el excremento.

Jimenita estaba acostumbrada al olor y al cacareo. Jamás hablaba con las gallinas, pero le sonreía a las más viejas, que llevaban muchos años allí, como ella. La cosecha del día era pobre, apenas una docena, pero había reservas, por lo que no faltarían huevos para entregar los pedidos de la semana. Don Carlos el jueves, la familia Gómez el domingo, Mariela y los Marcone el lunes, el pedido grande los martes para la panadería, Don Gerardo y Doña Marcela los miércoles. Cada quince días, los Echegaray y los Ramírez, que venían desde Capuncay, a media hora de viaje.

Al volver a entrar a la casa, Jimenita ordenó metódicamente todos los utensilios que había lavado después del almuerzo. A Don Julio no le gustaba ver todo ese desorden y tenía razón. No se puede pensar en un lugar desordenado, reflexionó Jimenita para sus adentros. Antes de guardar el último plato en la alacena, recordó que el alicate se había roto y abrió los ojos bien grandes. De los nervios, casi se le resbala el plato. Con la ropa maloliente que tenía puesta, revisó su cajoncito y tomó algo de dinero de sus ahorros. Cuando estaba por cerrar el cajón, alguien golpeó la puerta. Jimenita levantó la vista y paró las orejas. No puede ser Don Julio, pensó. Por favor, que no sea Don Julio, suspiró. Pero claro, Don Gerardo, ya se los traigo. Docena y media, aquí tiene. Muchas gracias. Cuando vuelva le envío sus cordiales saludos. Jimenita guardó el dinero de los huevos en el cajón de Don Julio y, a paso rápido, salió hacia el almacén de Don Matías.

Atravesó las calles de tierra agrietadas por el calor y esquivó a los perros que jadeaban bajo la sombra de los eucaliptus. El almacén de Don Matías quedaba a tres cuadras, pero a Don Julio no le gustaba que ella pasara por la puerta de la cantina, entonces tuvo que rodear esa manzana y el camino le tomó algunos minutos más. Tiene razón, no me pueden ver así sus amigos, caminando sola.

¿Qué tal, Don Matías? Un alicate, medio kilo de papas, medio de zanahorias y medio de cebollas. Bifecitos a la criolla, sí. Gracias. Aquí tiene. Gracias. Cuando Jimenita salió del almacén, Don Matías la observó con detenimiento: lucía vieja, lucía sucia, lucía triste. Ella no era así cuando llegó al pueblo, pensó. Era bonita y sonreía, pensó después.

Medio kilo de bifes, por favor. Sí, todo bien. Gracias, Don Ignacio. Aquí tiene. Serán dados, Don Ignacio. Cargando las bolsas en las manos, Jimenita se alejó de la carnicería y Don Ignacio la observó con detenimiento: lucía vieja, lucía sucia, lucía triste.

Tiene razón, tiene muchas cosas en qué pensar: los negocios, los contactos, los clientes, las cuentas que pagar. En el camino de vuelta a casa, Jimenita recordó que hoy no solo era miércoles, sino que era el día dieciséis del mes. Entonces, después de la cena... Sin embargo, no había que adelantarse: primero secar la ropa, después hacer la cama, después los bifes (a punto, porque así le gustan a Don Julio), después los platos.

Me paga bien por el trabajo y, a su manera, me quiere. Algún día voy a usar los ahorros para comprarle un horno de los nuevos a mamá, allá en la ciudad, porque acá no hay cosas así, pero allá sí, allá hay hornos de los nuevos. Jimenita entró a la casa y, con rapidez, puso la ropa en la secadora. Luego, ordenó las verduras y limpió el baño. Mientras fregaba la bañadera, Jimenita recordó a Julián. Justo el dieciséis se acordaba de Julián, justo el dieciséis. Qué mala idea, pensó. Pero no pudo evitar recordar la mano de Julián deslizarse por debajo de su vestido, la mano de Julián que le corría la bombacha, la mano de Julián que la hacía gemir, la mano de Julián que le llegaba al alma. El olor a lavandina la trajo de vuelta al baño.

Con Don Julio es diferente, con Don Julio siempre es igual: él abajo, ella arriba. Cuando pasó lo de Julián, yo era chica; eso fue una locura, pensaba Jimenita, mientras perfumaba las sábanas ya secas y las colocaba en la cama. Don Julio me ayudó cuando nadie lo hacía, cuando estaba en el campo y no había qué comer; Don Julio me cuida y me protege, a su manera, pensaba Jimenita mientras pelaba las papas y las zanahorias, y calentaba la plancha porque Don Julio estaba por llegar.

Don Julio llegó a la hora señalada silbando una chacarera. Me alegro mucho que haya ganado la partida. Sí, ya le sirvo la comida. Sí, Don Julio, a punto como le gustan. Don Julio arrastró su pesado cuerpo desde la puerta hasta la mesa y se desplomó en una silla. Olía a vino y a transpiración. Jimenita le sirvió los bifecitos a la criolla, le acercó un trozo de pan, una botella de vino y un sifón de soda. Se retiró a la cocina y esperó a que Don Julio terminara de comer. Don Gerardo ya retiró lo suyo y le mandó saludos. También le mandó saludos Don Matías. Sí, Don Julio, ya le retiro.

Con mucho cuidado, Jimenita levantó la mesa y lo ayudó a Don Julio a dirigirse a la habitación. Hoy es miércoles, así que, por favor, siéntese acá que le voy a cortar las uñas. Jimenita le quitó las alpargatas a Don Julio y, una por una, le cortó las uñas duras y llenas de tierra. Disculpe, Don Julio, es que se me resbalan. Disculpe, tiene razón. Disculpe...

Una vez que terminó de cortarle las uñas, Jimenita limpió los pies de Don Julio en una palangana con agua tibia. Ya se la enfrío, no sea cosa que se queme. Disculpe... Don Julio refunfuñó y pronunció algunas frases oscurecidas por la evidente borrachera. Jimenita no entendió, pero pidió perdón de todos modos. Al finalizar el lavado, sintió ganas de mentir, sintió ganas de que fuera otro día, y no dieciséis, sintió ganas de que él se durmiera, sintió ganas de estar de vuelta en el campo, con su mamá, con poca comida, pero en el campo. El pueblo era diferente y Don Julio la había ayudado mucho. Tenía un sueldo y él la quería, a su manera. Se preguntó si Julián seguiría viviendo en el campo, se preguntó cómo luciría. Don Julio, hoy es dieciséis, susurró Jimenita, con la voz entrecortada. Don Julio sonrió. Ella se sacó las alpargatas, el vestido maloliente, el corpiño y la bombacha, y se metió en la cama, encima de él.

 

Autor: Santiago Astrobbi Echavarri

Pequeña biografía: Me llamo Santiago y nací en La Plata por casualidad. Me dedico a la traducción y a la escritura, y co-dirijo una revista literaria llamada Gambito de papel. También tengo un blog en el cual publico cuentos, ensayos, crónicas de viaje y reseñas de eventos.

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