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La tormenta


Lo único que nos iluminaba esa noche era el resplandor de un cigarrillo armado. Un espíritu naranja que brillaba de a ratos y que se reflejaba en el lomo transpirado de una lata de cerveza. Me preguntó quién había apagado la luz y le respondí que yo me preguntaba lo mismo. Aunque yo sé, realmente, quién fue.

—Lo único que sé es que se viene una tormenta —le dije mientras le alcanzaba el cigarrillo —. Mirá por la ventana.

Cuando se levantó me di cuenta que era un chico de mi edad. “Habrá llegado igual que los otros”, pensé.

Abrió la ventana después de correr las cortinas. Abrió dos grandes ojos pálidos y de nácar cuando vio la tormenta. Se perdió en el remolino negro y púrpura que hacía formas irreales y abría gargantas por donde se filtraba la luz de los rayos. Se transportó, como todos, al medio del campo donde va a copular el caos de la lluvia; en ese lugar en el que, por una milésima de segundos, hay un silencio que retumba en cada rincón del mundo.

“Una gota moja; un diluvio desata mareas”. Esa frase se me marea en el alma siempre que hay tormentas, y acá la tormenta es eterna.

—¿Qué es eso?

—Todos preguntan lo mismo, pero nadie pregunta por qué —Me mira levantándome una ceja y tiene razón; yo creo que hacerme el misterioso da una mejor impresión sobre mí—. Es una tormenta que azota a este lugar desde que tengo uso de razón.

—Pasame el pucho —le da dos o tres pitadas sin mirarme—. Lo babeaste todo.

—Si no te gusta no lo fumés.

—¿Cómo te llamas?

—Manuel, ¿vos?

—Ignacio.

Acá, el tiempo no pasa, y cuando lo hace, si es que se digna a hacerlo, se devora añares en un rato. Nos quedamos mirando la tormenta y escuchando el paso del viento entre las plantas. Yo ya me acostumbré a ese sonido monótono, al paso azaroso del tiempo, pero, sobre todo, me acostumbré a estar a oscuras. Sin embargo, para el resto suele ser incómodo estar falto de luz. Se nota; se nota en la respiración y en la voz, y en el roce de las manos, y se nota, también, porque hay un par de ojos ciegos disparando miradas al aire.

—Se cortó la luz, hace bastante —le cuento—. La cortaron por las dudas, ¿viste? Por si se quema algo.

“Una vez, hace tiempo ya, no la cortaron a tiempo y se quemó la radio”, le explico. Yo extraño la radio y extraño la charla de madrugada con ese aparato filtrando, de tanto en tanto, los rugidos de la estática que le disparaba la tormenta.

—¿Dónde estamos? —Me pregunta mientras sigue tomando de la lata. Es la penúltima, pero la que queda está caliente.

—Estamos en el ojo de la tormenta.

—¿Pero dónde?¿Rosario?

—Eso no sé. Nadie sabe.

Hay una cosa muy curiosa en este lugar y que no recuerdo haber visto o sentido en otros. Acá, los que llegan, no se animan a preguntar algo cuya respuesta guardan en lo más íntimo de sus corazones. Acá hay cobardes, como yo. Acá hay silencio y una quietud contagiosa. En este lugar algo desgraciado, el tiempo frena porque se congelan los espíritus.

—Manuel, ¿por qué no vas al corazón de la tormenta en vez de quedarte en el ojo?

—No me animo. —Le confieso.

—¿Por qué? —Retruca.

—¿Y si me cae un rayo? Para mí, lo más inteligente es quedarme acá. Yo ya ví lo que le pasa a los que se lanzan en esa cruzada estúpida de hundirse en la tormenta. Corren y gritan llenos de pánico, pero siguen corriendo hasta que un rayo, casi siempre, los atraviesa.

“No me interesa que me devore la tormenta”.

—No entendés nada. —Se acurruca abajo de la ventana y me da la espalda. Se enojó, creo.

Yo no puedo dormir y me paso seis horas mirando la tormenta. Empezaron a caer unas gotas a la madrugada, pero no son soporíferas para mí. Si tuviera aún la capacidad de dormir, el ruido de las gotas muriendo contra la ventana sería, curiosamente, una nana mágica.

Se despierta y se arma un cigarrillo con marihuana. Fumamos en silencio. Me pregunta si no me aburro y le digo que sí. Me pregunta si me molesta estar acá, y le digo que me da igual. Duda un poco, pero me pregunta si todavía le tengo miedo a la tormenta.

—Claro que sí.

—¿Vos sabés que la estás malinterpretando?

—¿Cómo?

—¿Y si la tormenta no está buscando fulminarte?¿Y si podés ser el lazo entre el cielo y la tierra?¿Y si la tormenta sigue porque no te animás a enfrentarla?

No le respondo nada.

Me agarra del brazo y me levanta. Cruzamos la puerta y nos sacude el petricor más intenso que existe.

Tengo miedo, sin embargo no puedo resistirme. Entramos a un círculo de silencio y siento, al pasarlo, que atravieso una pared densa e invisible de estática.

“Una gota moja; un diluvio desata mareas”.

—¿Y un rayo? —Le pregunto.

—Un rayo, ilumina.

Cae sobre nosotros y nos dividimos en un infinito gas de partículas que se hunden en la tierra y que se meten en cada poro de todo lo vivo que hay en el mundo. Me vuelvo un conductor ubícuo y veo lo que sucede más allá de mis ojos; más allá de mi piel; más allá de mis ideas.

Me desarmo, me hago hago nada, y luego todo, y luego nada, de nuevo.

Ubicuo.

Ubicuo, pero consciente.

“Una gota moja; un diluvio desata mareas; un rayo ilumina”.

—Es así —me hubiera dicho—. En esa ecuación no hay lugar para cobardes.

 

Autor: Enzo Conforti

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