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Como la venta de helados en el colegio Nossa Senhora de Nazaré no había ido bien, fuimos a intentar la suerte en un juego de dados llamado bozó. De una, perdimos la poca ganancia que habíamos logrado tener. Sin plata con que comprar algo mejor, casi al mediodía, nos dirigimos al muelle a pescar piranambú y buiú-buiú para el almuerzo. Había mucha gente en la parte central de las casas comerciales flotantes y el río estaba muy lleno. Buscando otro espacio, salimos bordeando como quien va rumbo a la Plaza 16 de Julio, mirando desde el umbral las embarcaciones atracadas en las barrancas.

―Para onde se vão tantos barcos?

―São tantas bibocas que não conhecemos.

En un determinado momento sentimos que a Pireka le interesó algún destino. Se quedó quieto, como mi papá al oír alguna caza en el entramado de la jungla. Pico de Brasa y yo, que habíamos pasado sin mirar a ningún punto en concreto, volvimos. Pireka se fijaba de forma disfrazada en algo que nos enseñó con un dedo bajo la remera. Lo miramos entre admirados y temerosos preguntándole, sin hablar, si daba. Tres metros debajo de donde estábamos había un hombre sentado, a solas, dentro de un pequeño barco. A su lado, en posición vertical, una cartera President. Por su inmovilidad, parecía que el hombre dormía. La vida giraba en torno nuestro como el paisaje en los ojos de un ebrio.

―Será que dá?

―Será que dá?

Pireka explicó en murmullos que sí, que daba usando mi vara de pescar, que era la más larga. Daba. Que camináramos despacio y que, cuando él corriese, deberíamos correr a toda hacia nuestra mansión abandonada que estaba a dos cuadras de allí. Daba. Caminábamos y mirábamos atrás. Pireka se sentó sobre el malecón, examinó de reojo a un lado y otro. Nadie en la calle en aquel mediodía abrasante en la línea del ecuador. Daba. Con cautela, fue lanzando la vara en dirección al barco. Lo vimos levantarse. Enganchada el alza en el anzuelo, venía la pesca milagrosa. Piernas para que las quiero, alas para volar… Antes de entrar resollando a nuestro castillo embrujado miré hacia atrás. Nadie nos perseguía. Asimismo tomamos el túnel secreto donde desaparecíamos como una sombra siempre que alguna pandilla nos amenazaba con paliza y muerte y donde solíamos guardar nuestras cañas. Unas tres horas nos quedamos ahí. En este entretiempo, a veces un ruido que llegaba de las afueras, una bocina, cualquier cosa, nos recordaba a Pico de Brasa y a mí que la yuta estaría revirando el infierno en busca de nosotros. A Pireka, no. Pireka, flasheando con su bolsita de pegamento, se reía. Tenía a Dios en las bolas el culicagao. Dentro de la cartera: bastantes cruzados novos y un revólver 32 fosco, caño corto. Se fue el miedo y se estableció el placer. La plata nos proporcionó vivir como dos meses sin vender helados bajo el gran animal amarillo. Cada mañana salíamos como si fuéramos a venderlos, pero luego escondíamos las cajas de poliespán en nuestra mansión y pasábamos la mañana vagabundeando por las calles, zambulléndonos en el río, jugando al metegol, merendando x-salada con Fanta naranja. Llegamos a ir a la puerta del colegio Nossa Senhora de Nazaré a ofrecernos a las chiquillas, a quienes en otros días vendíamos helados, a acompañarlas después de sus clases. Antes de volver a casa, comprábamos algún pescado mejor que piranambú y buiú-buiú, que comen gente muerta y caca humana, dicen. El revólver, después de que Pireka se lo puso en la cintura, nunca más lo vi. Como bien tangible, al final quedó solamente el conjunto de remeras que compramos para nuestro equipo Estrela Vermelha. Antes de que el tejido se rasgara ya no andábamos juntos. Ya era tiempo de que trabajáramos en serio. Nosotros, Pireka no. Pico de Brasa luego abandonaría los estudios por la vida de albañil. Yo, haciendo de todo un poco, seguiría intentando mantener alejado el destino de morir joven y dejar un cadáver apuesto.

*

Ahí por los 18, encontré al Pico de Brasa una última vez. Para celebrar el nacimiento de su primer heredero, jugamos al pool y tomamos una botella de Caninha 61. Entre una tacada y otra, me contó que Pireka realmente se había vuelto chorro. De inicio no pasaba de un ratero barrial, pero luego pasó a hacer atracos a mano armada y robos sustantivos. Así era. Tanto que en un corto período de tiempo, por ser atrapado en flagrante varias veces, su fama se universalizó en la ciudad. En contra de la policía la jueza Katarina no permitía que un menor de edad terminara aterido en el frío cemento de la cárcel. No lo fue. Si su fama me llegó a los oídos, mis ojos no volvieron a ver a Pireka hasta el día en que lo encontré en la sucia página de un periódico con la que me envolvieron una barra de jabón Cutía. A los pocos meses de llegar a la mayoría de edad fue encontrado tirado en una zanja por detrás del estadio Gilbertão, con una ensangrentada remera de Lennon y la jeta llena de hormigas, como aparecía narrado con clichés en la página policial.

 

Autor: Mauricio Collares

Nació en 1975 en Manaos. Es formado en Letras por la Universidad de Amazonas. Desde 2012 vive en Buenos Aires, donde publicó los relatos Caléndula blanca (Ojo de Poeta, 2016) y El tambor de la memoria gira (Ojo de Poeta, 2017), así como tradujo al castellano El infierno de Wall Street y otros poemas de Joaquim de Sousândrade (Corregidor, 2018, con Laura Posternak).

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