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Piel bajo los huesos


Me giro. En la cama no hay nadie. Nunca lo ha habido. Me duelen las sienes, los ojos y hasta la boca, pero sobre todo el pecho. Siento cómo la cama me comprime contra su columna de metal. La habitación huele a vacío. Cada vez me duele menos respirar.

La luz penetra la ventana. Yo soy esa ventana. La ventana donde todos se asoman por última vez porque saben que después no pasará nada. Comprendo que nadie es capaz de contemplar una noche entera.

Quiero arrancarme la cara con las uñas y esconder mi piel bajo mis huesos para que los gusanos no puedan comérsela y así volver a florecer mañana. Las mañanas son esa luz que atraviesa la ventana y que no me toca, me rodea, se mete por las paredes mohosas de la habitación y se va porque aquí apesta a muerte. Una muerte que recorta mis propias sábanas y me envuelve con ellas, una muerte cuya cabeza tiene forma de ola y hiede a mis entrañas, porque soy ella, ella soy yo, somos la misma sombra.

Vuelve la noche. El mismo rayo de luz inunda la habitación. La luz palpita. A esa farola le queda tan poco como a mí. A estas alturas de la putrefacción solo tengo dos sentidos: la vista y el olfato. Veo la puerta abrirse, entran y me rodean, pero no puedo arañar este silencio de velatorio en el que las lágrimas lo inundan todo en una mezcla de maquillaje barato y asco.

No quiero verles el rostro. No quiero, no quiero, no quiero, pero ya están aquí. Ella está aquí y lleva mi traje de seda, los labios rojos y las mejillas sonrojadas. Huele a descomposición. Los invitados lo notan. Se impacientan porque tienen miedo, pero yo más. Intento abrir la boca, sin embargo, recuerdo que nunca he tenido voz para opinar nada. Ellos lo saben. Todos lo saben. Están tan acostumbrados a matarse que ya no pueden sentir piedad.

Al menos mi espejo me echará de menos. Nadie habla de la tristeza que sienten los espejos cuando su dueño deja de dialogar con ellos. Ahora vendrá a cubrirlo las motas de polvo en una suerte de monólogos de amor y odio, como siempre.

Me convierto en un reflejo torcido de la luna llena.

Me dejan al aire libre.

La cama está fría.

No se despiden.

Silencio.

Se van.

Ciega.

Fin.

 

Autora: Elisenda Romano Díaz (Las Palmas de Gran Canaria, 1994)

Es graduada en Lengua española y literatura hispánica en la ULPGC y ha realizado un curso de Corrección ortotipográfica en Cálamo y Cran. Actualmente estudia un máster de Español para extranjeros en la UNED. Ha publicado relatos en Cultura Colectiva, Extrañas Noches y La Trivial. Además, ha ganado dos segundos premios: III Concurso de Guiones de Teatro Mínimo Antonio García Cánovas (2017) y Premios Creatividad de la ULPGC, modalidad de relato corto Hermanos Millares Cuba (2015). Como actriz de teatro, ha actuado con Tecla+ en las obras Divinas Palabras y Títeres de Cachiporra.

Blog: elisendaromano.wordpress.comInstagram: https://www.instagram.com/elisendaromano/

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