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Una idea ronda mi cabeza. Va y viene. Da vueltas, inquieta. Un hombre en el funeral de su esposa. La escena es la siguiente:

Un pequeño grupo de personas alrededor de un ataúd que desciende lentamente en un agujero. La tierra está húmeda. Ha llovido en los últimos días. Cae un aguacero que ensordece. El olor a flores de las tumbas cercanas satura el aire. Olor a muerte. La iglesia estaba casi vacía. Seis hombres ayudaron a sacar el féretro. Él, su hermano, dos primos, un vecino y su suegro. Él no llora. Ya lloró en casa, lloró el día que la llevó a la clínica. Ese día la hospitalizaron, preguntó a varios médicos, ninguno dio razón. “Hay que esperar al especialista”, repetían. Él estaba contrariado. Su esposa se quejaba de su mal genio. Reñía por cualquier cosa: el molesto vecino de al lado, el ruido de los niños jugando en la calle, el abuso de la empresa de energía, el horario flexible del carro de basura (¡Impuntuales!, gritaba). Ella lo miraba con la sonrisa de la resignación, fruncía un poco el ceño, dejaba que él descargara su rabia, luego se acercaba por la espalda, con los brazos aferraba su cintura. Él respiraba hondo, varias veces, inhalar, exhalar, luego la acogía entre sus brazos, encajaban bien, cerraba sus ojos con el mentón gustosamente cómodo en la coronilla de ella. “Está bien, está bien”, lo consolaba. Esa noche fue diferente al verla en la clínica, frágil y liviana en una cama blanca. La rabia se esfumó. Un miedo intenso, gélido, invadió su cuerpo. Sentía en el centro de su pecho un vacío desconocido. “Es terminal”, oyó cuando ya su suegro terminaba de hablar con el especialista. Sólo fue un momento a la cafetería. Unos minutos, no más de diez. De regreso, ha perdido la oportunidad de hablar con el doctor que sabe lo que le sucede a su mujer. ¿Es terminal? ¿Qué cosa?, su mente confusa no entiende. “Es mejor darle de alta, en la casa estará más cómoda”, “Está bien, doctor, gracias”. Se acercó mientras veía al otro hombre caminar por el corredor. Como un autómata siguió los pasos de su suegro, entraron a la habitación. Ella estaba mejor, un poco mejor, su mente repetía, hoy comió unos pedazos de puré de papa sin vomitarlos. También tomó unos sorbos de jugo. Está bien. “¿Qué dijo el médico, papá?” “Todo va bien, mi niña, te dará de alta, te llevaremos a casa”. Ella sonrió. No una sonrisa sincera. Él conocía sus sonrisas. Ella le regaló millones de sonrisas en 15 años. Millones. Sonreía todo el tiempo, a veces irónica, otras, sarcástica, otras más, luminosas, un montón, tímidas, le fascinaban las tiernas, solían estar en la cama, desnudos, él la dejaba sin aliento, a punto de quedarse dormida, pero siempre le ofrecía una sonrisa, su ternura era infinita. Había otra sonrisa que gritaba: “está bien, seré paciente”. Ahora, sus ojos cansados y pequeños lo miraron. Otra sonrisa, esta sí fue sincera, él se acercó y tomó su mano, vio la piel translúcida, los dedos largos, la redecilla azul de las venas. “No te preocupes, ya vamos a estar en casa”. Moría y lo consolaba. ¡Maldita sea! La mente despertó por fin. Tuvo que apretar los dientes para contener los gritos, se atragantó, palideció. “Cariño, ¿estás bien?”. Soltó su mano y caminó a la puerta, señaló con el índice al hombre mayor: Hablemos afuera. A regañadientes dejó a su hija. En el corredor la discusión se tornó ofensiva: “La descuidaste”, Ella no me dijo, “¡Caramba! ¿Estabas muy ocupado para darte cuenta de su sufrimiento?”, Me dijo que no tenía importancia, “¡Imbécil!, en tus narices se murió mi hija”, ¡Ella no está muerta!, “En unos días lo estará”, Fuimos a misas de sanación, nos dieron esperanzas, “¡Bah!, remedios de pacotilla. ¡Cáncer!, ¿crees que se juega con el cáncer?”. Una enfermera intervino y con la autoridad a cuestas los regañó. Horas más tarde habló con el médico de turno, retrasaron la salida para el día siguiente. Familiares llegaron de otras ciudades. Fueron a verla. ¡Maldita sea! Ella no está para visitas, le espetó con vehemencia a una tía. “¿Prefieres que esté sola?”. No lo está, está conmigo. Exasperada contuvo la réplica que tenía en la punta de la lengua. Él entró luego de la barahúnda. La vio animada. Ella habló y habló. Se veía frágil, tan frágil, temía tocarla con sus manos grandes, temía hacerle daño. Una vez, cuando eran novios, sentados en un sofá viendo televisión, ella tomó su mano, la comparó con la suya, masajeó sus dedos, le dijo: “Me gustan tus manos, son hermosas”. Él se echó a reír, le dijo que era una mentirosa, la besó y olvidaron la televisión. Se sentó a su lado, la vio cerrar los ojos. Tan frágil. El pecho seguía doliéndole. Un dolor sordo. Profundo. Laceraba por dentro la carne. Se frotó el esternón. Abrió los ojos y tomó su mano. “Qué bueno que mañana nos vamos, no me gustan las clínicas”. En casa empeoró. Todos lo esperaban menos él. Dos días después murió, su cuerpo conectado a un respirador. Su corazón latía débilmente cuando llegó el médico a revisarla. “Ya no hay nada que hacer”. Desconectarla fue el siguiente paso. Él lloró. Desde esa noche en la clínica, sus ojos anegados en lágrimas, oró. ¡Sálvala, Señor!, suplicaba furioso. Una súplica en tono de reproche. Su fe se resquebrajó. Era de esperarse. Con el paso de las horas, la rabia fue reemplazando el miedo. Esa cosa en el pecho, esa cosa inútil y estúpida fue aplastada. Era ira. Espesa, intensa. Una entidad con vida propia. Vio la gente en derredor, gente hipócrita. ¡Maldita sea! Que se mueran todos de una puta vez. Si la muerte no es un atajo en el camino sino la meta, entonces que todo el mundo se vaya a la mierda. Los vio irse poco a poco, las condolencias las recibió el papá, él no tenía humor para tanta palabra necia. Se quedó solo. Lo dejaron solo. Nadie quiso consolarlo, no necesitaba consuelo. ¡Me dejaste! Tomó una flor de las muchas que había en la tierra y la despedazó en su puño. Una tras otra las destruyó todas. ¡Me dejaste! ¡Me dejaste!…

Ahí termina la idea, no sé por qué mi mente la atesora. No lo sé. Debe ser porque hubiera querido que sucediera de esa forma. Cada día intento convencerme de que fue lo mejor, estoy segura de que hubieras detestado mi tumba, habrías escupido en mi recuerdo, en cambio, la tuya está muy bonita, hoy cambié las flores, son crisantemos, la señora de las flores las llama chirosas pero no me gusta ese nombre, son crisantemos dorados, me recuerdan a ti.

 

Autora: Esperanza Ardila B.

Antropóloga. Autora de artículos académicos y textos de ficción.

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