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El alcohol “brillo vino” de sus ojos reflejaban el tedio, el hastío, el olvido. Harto de mirar por esa ventana sin ver ahogándose en la laguna de los recuerdos que no eran más que eso, una laguna en su memoria que no recordaba nada. El nudo en la garganta que hacía años tenía casi no le dejaba tragar tanta tristeza tanto remordimiento tanto odio. Llenaba otro vaso, uno más que alimentaba ese aliento de vino. Los codos apoyados en la mesa, se pasó la mano por el pelo opaco y graso, el brillo que dejó en la yema de los dedos imprimió las huellas digitales en el vaso medio lleno como la primera vez en la seccional. Mira ese gato negro que pasa entre las mesas como la figura de su suerte, la que no tiene. Alza la mirada y a lo lejos un reflejo en el espejo de lo que era no ve, la imagen de lo que es, le da asco. El aliento del cigarrillo de tabaco negro es repugnante, el espiral del humo es como el espiral negro de su vida. Acá nadie fuma afuera, es un tugurio de mentirosos que se inventan una vida todos los días recostados en el mostrador con un vaso en la mano. Como ése que decía haber contado ciento cincuenta elefantes en el desierto de katmandú montado en una jirafa blanca. El escucha reía a carcajadas, él solo miraba por esa ventana viendo la profundidad de la calle arrugada de adoquines. Un destello lo distrajo de mirar esa nada, un destello que no reconoció, era el destello del amor de una pareja que se besaba en la parada del colectivo. Miró detenidamente a un chico que pasaba pateando una pelota y no recordó si fue niño alguna vez. Metió la mano en el bolsillo la apretó fuerte, estaba ahí, como siempre, como en aquellos días. Los zapatos gastados, sucios, el pantalón raído, el saco arrugado, la camisa mojada en el sobaco, despeinado. Con la cabeza gacha se levanta, deja unos billetes en la mesa, unos pasos y abre la puerta a la nada. Nadie lo espera, nadie lo recuerda. Camina hasta la pensión. Abre la puerta de la pieza sin llave, se ve un ropero desvencijado sin una puerta, una silla de paja, una cama con un colchón sucio sin sábanas, desprolijo. Ahí nomás, en el fondo del cuarto, a dos metros la puerta que faltaba en el ropero tiene un espejo que no lo refleja o que él no se ve. Se saca el saco, lo cuelga en la silla, queda como queda. Se recuesta en la cama, un pie queda colgando, el otro deja caer el zapato. Un poster que se aferra a la pared con una sola chinche para no caer en el mismo precipicio que él. Mira la figura fantasmal que se dibuja en una mancha de humedad en el vértice de la pared y el techo. Recuerda a su madre como una puta barata y a su padre como un hijo de puta. Piensa, piensa, piensa para que me dejaron salir si al final estoy igual. Piensa, piensa, piensa sigo tan preso como antes, solo sin rejas. Los flejes del camastro se marcan en el colchón y en un rato se le van a marcar en la espalda como múltiples cruces, casi las mismas de su vida. Dormita, se ahoga con un poco de saliva acida que lo despierta, se sienta en la cama. Busca en el bolsillo del pantalón el reloj pulsera, son… son las… el reloj está parado -piensa- para el caso es lo mismo sea la hora que sea. Abre la puerta de la pieza, cruza el patio, llega al baño levanta la tapa del inodoro, escucha el eco que hace el líquido que cae en el agua. Sube el cierre de la bragueta, se da vuelta, evita el espejo, se enjuaga las manos, se moja la cara, el pelo y sale. En la pieza se pone el saco, busca en los bolsillos, al tacto su mano la encuentra, la aprieta fuerte, está decidido. Sale deja la puerta abierta, el pasillo oscuro, húmedo. Camina por la vereda sin rumbo, pero buscando encontrar quien lo devuelva de donde vino. Al menos ahí tenía comida segura, un techo, un poco de abrigo. Llegó a la estación, miró con filo a todos lados. Cuando llegó un tren, con felina mirada observó detenidamente y eligió a su presa que bajaba del último vagón. Vestía traje a rayas, zapatos lustrados, corbata al tono en una camisa pulcra. Lo siguió a paso parejo varias cuadras, luego redobló el paso y la apuesta para alcanzarlo. Cuando el futuro infeliz se dio cuenta se apuró, pero era tarde, ya lo tenía encima como el gato atrapando al ratón. Debajo de las copas de esos árboles testigos y de los ojos de todos, chusmas, chicos y de un perro que se rascaba la sarna, le hundió la navaja que había apretado en el bolsillo en el bar y en la pieza de la pensión. Algunos gritos, y los pulsos de un teléfono que hizo sonar la campanilla en la comisaría que en pocos minutos lo devolvieron de donde nunca quiso haber salido.

 

Autor: Emiliano Zanabria

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