El engaño

En cuanto supe del engaño tomé la decisión. Junté todas sus porquerías, y acomodadas en cajas y bolsas las saqué a la calle. Mandé los chicos a casa de la abuela y tranqué muy bien puertas y ventanas. Regresó el desgraciado, como de costumbre, el domingo de nochecita y silbó para que le abriera. Pero la tontita que aquí ves, la insigne pelotuda, se había hecho de piedra. Aporreó la puerta, la pateó, gritó a lo loco y anduvo dando vueltas por la vereda, como león enjaulado. Los vecinos, llamados por el quilombo, salían haciéndose los boludos o espiaban por las rendijas. Y yo punto en boca, dejando que se cocinara en su propio jugo. Terminó sentado en en el suelo, la cabeza entre las rodillas, las manos cruzadas en la nuca. De lejos una mirada distraída lo hubiese tomado por una bolsa negra más.
Los viernes de tarde venía con el sobre de la paga y ánimo jodón, dejaba la parte de los gastos para la casa y se iba. A divertirse, decía. Yo conozco lo duro que es el trabajo en la cementera y le tenía preparada ropa limpia y planchadita.
Debo admitirlo, fui por años una estúpida. La Domitila me despabiló. Ya venía tirándome algo de letra que yo dejaba correr hasta que una tarde, sin anestesia, me largó todo el rollo.
“No va de puteríos como te hace creer”, dijo. “Ni a boliches ni al escolaso. No, mamina. Te tiene engañada. Lo saben todos y es hora de que vos también te enteres. Hay otra mujer, otro hijo y está haciendo la casa. Que sale a divertirse te dice. Si será guacho. Se lo pasa el fin de semana trabajando como burro. Alzando paredes, colocando pisos, techando. Vos sabrás qué hacer”.
Así, después de un rato largo, viendo que el atorrante seguía merodeando sin decidirse a volar de una buena vez, le pegué el grito. “Morite llamando. No te voy a abrir. Olvidate. Sabés bien dónde ir. Acá no vengas a joder más”
Hubo que decirlo así de clarito para que despertara. Fue cargando las cosas en la renó doce, dio arranque y allá se fueron, quemando aceite, él y su chatarra. No lo vi más, por suerte. Hay tipos que no tienen compostura y repiten la misma historia toda su vida. Comentan las chusmas del barrio que la otra taradita lo tiene hecho un príncipe. Y que los viernes, después del yugo en la cementera, él sale a distraerse. Y que recién al caer la tarde del domingo le vuelven a ver el pelo.
Autor: Ernesto Tancovich (Buenos Aires, 1945)
Escribe regularmente desde 2014, por lo tanto autor tardíamente novel y prematuramente póstumo. Asiduo participante de concursos sospechosos, fraudulentos y transparentes, lo que le ha valido algunas distinciones, entre otras Finalista y mención Provincia de Córdoba por El niño stalinista (poesía), Finalista, mención y publicación Universidad de Cali por Las playas del tiempo (narrativa). Agradecido a las revistas Pedes in Terra, Marabunta, Papeles de la Mancuspia, Nocturnario, Monociclo, Cuentos para el andén, Nagari, Extrañas Noches, Boca de Sapo, Carie y Monolito por la generosa hospitalidad.
@letrasdetancovich