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Momentos de comportarse


En 1997 llegué a Tanzania, allí cumplí los treinta años, casi muero de paludismo y en el televisor del amigo Muna vi la visita del Papa Juan Pablo II a Cuba, la muerte de Diana y a Zidane cargar la Copa del Mundo. El plan comenzó en el hospital de Guantánamo, escuchando anécdotas de ¨trabajo¨ fuera del país, con rótulos de colaboradores voluntarios. El de apariencia elefantezca decía que en Nicaragua lloró apretado a la almohada hasta que pudo cambiarla por una "nica" gorda y rica que le compró gran parte de los muebles que todavía lo soportan en su casa. Entonces por qué una hormiga no iba humedecer y luchar por abandonar la delgadez odiosa que le apretaba el estómago como una técnica bariátrica? Lo de trabajar y ayudar no era una meta, desde que nací ya sabía el por qué y para quiénes.

Mi abuelo Manuel me acompañó a la terminal 1 de La Habana, allí éramos 7: gladiadores, imitadores de espías, una meretriz del Halotano y mis zapatos Made in Spain, que andaban rápido para ocultar la herida que tenían en la arruga de quien se agachaba para recoger las muñecas de una Camila de 5 años. Dentro del avión, el primero para la mayoría, todo era sorpresa y bochornos atropellados: el cinturón fue la estrella, hasta que una linda aeromoza cubana nos dejó firmemente prendidos al asiento más cómodo para cristianos con títulos de médicos y aereoanalfabetos. A la hora del despegue ella era otra temblando a ritmo de un mambo inesperado, pero sin pronunciar una palabra por miedo a que un decibel aumentase la ira, por plagio, de Pérez P. Nos relajamos, comenzaron a pasar los carritos de comidas y bebidas y la presencia de un bistec de vaca ilesa de procesos judiciales, nos hizo saber que hay un día para saborear el Paraíso. Allí adentro todo era azul. Ni sé cómo logramos meter platos, tazas y vasos en los pequeños maletines, previendo que en diez años serían utilizados en los 15 de las princesas caribeñas. Fueron 8 horas para pisar la escalera más ancha de la Tierra: Aeropuerto Fiumicino, Roma. Un cuarto imperial… la opulencia taconeando por cada boutique, restaurantes y peleterías. Un pato de cristal multicolor en el lago de mis ojos, de derecha a izquierda, de atrás hacia delante, hundía la cabeza en mis pupilas y sacaba uno a uno los 53 dólares de la dieta, pero se los arrebaté del pico y recordé lo de macho, sin casa, con familia y una hija que criar como Alteza en una cuadra donde cocinaban con leña. Pero a Pinocho sí lo llevé, vestido de rojo y de verde. Incluyendo a Camila, dudarían que lo compré en la tierra de Da Vinci y de Versace. Dormimos trece horas al lado de unos palestinos, que estaban felices en unas colchonetas negras, a espera del próximo vuelo con destino a Addis Abeba.

No sé si Haile Selassie hubiese permitido tanto amoníaco, el polvo sobre los nylons que vigilaban la tranquilidad sonora de los Tres en Uno y el vernos en calzoncillos detrás de una cortina roja y con una mano procurando, no sé qué objeto, por toda la superficie corporal de los viajeros. No les hice caso ni tuve una erección, eso sí me hubiera avergonzado. Compré una cesta de fibras multicolores, donde guardan los comandos de la casa de mi madre y vi que la sala de espera era muy similar a las gradas deportivas de las escuelas en el campo de Cuba: cemento y la cara de haber sido pintada de blanco en el tiempo de la guerra. Después de pasar por indiferentes ante el estrogénico ébano nacional, aterrizamos en Uganda, sin poder bajar del avión. Creo que fue un deseo de todos, incluyendo el de Dios, porque el país estaba en guerra y no iban a ser el polvo y la orina los que nos iban a recibir. Desde la ventanilla conseguimos ver un edificio moderno, de cristales y movimiento de milicias. Por la noche y bajo lluvia llegamos a Dar es Salam, que en lengua árabe significa ¨casa de la paz¨. Karibu es ¨bienvenido¨ en suajili, la lengua que hablan otros dos países: Kenia y Uganda y es la primera palabra de una fila de 10 minutos de saludos. No estaba alegre, me sentía dichoso, como una abeja disponiendo del pedazo de cake olvidado por recién casados en una gaveta de la Luna.

El segundo día, en un pequeño hotel del barrio Kariakoo, nos informaron la ubicación en la porción del mundo donde el amor, la miseria, la música, el SIDA, el marfil y la malaria, viven en una danza infinitamente impredecible. A Miguel también la palabra Lindi lo hacía pensar en un scanner del Edén a orillas del Océano Índico, el que se aleja medio kilómetro durante el día, te deja andar y por las tardes regresa de su orgía con las sirenas y borra toda las huellas en su césped de caracoles. Otro avión, ahora sobre jirafas, elefantes y chitas y buscando la provincia de Mtwara. En el balanceo del águila Air Tanzania, recordé el Delta del Nilo, el lago Victoria y la pamela blanca del Kilimanjaro. No salí de casa con los ojos tan grandes, pero ya podía ser un óptimo compañero de safaris y tertulias hasta para el propio Hemingway. En un Land Rover blanco y antiguo nos llevaron hacia otra tajada costera del gran ugali que es la Tanganika de Nyerere. Después de 3 horas y con el sabor de la escasa saliva de la noche pregunté al chofer cuándo estaba previsto que llegáramos a Lindi y respondió: Karibu Nyumbani (bienvenidos a casa). Ni los mosquitos conseguían ver a sus víctimas: apagón total y el adagio de las generadoras eléctricas de las familias hindúes que vivían encima de sus comercios. Un señor alto, escogido de una película de suspenso, nos recibió con una sonrisa que permitió ver la mesa de comida y refrescos de Fanta y Sprite en el local que nos habían preparado. Era el primer encuentro con los gases del capitalismo. Por la mañana el gran azul nos esperaba para filmar la sorpresa y un contrato de respeto mutuo: otro motivo para recordar la Isla y adorar a Yemayá. Un trozo de carretera gris, a la izquierda del lienzo, nos dejaba ver uno de los posibles caminos por donde dejar la prisión que habíamos solicitado. Al mes ya nos tenían lista la casa en un barrio para dirigentes que amaban la tranquilidad de la naturaleza y el rugir nocturno de los leones desalojados por el imperio Hominis. Cerca de las 9, después de doblar las sábanas y sin saber orar, salimos para el centro de trabajo en el mismo Land Rover casi blanco y andariego. Acercándonos noté una estructura de pabellones, parecida a la del hospital Pediátrico donde fui de niño a llevar la comida a quien me había pedido que siguiera sus pasos y no los míos, o sea, cambiar óleo por sangre. Comenzamos a pisar una rampla de cemento. Derecha, izquierda, centro… todas las imágenes se parecían a lo desconocido en 29 años, y un temblor épico me hizo disminuir la decisión de llegar al final del pasillo. Fue cuando Miguel dijo: respira profundo porque es aquí donde trabajaremos 2 años. Sonrió, lo imité y reuní a mis pulmones para explicarles que cada aventura tiene un olor característico y era el momento de comportarse.

 

Autor: Abelardo Urgelles Orúe

Profesión cirujano. Escribo poesia desde adolescente con publicaciones locales en Guantánamo, Cuba. Publicación en Extrañas Noches, 10.2018.

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