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La marcha de la memoria


Había escuchado o leído su historia. Tenía retazos de lo que le había sucedido. Nadie de mi círculo próximo tenía contacto con él y no sabía dónde vivía ni cómo encontrarlo. Fui a las redes sociales y ahí lo hallé.

Le envíe la solicitud y me aceptó. Inmediatamente le hice la propuesta: juntarnos y conversar sobre los días de terror que le tocó vivir. Los días del espanto, los días de la memoria.

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La mañana del día fatídico, C. tomaba mates con su mujer. Era un día soleado y agradable. Pensaba en qué podía cocinar a la noche, qué hacer por la tarde. Hojeaba el diario. Era viernes y ese día jugaba su equipo: San Lorenzo de Almagro. En la formación del equipo estaban, entre otros, Ricardo La Volpe como arquero, Claudio Marangoni como volante central y Rodolfo Fischer como centrodelantero.

Mientras tomaban el mate, que pasaba de mano en mano, escuchaban unos tangos de Juan D'Arienzo. Entre tango y tango, el locutor informaba sobre un sismo en la zona de Cuyo. Era de 7,4 grados en la escala de Richter y afectó con fuerte violencia a esa zona del país. Incluso, países limítrofes como Brasil percibieron el brutal movimiento de la tierra.

Es en la década del '70 cuando surgen las primeras emisoras en frecuencia modulada (FM). Se produce una especie de grieta, una división en el espectro radiofónico, donde las AM se dedican fundamentalmente a la información y las FM a la música. Hoy en día para poder escuchar tango en la radio hay que ir, ineludiblemente, a la frecuencia AM.

Se preparó para ir a trabajar, se cargó el maletín y se llevó el libro de Manuel Puig que había sido publicado unos meses antes, El beso de la mujer araña, para leer en los recreos. Recuerda que lo tenía avanzado. Más de la mitad había sido devorado en pocos días. En el futuro nunca más lo pudo retomar, terminar. Un libro que le quedó inconcluso.

Salió de la puerta de su casa cerca de las nueve de la mañana. Hizo dos cuadras y no pudo volver sino años después. Desapareció.

Nadie suponía lo que iba a suceder unas horas más tarde, luego de abandonar la casa.

Su familia no lo creía. No lo quería creer. C. no aparecía. El suelo temblaba.

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Historias hay muchas y todos contamos con una. Una parte de la historia de C. es haber estado detenido y torturado por más de 2.500 días. Tiene, además, familiares y amigos que fueron desaparecidos y asesinados. Los desaparecieron. Esa experiencia catastrófica la pudo convertir en arte y militancia: ha escrito un libro, es un ciudadano comprometido y pleno.

C. tiene más de setenta primaveras pero su memoria es de la de un chico de dieciocho años: lúcida, detallista, con pocos baches. Estuvo secuestrado en La Perla y en el Campo de la Ribera, dos centros emblemáticos de la feroz y última dictadura cívico-militar, emplazados en nuestra provincia. Incluso, fue testigo querellante de la popular y titánica Megacausa La Perla y activo participante de todo el proceso, aún no finalizado, de los juicios por la Memoria, la Verdad y la Justicia.

Al igual que otros cientos de personas, C. habitó ese feudo de la brutalidad, aquel reino atroz, también conocido como La Universidad. Su vida puede sintetizarse en: joven comprometido con su época, participante en forma activa de los movimientos políticos y sociales de sus tiempos, secuestrado, sobreviviente del calvario. C. fue salpicado por los ecos del Cordobazo, las luchas populares, el nuevo aire fresco de la recuperación de la democracia en 1983. Comprometido desde la escritura y, también, desde y con su cuerpo.

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En una oración, y rápidamente, uno puede decir, suelto de cuerpo, que determinada persona estuvo secuestrada pero esas dos palabras condensan un sufrimiento y dolores inmensos. En C. todavía resuenan las picanas eléctricas y las noches de suplicio, las imágenes de los compañeros desaparecidos y sus rostros. La memoria sigue su cauce normal, no se detiene. Así es la marcha de la memoria: inacabable, inabarcable, sinfín. Infinita.

Soy joven, no viví los tiempos de dictadura. Soy uno de los tantos hijos de la democracia. Toda mi vida transcurrió bajo gobiernos democráticos. No tengo familiares directos desaparecidos ni exiliados. Durante mi infancia y adolescencia no fui alcanzado por todo el desastre de Videla y compañía. Las fotos más nítidas que tenía de ese tiempo eran las de la victoria en el mundial de fútbol de 1978, Sábato, Raúl Alfonsín y la Conadep.

Fue con el paso de los años, en la Universidad y mi traslado a Córdoba, cuando se me reveló toda esa parte de la historia. Fue ahí donde comencé a darle densidad a los relatos que escuchaba, a las historias que rodaban como piedras por la calle. Cada cosa comenzó a ser suavemente matizada por el concepto “última dictadura”.

Durante todo ese tiempo fui engendrando un interés por las personas que estuvieron secuestradas o murieron bajo el mal llamado Proceso de Reorganización Nacional: quiénes fueron, dónde estuvieron, por qué se los llevaron, qué profesiones tenían, qué fue de la vida de quienes pudieron sobrevivir, de los familiares de desaparecidos luego del año '83.

Al mismo tiempo, me sentía que no estaba habilitado para contar este tipo de historias, que no me pertenecían en absoluto. Sin embargo, fue más fuerte el deseo de conocer la historia de C. desde sus propias entrañas lo que me sacó de la cama y me trajo a su casa. Ahora estoy aquí, parado, bajo la sombra del jacarandá, en la entrada de la casa de C., a metros de la misma puerta por la que salió hace varias décadas y volvió transformado.

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C. integró ese conjunto de personas de “ni vivos, ni muertos” al que Jorge Rafael Videla se refería para hablar de los/as secuestrados/as, asesinados/as, violados/as y torturados/as por su dictadura en los oscuros años. En nuestras mentes ha quedado impregnado aquel fragmento de la grabación de un noticiero donde Videla, en blanco y negro, le contesta a un periodista sobre los desaparecidos: “es una incógnita el desaparecido, si el hombre apareciera, bueno, tendrá un tratamiento equis y si la desaparición se convirtiera en certeza de su fallecimiento tiene un tratamiento zeta pero mientras sea un desaparecido no puede tener un tratamiento especial, es una incógnita, es un desaparecido, no tiene entidad, no está: ni muerto ni vivo, está desaparecido”.

Corría el año 1979 y la masacre ya había comenzado. Mientras Videla decía eso en un sillón de bronce, C. estaba secuestrado y sufría vejámenes. No sólo C., miles de ciudadanos, la conceptualización de Estado, los Derechos Humanos y la Democracia padecían humillaciones y afrentas a cada minuto, en cada recodo del país. La multiplicación de aquel video ha dejado una huella marcada a fuego en mi memoria aunque no haya nacido sino muchos años después. Reminiscencias.

Así es que C. fue víctima del terrorismo de Estado y recién en 1984 recuperó su libertad. Vivió alrededor de 7 años preso, en cautiverio y en condiciones infrahumanas, por el hecho de tener ideas políticas contrarias a quienes manejaban nuestra nación en aquel entonces. Quizá el verbo “vivir” para experiencias como las que pasaron C. y muchos otros no sea el más adecuado. Tal vez sería mejor decir “habitó/duró/coexistió alrededor de 7 años preso…”.

Entre memoria e identidad hay una relación estrecha. El recuerdo de C. y su identidad forman un todo. Él es su memoria. Su ser se define por esos recuerdos, por ese hacer memoria cotidiano. Su vida es su narrativa y su narrativa está profundamente ocupada por los años en que fue privado de su libertad, torturado.

Mientras C. me cuenta parte de su vida, se me viene a la cabeza algo que escribió Pessoa: mi patria es mi lengua. Mis recuerdos son mi patria, mi vida es mi memoria, podría decir C., parafraseando al poeta lisboeta.

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Es pleno otoño y el frío se siente como un invierno escandinavo. Es un otoño cruel, no recuerdo ningún otro así. Luego de enviarnos unos mensajes, concordamos juntarnos este fin de semana a charlar sobre aquella parte de su vida. La noche anterior a este encuentro no dormí bien. Estuve ansioso y sufrí pesadillas.

Me despierto antes que suene la alarma del celular. Levanto las persianas, pongo la pava y luego voy al baño. Antes de salir tomo unos mates amargos, como lo hizo C. hace cuarenta años, rodeado de su esposa mientras el éter escupía la voz de Julio Sosa.

C. vive en La Calera. El viaje es corto, agradable y en algunos tramos se ven parcelas de pasto escarchado. Con la helada de la madrugada, el verde césped exhibe un color amarillo intenso, por partes aparece en tonos naranjas.

Según Google, La Calera está ubicada a 10 kilómetros de la ciudad de Córdoba. Es conocida como el “Portal de las Sierras Chicas”. Es un pueblo pausado donde se respira un aire de otra época. Este fin de semana, cuando me encuentro con C., se celebrará un festival gastronómico. Los calerunos desfilarán por las calles del pueblo deleitándose con distintos sabores. Yo no vine a comer ni a beber pero C. me convidará unas carnes asadas acompañadas de verduras.

El nombre impuesto a la ciudad surgió por sus yacimientos de piedra caliza. La Calera fue fundamental para el desarrollo de la prominente ciudad de Córdoba ya que la cal y piedra de esta zona posibilitó la construcción de las primeras edificaciones.

La ciudad, o el pueblo podríamos decir, es ameno y el ritmo de vida me cautiva. Mientras camino al encuentro con C. veo el Museo de Bellas Artes Ricardo Pedroni. Este se llama así por aquel pintor reconocido de nuestra tierra y que fue su fundador en 1963.

Por otra parte, es bien conocida la rica historia de la ciudad de Córdoba en relación con los Jesuitas. Algo similar sucede en La Calera. Fue allá por el siglo XVIII, cuando los Jesuitas compraron una estancia en la zona, de la cual se conservan partes de una capilla y un molino. Aunque no se encuentran en muy buenas condiciones le dan una tonada pintoresca al lugar.

También aquí se encuentra el primer Hotel de Turismo de la provincia de Córdoba. Este tuvo como huésped ilustre a Domingo Faustino Sarmiento.

La Calera esconde una historia que también está marcada en nuestra memoria. Corría el año 1970 y el ambiente estaba convulsionado. La ciudad fue copada por un comando Montonero, en lo que se denominó la Toma de La Calera pero ese es otro relato. Ahora entre nosotros, C. y quien escribe, hay en marcha una historia, su historia, su narración.

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Me cuenta con prolijidad y detalle el día que lo secuestraron. Fue el Tercer Cuerpo del Ejército. Eran cuatro tipos. Lo interceptaron en una esquina y le pidieron los documentos. No hubo violencia. Le dijeron que tenía que acompañarlos para responder unas preguntas.

En ese momento, C. era profesor en una escuela pública. Enseñaba Lengua y literatura. Era querido por sus alumnos. Empero, me confiesa que cuando le tocaba exponer la obra de Borges sus estudiantes lo detestaban un ápice.

Ahora ocupa las tardes en su casa, es jubilado y militante político en su ciudad. Ya no enseña pero sigue vinculado a la literatura de algún u otro modo. Continúa siendo hincha de San Lorenzo.

En relación a la lengua y literatura, una de las palabras popularizadas para referirnos a la acción terrorista de la Junta Militar fue el verbo “chupar” y sus conjugaciones. Este aparece como un eufemismo del secuestro y asesinato. “A mí abuelo lo chuparon”, “Se chupaba gente”, “A ese lo chuparon en los setenta”. Sospecho que ese verbo esconde parte de las responsabilidades. A uno lo chupa un Ovni, la luz mala, un fantasma o el Triángulo de las Bermudas. Así, se invisiviliza o esconde una porción de las responsabilidades.

Los principales recuerdos que afloran en C. están relacionados a la noche. En ese momento del día era cuando más se torturaba y castigaba a los detenidos, me dice. Era ahí cuando más movimiento había en los centros clandestinos de detención en los que le tocó estar. Por lo cual, al anochecer, cuando los normales dormían, era el momento donde más difícil le resultaba dormir y estar tranquilo dentro de toda esa locura.

Hoy en día, de vez en cuando, esa imposibilidad de no poder dormir reaparece en su vida. Entre risas se define como noctámbulo y confiesa que se ayuda con farmacia.

C. me cuenta que su vida hoy es íntegramente distinta a la que tenía previo al secuestro. Trata de disfrutar cada cosa del día y coloca los afectos sobre lo material y mundano. Mientras me cuenta cómo es su vida hoy se lo ve esforzándose, haciendo memoria. Son recuerdos que retornan pero de manera trabajosa.

En el patio la carne se está asando y la parrilla larga un chirrido, C. me mira fijo y me habla sobre el tiempo. Me dice que el paso de los años no le ha desdibujado su pensamiento y su voluntad para construir un bien común. Hacen falta cinco minutos con él para darse cuenta que quedó marcado por las vivencias de la prisión. Fue la creatividad, sus ideales y la resistencia lo que le permitió sobrevivir ahí adentro.

En base al olvido es imposible crear un orden social justo y humano, larga C. y le devuelvo el mate que me abrió el apetito. Con impunidad no es plausible la democracia, agrega y el mate rezonga por tercera vez.

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El hombre con buena memoria no se acuerda de nada porque no puede olvidar nada, según Beckett. Un ejemplo es Funes, el memorioso, de Jorge Luis Borges. Este hombre que recuerda todo vive acongojado y enjaulado. Ese tipo de memoria es una especie de castigo. Pero C. no es Funes y sus recuerdos no son huecos o vacuos. Sus recuerdos son halos de luz.

Por tanto, hay en cada hacer memoria de C. una restauración, que vuelve resignificada y le da, al mismo presente, un espesor luminoso.

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La casa de C. está en una vetusta esquina alejada del centro. Su auto, un Citroën 3cv, está agazapado bajo la sombra del jacarandá que tiñe el techo del coche de color lavanda.

Finalmente llego a la puerta de su casa. Un poco cansado por el breve periplo. Toco la puerta y una voz pregunta. Quién es. Soy yo. Te esperaba, pasá. A partir de aquí, entre nosotros, está en marcha una historia.

 

Autor: Lucas Gatica

Soy Lucas Gatica, licenciado en Psicología, escribo para un diario de la ciudad de Córdoba (Argentina) así como tengo publicados artículos académicos y algún cuento/relato en revistas.

En mi Facebook pueden encontrar mis notas más divulgativas https://www.facebook.com/lucas.gatica

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