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No está bueno contarle los lunares en la cama a la persona que estás por abandonar. Aunque primero llega ella, y dice, mientras vigila que no hierva el agua del mate, “esta fue la última vez que nos vimos”. Yo, que todavía estoy tirado boca arriba, apenas tapada mi erección por la sábana, miro fijamente la mano derecha de ella, que sostiene un cuchillo de serrucho. Pienso que me ahorré un tránsito congestionado de palabras y gestos que me iba a ser muy tortuoso. También medito si tengo que mostrar sorpresa, indiferencia, tristeza, o alguna otra cosa por el estilo. Trato de acertar qué será lo prudente. Sin darme cuenta giro la cabeza y quedo observando el equipo de música y las barras del ecualizador que bailan como si nada pasara.

La música nunca dejó de sonar desde cuando eran las once de la noche del día anterior, se repitió una y otra vez el mismo cd de tangos electrónicos. Ahora, justo que ella regresa conmigo con el termo y un repasador, suena Mareo, con Cerati. Me mira un poco enojada, o en verdad cansada. Mientras se sirve el primer mate me señala la sábana, “¿podrías pensar en otra cosa? Hacé un esfuerzo al menos”. A punto estoy de entablar una justificación, un alegato, pero me contengo, entiendo a tiempo que no tiene sentido. Cambio todo ese pensamiento por una mirada al mate que tiene en la mano, como pidiendo uno para mí. Me toca, le digo, hablando por primera vez en la mañana. Me extiende la mano y me lo ofrece. Como si nada se hubiese dicho arranca a hablar de nuevo: “hoy es la prueba de vestuario en el teatro. Hasta acá todo lo ensayamos en la casa de Erik, solo visitamos el lugar para imaginar la puesta. Para ir viendo cómo montarlo.”. Siguió hablando, pero yo me quedé con Erik, imaginando cómo se lo montaría al terminar cada ensayo, detrás de todas las perchas de ropas y los biombos del salón comedor de su casa, febrilmente, emocionados por la sintonía del trabajo en común, casi desesperados de tan excitados que estaban luego del acto donde ella le debía rozar el pene sin intención, como un accidente cotidiano y doméstico. Sin cama no se puede hacer el amor, es otra cosa, algo mezclado entre deseo desenfrenado y curiosidad por el otro cuerpo; allí, de pie ambos, apenas inclinada ella, apoyando la frente sudada en la pared de color pastel, casi en puntas de pie para entregarse mejor a la tensión de los músculos. Así, recibiendo los empujones de él hasta empezar a decir cosas, susurros de que siguiera, de que no parase, de que todo, de que más. Luego un silencio que de pronto abruma la escena, embadurnando el ambiente de finalización.

Es un gran tipo Erik. Siempre me cayó bien Erik. Hasta sigo pensando, ya en otro nivel, fuera del instante crucial, que es seguro que todo pasara sin que lo buscara. Hay cosas, hay emociones, que pasan sin que nadie las busque. Sí, concluyo que es justo que puedan avanzar hacia algo mejor que sexo escuchando tango electrónico, y hablando de dos vidas que parecieran fluir con distinta intensidad, como tratando de hacer confluir China con África.

“¿Me estás escuchando? Otra vez ni bola me das. Nada, olvidate. Te decía que mejor nos dejamos de ver. Tampoco es que estamos recontra enganchados vos y yo. Así que mejor separarnos antes de que se ponga más…”. Claro, dije, bastante más convencido que ella, y como descubrí tiempo después, también bastante menos seguro que Erik parado en el muelle, listo para abordar el ferry rumbo al Uruguay, dejando acá todo, inclusive la propuesta de relación que ella la había hecho con tanta meticulosa explicación y solvencia.

“Bueno, me voy a bañar, que antes de las nueve tengo que estar arriba del tren. Si no, no voy a llegar a tiempo al teatro, y no sabés cómo se pone el director cuando la gente se retrasa.”. Se metió al baño sin quitarse aún corpiño y bombacha; claramente yo ya no era quién podía encenderla con el solo acto de mirarla desnuda. Me recosté un poco contra la pared de la cabecera, pero ya no pude ver el ecualizador y su danza; mi erección, todavía atenta a esas piernas, me ocultaba los sincronizados y resplandecientes latidos del equipo.

 

Autor: Gabriel Rodríguez

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