top of page

El día en que todos se volvieron locos


Ellos marchan sordos y al mismo tiempo ciegos,

llenos de estupor, razas sin juicio.

(Parménides, 6)

Yo no había aún nacido el día en que todos se volvieron locos. Pero mi padre me habló de ello. A él se lo había narrado su padre, a su padre mi bisabuelo y de mi tatarabuelo lo había oído éste... Fue una hora desgraciada aquella en que todas las cosas comenzaron a verse del revés. Nadie se pone de acuerdo acerca de las razones que motivaron semejante alteración; pocas inteligencias guardan un mínimo grado de criterio para juzgar los hechos desde una óptica no viciada por la locura. Se ha hablado de mutaciones genéticas debidas a trastornos alimenticios, a cambios climáticos, al incremento de emisiones radiactivas. Se ha especulado incluso con el desarrollo y contagio de un virus indetectable con asiento en el seso del homo sapiens, y por demás dañino. Pero de cierto nada se sabe, excepto que todo cuanto hacía a la razón humana se desquició drásticamente.

El primer indicio fue la inconformidad con el entorno; la disputa cruel con los elementos; la mirada rabiosa y cada vez más airada hacia todo lo creado. El murmullo de las selvas; los canturreos de las aves; los rugidos de las bestias; las magníficas tintas de los horizontes; la musicalidad y brillos de las aguas, que en los albores fascinaran al hombre, parecieron de pronto mortificar su espíritu, fastidiar sus nervios, atentar contra la harmonía interior de este nuevo ser urgido por descomedidas sedes, enloquecido por afanes inexpresables.

La fluencia vital discurría a ritmo más lento que la flamante y vertiginosa pulsión. La ansiedad atroz agitaba, atormentaba, abrumaba al hombre. Era imperioso acallarla; forzoso, satisfacerla. Era preciso obrar con urgencia aunque nada se supiese del nuevo afán, del nuevo apremio, aunque se ignorase todo acerca de sus posibles derivaciones. La copa vacía reclamaba ser llenada. Y esa copa vacía era el hombre.

Lo que a ninguno escapó entonces, sin embargo, es que el viaje hacia la compensación sólo podría realizarse fuera del libre flujo vital, a contradanza de él inclusive y en pugna con los elementos.

Ningún sentimiento de reciprocidad entre la devoción antigua y el moderno fervor era ya posible. Otro apremio se imponía; también el interés y el horizonte eran otros. El viejo ceremonial debía ser reescrito. Hasta el último de los conceptos demandaba drástica reformulación. Desnaturalizar la fisonomía y carácter de las cosas para hallarlas de nuevo aceptables y seductoras a ojos de los mortales, aquejados de descontento; rebautizar con nombres horribles y explicar con siniestros móviles los componentes y conductas de la Naturaleza a fin de que el desorden interno quedara justificado; ser contrario al legado de los ancestros y aplastar las valoraciones primordiales bajo conceptos dinámicos, pragmáticos y efectivos: tal la divisa –el impulso maquinal –el imperativo común a todos… o a casi todos. Y conforme a esto se obró.

Primero se arrasaron los bosques y las selvas; su existencia se hizo antipática a la vista del nuevo temperamento. Los espíritus elementales se conmocionaron, clamaron, gimieron en su angustia y agonía; pero nada de esto sensibilizó al hombre. Esos espíritus fueron vejados y puestos en fuga merced a toda variedad de actos de pillaje. Aquella magia primigenia latente en la espesura, en el flujo continuo de las aguas y en la quietud paciente de las rocas, recibió el ultimátum, la orden inapelable de emprender el destierro bajo amenaza de mutilación y muerte. Ya no se quería trato con hadas, duendes, centauros, náyades, grifos y demás entidades del primitivo imaginario; fastidiaron al hombre esas apariencias risibles y quiméricas sin utilidad alguna en el nuevo planeamiento global. No podía obtenerse ganancia efectiva e inmediata de ellas. Y “ganancia” era la palabra que repetían todas las bocas. “Ganancia” era la nueva deidad festejada en los ritos. “Ganancia” era la respuesta al vacío interior.

Y así, y en atención a esto, donde había bosques primarios y praderas agrestes se trazaron largas vías férreas, amplios campos de cultivo y autopistas bien pavimentadas. La cueva del mago, el altar dispuesto para la consagración de la divinidad, las tierras donde reposaran los huesos de mil y un antepasados; todo ello fue barrido para erigir en su lugar ciudades fabriles vomitadoras de gases tóxicos, de hormigueo incesante y bullicio atronador. Parecía que el designio escondido en todo ello era emponzoñar el aire; despojar los cielos de su azul tan límpido; excluir el verde, el concierto, la calma; espesar las aguas y corromperlas con desechos químicos e inmundicias asquerosas. Parecía que de ahora en adelante todo debía oler, sonar y saber mal, que impura debía resultar la vida para deleite del nuevo paladar, que cuanto más agotado quedase el suelo y más basura fuera acumulada tanto más idílico se juzgaría el paisaje.

Pero en el fondo, triunfal y dominante, sólo estaba la Ganancia. Y nada bastaba para ella; siempre apetecía más, mucho más. Ella lo reclamaba todo y sin concesiones para el descanso.

Los animales, las groseras bestias de existencia pausada, repartidas a todo lo largo y ancho del orbe, con sus desenfadados hábitos cíclicos, con su despreocupada vida ingenua y a tono con la antigua y perimida lógica elemental molestaban la altiva y febril actividad del hombre; obstaculizaban la realización espacial del nuevo plan productivo. Había que seleccionar, domesticar y degradar a aquellos animales que resultaran útiles y suprimir el resto; había que desechar lo inadecuado, lo ineficaz, lo no conveniente y poco lucrativo. Comenzaba la carrera de exterminio en aras del progreso material e inmisericorde. Así se acabó con especies cuya enumeración resultaría tan ímproba como intentar contar granos de arena en el desierto. Pues incontables son las variedades de criaturas de las cuales ha sido borrado todo vestigio y memoria por causa de este hombre loco: aves de cuyo canto y bullicio hablaron los antiguos poetas, y que jamás oirán nuestros oídos modernos; abejeos, gemidos, arrullos, estremecimientos, pálpitos que no contagiarán ya a nadie; pues todos ellos han sido sofocados. Visiones del mundo, sí, definitivamente oscurecidas en la noche y el olvido, y de modo irremediable y de modo espantoso.

Mi padre me habló del uro, salvaje toro de gran tamaño cuya valentía supo conquistar de admiración al fiero pueblo romano; del tarpán, brioso equino de péndula crin, temeroso de su sombra, enamorado del viento; de la quagga blanco tostada, con pelaje mitad liso y mitad rayado; del guará, maravilloso zorro-lobo del austro y del no menos maravilloso tigre hircaniano; también me habló del oso de Atlas, morador de los extintos bosques de pinos; del distinguido pingüino de Islandia y de la paloma migratoria de Carolina, cuyas bandadas, de tan profusas, formaban densas nubes que oscurecían el sol y de las que no queda ya sino la momia impasible de un último ejemplar puesto en exhibición.

Pues sí, todos esos animales, tras mucho hostigamiento, fueron aniquilados y ennadecidos; ni sus fantasmas pululan ya para atormentar las almas de sus matadores. Pues sus matadores no tienen alma; la han empeñado y perdido; ésta fue otra de las tantas concesiones que tuvo que hacer el hombre para realizar el nuevo plan.

Pero con ello no bastaba. Había que ir por más. ¡Este plan era demasiado vasto! La perimida coherencia, audazmente manifiesta aún en algunos individuos (variedades humanas que parecían resultar inmunes a la locura desatada en el conjunto de la especie y que no ajustaban todavía sus retinas con arreglo a la nueva óptica ni sus corazones al nuevo sentir), debía ser acallada. ¡Molestaba ese residuo de coherencia! ¡Molestaban dichos individuos! Había que reencaminarlos, o bien desterrarlos; acaso mejor destruirlos. El artesano, el artista, el poeta, el místico, el sabio, el filósofo… y todos aquellos que aún guardaban en sus almas el ensueño y el encanto de las pasadas eras; aquellos en quienes era fuerte el llamamiento de la maravilla y la belleza y continuaban sensiblemente vinculados con la sencilla lógica elemental, resultaron sospechosos para los devotos de la nueva divinidad, Ganancia, y del nuevo credo, Progreso. Y para hacerlos aun más antipáticos, y reforzar la idea de que no tenían más razón de ser en este moderno orden mundial, se confundieron todas las lenguas y comenzaron a llamarse las cosas por otro nombre; más bien por su reverso. Así por arte se entendió lo aborrecible y por poesía se estimó la tontería; a belleza se opuso utilidad y al ensueño, realidad; al rufián se lo consideró muy digno y al charlatán tremendamente versado, y por labor humana ya sólo se asumió la producción mecánica, la labor serial y uniforme del mundo fabril.

Y cuando todo estuvo bien de cabeza y sólo un tipo humano quedó de pie para juzgar lo hecho según un único criterio posible; ese hombre prototípico, erguido sobre los escombros del ultrajado, saqueado y devastado viejo mundo, alzó su altiva mirada hacia los cielos corruptos; se llenó los pulmones con el aire putrescente e irrespirable, macerado por las continuas emanaciones tóxicas; colmó su mirada de la horrible pesadilla resultante de su odiosa y destructiva labor, aquella que con manos ávidas había perpetrado sobre lo que antaño fuera un paraíso prístino, y con un gesto de satisfacción en el semblante envilecido, halló que todo ello estaba bien.

¡Pues el hombre estaba loco!

Esto es lo que me contó mi padre. Y a él su padre, y a su padre mi bisabuelo y mi tatarabuelo a éste...

Fue una hora desgraciada aquella en que todas las cosas comenzaron a verse del revés; en que todos se volvieron rematadamente locos. Y aunque hay quien habla aún de mutaciones genéticas debidas a trastornos alimenticios, a cambios climáticos, al incremento de emisiones radiactivas; o bien del desarrollo y contagio de un virus indetectable con asiento en el seso humano y altamente dañino, yo no sabría decir nada de cierto al respecto, ya que todo cuanto llevo narrado lo sé tan sólo de oídas; no puedo juzgar con criterio valedero. Existe la posibilidad de que no se trate sino de un cuento ancestral, de un mito, de una leyenda; que aquel mundo henchido de plenitud nunca haya existido. Y a más de esto, mi cerebro, mi pobre cerebro, en mayor o menor proporción que el de los otros, está intoxicado también; padezco el mismo mal que afecta a todos. Sí, soy tan destructivo como cualquiera y rara vez abrigo remordimiento alguno por mis criminales actos en pro de la Ganancia; estoy igual de enfermo, igual de envenenado y corrompido y soy igual de peligroso. Pues yo no soy sino un loco más.

 

Autor: Ricardo Giraldez

Nació en 1970 en la Ciudad de Buenos Aires, Argentina. Sus relatos han sido seleccionados para integrar diversas antologías, tanto en el ámbito local como en España, Italia, Colombia, México y Estados Unidos. Ha colaborado con diferentes revistas literarias de prestigio. Tiene varios cuentos premiados y una novela de ficción histórica publicada por la editorial española E-ditarx

Imagen tomada de

bottom of page