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De pronto siento que alguien me sujeta de la cintura, pero no logro ver quién. Estoy boca abajo, así me quedé dormido hace no sé cuánto tiempo, en el techo de esta casa vieja de Balvanera. Intento un movimiento que me permita darme vuelta pero las manos son fuertes, y creo percibir que también gruesas. Además la borrachera que aún vive en mí no me deja ser ágil. Las manos se separan. Una sube a mi espalda y allí pisa firme, la otra comienza a bajarme el pantalón. Borracho y todo entiendo que me quieren violar.

Trato de juntar fuerzas para decir algo, para hacer algo, pero no me sale. Siento la brisa de la madrugada en mi cola que ya está al aire libre. No sé por qué pero dejo de intentar una queja, y solo miro fijo la pintura descolorida de una maceta que no tiene planta alguna. Escucho un ronquido de excitación detrás de mí, y justo allí me llega un dolor que me penetra hasta lo más profundo. Pienso en gritar, pero no quiero hacerlo. Tengo vergüenza. Abajo, en la casa donde había sido la fiesta, pienso que debe quedar todavía gente: hombres, mujeres, botellas vacías, sedas vírgenes en las mesas mugrientas, ceniceros repletos. Una lágrima me cae y termina recostada en la membrana sucia, del color de la luna.

Luego de un rato no siento dolor. El movimiento de sube y baja de quien me domina fluctúa de fuerte a suave y pausado, creo que no tiene un gran miembro viril, y eso ha sido bueno para mí. No me da placer pero tampoco me atormenta como hubiera creído, como siempre comentábamos en ronda de amigos, cuando imaginábamos cómo sería recibir un pene en el ano. La respiración se me entrecorta, la de él es potente y armoniosa con su trabajo entre mis glúteos.

Pasa un rato bastante largo. Ya no siento dolor en todos los sentidos en que podía sentirlo. Lo único que sigue incomodándome íntimamente es la violencia de los acontecimientos, la brusquedad, el aprovechamiento. No digo nada hasta que presiento que llega el final, allí solo me sale, en un susurro, “por favor no me acabes dentro”. Nadie contesta. Pero de pronto un líquido como de salsa de tomate hirviendo me recorre el interior hasta vaya a saber dónde. La respiración de él se vuelve jadeo de finalización. Siento rabia y pudor; volvió a violentarme en mi decisión, me descubro reprochándole mentalmente esa indiferencia. Se ríe de mi rabia una sensación que me transita el cuerpo. Hasta que se estaciona y ya no siento más nada.

Cuando sale el sol de la mañana la casa está vacía, y yo la husmeo buscando signos de la noche que pasó. Luego, cargado de culpa e incertidumbre, decido ir a la comisaría a realizar una denuncia por violación. El oficial que me toma la declaración me mira indiferente. Sospecho que cree que estoy fabulando, e intuyo más certeramente que piensa que si no hice nada por evitarlo es porque lo estaba buscando. Termina de escribir en su máquina y se va hacia otra habitación sin decirme palabra. Yo me quedo esperando.

 

Autor: Gabriel Rodríguez

Nació en Lomas de Zamora en 1974. Estudió historia en el Joaquín V. González y Ciencias de la Comunicación en la UBA. Publicó un poemario y el libro de historias y microcuentos “Buenos Aires, ciudad de Luces y sombras”. Se desempeñó como educador popular y colaboró en diversos medios alternativos. Actualmente cursa la carrera de Edición y coordina el Taller y Espacio Literario de la Casa Cultural y por los Derechos Humanos Luciano Arruga.

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