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El puesto de los cuchillos


El sol de las cuatro de la tarde ya se esconde por entre las nubes que van llegando, que son otras nubes nuevas. Porque a la mañana ya había estado lloviendo, y lloviznando, luego garuando, y finalmente solo el resabio de humedad en el piso de las veredas y en la brea negra de la avenida De los Corrales.

Cuando empieza a entrar el atardecer en el bulevar de los mataderos, los puesteros llevan casi todo un día vendiendo algunas cosas, aburriéndose algunas horas, tomando mate algunas otras, comentándose la vida parecida y los problemas universales de los que se la rebuscan fuera del Mercado.

A eso de las cinco de la tarde, cuando más arde la muchedumbre preguntona y poco compradora, ocurre en el puesto del viejo de los cuchillos. En un principio de raro no tenía nada, ni siquiera la facha del tipo éste, que se paró a mirar la mercadería que brillaba con la resolana que iba quedando. Un muchacho común, en realidad más hombre que muchacho. Pelo castaño claro, tirando a rubión, barba candado del mismo tono, pantalones de jean bien a la moda, con esos tajos en la rodilla, remera negra con la pipa de la marca, chiquita, arriba del lado derecho del pecho amplio. Y el bolso. Tenía un bolso grande, muy grande, de esos que sirven para viajar a otro país sin necesidad de llevar ningún otro equipaje. También negro, pero de la marca del gallo, con pequeños arabescos en azul y rojo, como fileteados. El viejo de los cuchillos después diría que al irse el tipo le pareció que pesaba el bolso; según él realizaba un gran esfuerzo al caminar con ese bulto cargado al hombro.

No era muy usual que el viejo se incorporara de su silla ante cada posible cliente, en verdad solía otear qué chances concretas había en cada caso de que pudiera hacer una venta, y si intuía que eran altas, entonces ahí sí se erguía detrás de los cuchillos, como un comandante mirando sus tropas desde una cima. Era una forma de acompañar el verdadero interés del que estaba preguntando, dándole el impulso definitivo. El viejo tenía muy claro cómo era vender, y cómo había que obligar a comprar, aunque a él le gustaba más pensar que ayudaba a comprar. Y a decir verdad, y según las opiniones del resto de los feriantes, le erraba poco en esas intuiciones: si el viejo se paraba era porque iba a vender. Cuando el tipo dejó el bolso sobre el piso, el viejo ya se había elevado y alumbraba con su semblante cada pieza exhibida. Esto en parte porque llevaba una cuantas preguntas contestadas, unas cuantas miradas cruzadas con el tipo que parecían confirmar que algo se llevaría. Lo había visto en sus gestos, y hasta diría que en los tics que se le marcaban en la cara cada vez que una nueva consulta era satisfecha. Una vez más venía llevando bien una venta inminente, arriando los billetes desde el bolsillo del otro hacia la rústica caja de zapatos donde colocaba lo recaudado. "Dígame, los cuchillos que vende sirven para cortar qué cosa. Porque veo que tiene muchos, de muchas formas, de diversos tamaños, y supongo que si hay tantos y tan distintos es porque tendrán utilidades distintas. Por ejemplo ese chiquito que tiene la hoja casi de igual tamaño que el mango, o aquel otro, el que está arriba, que tiene una hoja larguísima". El viejo, todavía sentado, aún sin sentir que fuera momento de pararse; “claro, cada uno tiene una utilidad precisa. El que vos me preguntás, por ejemplo, sirve para cortar y picar carne ya cortada previamente. El otro, el de hoja larga es para el primer corte, tiene más filo de hecho”. El hombre guardó silencio unos instantes, mientras iba y venía con su mirada por todos los cuchillos. Luego, hizo un gesto como pidiendo permiso para levantar uno de ellos, lo tomó en su mano derecha y lo observó fijamente, amagó con rozar la hoja con sus dedos, pero se contuvo al cruzarse con una mirada negativa del viejo, quien completó: “Están afilados, guarda. Todo lo que ves está afilado, listo para usar.”. Retrocedió en sus deseos de probar el metal, lo miró algunos segundos más y lo volvió a poner en su sitio. Enarcó las cejas, como si fuera una mueca de aprobación, una nota positiva para ese ejemplar elegido. El viejo se puso de pie, y al momento de apoyarse levemente sobre la tabla del puesto, percibió la inmensidad del bolso, oculto hasta allí de su mirada. Si bien se había percatado que el hombre llevaba algo colgando del hombro, no había prestado atención al tamaño ni a ningún detalle particular que pudiera tener. Y la verdad es que el tamaño, la extensión que prácticamente abarcaba todo el frente del puesto, lo sorprendió. Pensó que habría llegado recientemente de viaje, así se lo preguntó, ocultando su intención de entablar un diálogo ameno que le ayudara a vender algo finalmente. “¿Llegaste hoy de viaje?”. El otro no contestó inmediatamente, se dedicó en lugar de ello a continuar revisando los cuchillos y sus filos, y sus posibilidades de ser eficientes. Juntó su contestación con una nueva inquietud, lo cual el viejo entendió como una forma más o menos amable de cortar de cuajo cualquier conversación más allá de la que tenían por los cuchillos. “Esa es una espada árabe, no sirve para cortar nada que se pueda comer. La tengo como un objeto más bien para decorar, pero ojo que también tiene filo, eh.”. La levantó, y mientras la blandía haciendo reflejar los últimos brillos de agua que quedaban en el asfalto, aclaró que sí, que había llegado hacía unas horas desde el interior. No dijo más nada al respecto. El viejo ya no quiso otro diálogo que no fuera para saber si compraba o no, y en definitiva qué andaba buscando, tal vez así aceleraran los trámites y podía volver a sentarse en su silla, con su mate y sus palabras cruzadas. “¿Vos qué andás buscando? Digo, ¿precisás algo en especial, tenés que cortar algo en especial? Si me orientás por ahí te puedo ayudar, y si no te sirve lo que tengo yo acá, te puedo rumbear para donde lo podés conseguir”. El tipo se agachó levemente para correr el amplio bolso, que no dejaba de ser una molestia para los que caminaban recorriendo los puestos. "Carne, yo tengo que cortar carne. Pero tiene que ser bueno el cuchillo, o la cuchilla, porque es carne dura. Es carne pasada, la tengo que trozar para poder tirarla, porque es mucha, no puedo deshacerme de ella completa como está, sería un verdadero trastorno". El viejo lo miró por primera vez desde que había llegado. Es decir, lo observó como no lo había hecho hasta allí, como en verdad casi nunca hacía con nadie, buscando algo más que un cliente, que un semblante que dijera cómo iba con la táctica. Lo fichó, eso hizo. Se adelantó más, hasta apoyar su panza sobre el puesto, para llegar a divisar el bolso, con cautela, sin que el otro se diera cuenta que buscaba precisamente eso, ver el bolso que hasta ahí solo había intuido sus formas. No dijo nada en relación a toda la explicación del hombre, decidió, sin darse cuenta siquiera, que no iba a contestar nada sobre ello. En parte porque no había mucho que contestar, y en parte porque empezaba a atravesarlo una sensación que lo aterraba, otra intuición de puestero, pero no la de percibir un éxito comercial, sino una mucho más traumática. No pudo disimular lo que hacía con los ojos. Tampoco se lo había propuesto con esmero. El tipo pareció entender qué debía hacer de inmediato. "La verdad es que el que más me gusta es el segundo que vi, el de hoja más larga que empuñadura. Me parece que ese me va a servir para terminar con mi asunto. ¿Usted qué me dice? ¿podré trozarla bien con ese?". Le clavó la vista al viejo, de forma que no lo había hecho en ningún momento desde que se parara del otro lado del puesto. Agregó: "¿cuánto me dijo, trescientos cincuenta pesos?". El viejo se dio cuenta, cayó en la cuenta, que nada se había dicho de precios hasta allí, solo de filos y necesidades. En una fracción de segundo que le pareció un siglo, se preguntó por qué nada se había dicho de los precios, todos siempre preguntan los precios, casi es lo primero que hacen, incluso antes de saber si los cuchillos les pueden servir o no. Se vio a sí mismo perturbado por el momento que atravesaba, o por lo que su imaginación, su horrible intuición, le hacía imaginar. Se vio apurado en terminar con todo aquello, mucho más de lo que parecía estarlo el otro. “Trescientos cincuenta está bien”, dijo sin recordar qué precio tenía en verdad ese cuchillo. Todo lo que siguió tuvo la rapidez de quien siente llegar un miedo profundo y anhela dejarlo rápidamente atrás. El tipo pagó con cuatro billetes de cien pesos, los apoyó sobre la espada árabe, y se puso a meter su compra en el bolso, con lentitud, como si no le importara que alguien pudiera ver lo que había en el interior del mismo. El viejo ya no quiso asomarse para verlo. Se dedicó a esperarlo con el billete de cincuenta pesos, parado un poco más atrás de la tabla, bien lejos de cualquier revelación estremecedora. Cuando el otro recuperó la posición vertical, lo hizo, a su vez, levantando el bolso desde el piso hasta su hombro derecho, lo hizo con gran dificultad, conteniendo la respiración para concentrar su esfuerzo y sin decir palabras que pudieran confirmar lo pesado que era su contenido. Al amagar con arrancar el viejo le recordó su vuelto apoyado en la mesa. "Guárdelo jefe, estuvo usted muy atento, me llevo un buen material. No sabe lo mucho que me servirá.". El viejo agregó el billete a la caja de zapatos y se desplomó sobre su silla. No vendió más nada en lo que quedó del día. Tampoco se interesó mucho en ayudar clientes a comprar. Por lo que no volvió a levantarse.

 

Autor: Gabriel Rodríguez

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