top of page

Los campos de Marte


Cuando aparecían las locas teníamos que meternos cada uno en su casa. Se acababa el griterío, se pateaba el último tiro libre, salíamos del refugio… y nos volvíamos visibles. Había que apurarse antes de que las locas se acercaran demasiado. Los más corajudos, como Tumio, se quedaban hasta último momento. Él incluso se atrevía a hablar con ellas.

Con los pibes nos conocíamos desde muy chicos. A veces nos agarrábamos a piñas pero después nos buscábamos. Al vernos de nuevo, sabíamos que lo más fulero que nos pudiera pasar se tragaría mejor. En un par de meses terminaríamos la primaria, después tendríamos que volvernos más serios, y nos daría vergüenza jugar a la mancha, a las escondidas o a las carreras de bicicletas. Había que aprovechar al máximo el poco tiempo que nos quedaba. Quizás hasta nos mandaran a distintos colegios.

El Cholo se nos unía cuando terminaba de ayudar al verdulero a bajar los cajones y a acomodar las frutas. Tenía como veinte años pero hablaba peor que cualquiera. Pesaba más de cien kilos y seguía sin entender que una planta de ruda no podía ocultarlo en las escondidas.

Tumio le pedía que nos mostrara su casa, pero el Cholo se hacía el boludo, y nosotros respirábamos aliviados: era hijo de la Quica, una de las locas, y hermano de la Sara, la otra. El Cholo no estaba loco, era lento nomás. Perdía cuando jugábamos a las damas y al chinchón, nunca entendía las reglas. Lo dejábamos jugar igual para divertirnos con sus cagadas. Como sus apariciones eran esporádicas, ni nos dimos cuenta de que un día se había esfumado.

Nos gustaba merodear los potreros, los terrenos baldíos, las obras en construcción, y los fondos de las casas que tuvieran arboles de mandarina, caqui o ciruelas.

Los domingos íbamos al bosquecito en bicicleta. Como no todos tenían vehículo… armábamos yuntas. Yo llevaba a la Moni en el caño. Era la única chica que aceptábamos, porque atajaba muy bien. El Cholo una vez intentó acompañarnos, pero enseguida pegó la vuelta: la pedaleada lo hacía resollar, y en el pecho se le escuchaba un galopar de potrillos.

En el camino parábamos en el rancho de Díaz, la madre no lo dejaba venir si no llevaba a la hermana menor, se la enchufaba para no escucharla berrear como un marrano. Díaz, para vengarse la asustaba con hormigas, arañas, gusanos… Parecía que ella disfrutaba de asustarse y gritar. Cuando llegábamos a la laguna de los sapos la obligábamos a callarse, y si no cumplía la amenazábamos con atarla a un árbol, lo más lejos posible.

Buscábamos frutas y aventuras. Tomábamos agua de una cascadita que golpeaba sobre un charco. Competíamos por ver quién atrapaba más sapos. Tumio decía que la piel de algunos segregaba un jugo que adormecía la lengua, y te mareaba lindo. Él le pasó la lengua a más de mil. Muchas veces lo veíamos perderse quién sabe dónde. Creíamos que, en esos momentos, se miraba a sí mismo, pero no. Veía el reflejo de las nubes en el agua, detrás de su cabeza. Cuando volvía nos contaba que había distinguido animales devorándose entre sí, pisadas sobre la arena que desaparecían con el viento, historias de guerreros, claridades cegadoras… Hasta la cara de un santo, vio. O creyó ver.

Entre arcadas, a veces nosotros también nos animamos a lamer sapos. Pero solo encontrábamos nuestras caras de siempre reflejadas en el agua. Cada vez nos volvíamos más parecidos entre nosotros mismos, como si no tuviéramos identidad. Tumio no, él siempre era él. Con los últimos rayos respiramos una paz distinta a la de nuestro hogar. Después escuchamos la voz Tumio, y ya no veíamos la hora de ser como él.

Con buen tiempo, estar en la casa era aburrido. Los atardeceres de invierno, en cambio, era lindo volver. Nos restregábamos las manos en la estufa, los grandes contaban historias intrigantes, el perro nos reprochaba el abandono a lengüetazos tibios.

La Quica y la Sara aparecían alrededor de las seis, asomándose detrás de la ligustrina. Nos gustaba espiar. Aguzando la mirada, creíamos entrever leña y ramas retorcidas, sonidos de animales extraños, ojos prendidos fuego de lobos hambrientos, espinas, tramas de capullos y sangre. Ni imaginábamos que dentro de ese tugurio en penumbras hubiera algún lugar donde comer o dormir. Tampoco se nos ocurría por dónde se podía salir o entrar.

Vestían unas túnicas de arpillera, como de esclavos medievales, cosidas con pedazos de hilos de cualquier color, un cinturón de soga y botas de lluvia Pampero. Siempre igual, hiciera frío o calor.

De la barbilla de las locas colgaba una chivita entrecana, como las de los mandarines —la chivita de la madre era más larga—. Andaban con las chuzas cubiertas de cenizas y barro. Empujaban un carro de mercado con las ruedas deformadas. Adentro llevaban un perro gordinflón del que solo se veía la cabeza y las dos patas traseras apoyadas en los fierros oxidados. El resto del cuerpo iba encajado en una bolsa también de arpillera. Embajador, lo llamaban. Con su carita desconsolada parecía preguntarnos si no nos gustaría tener un perro bonito como él. ¿Pero quién iba a querer un perro de semejante familia? La Sara llevaba otro más chico en una bolsa colgada de la espalda, en bandolera. Nunca era el mismo. No sabíamos si los mataban de hambre o si ellas se los comían. No tenían nombre, quizá no los bautizaban para no encariñarse.

Día tras día, desde lejos, escuchábamos la voz aguda de las locas como un pedido de auxilio. Preguntaban por los campos de Marte, por la hora en que se pondría el sol y por los aguaceros a punto de precipitarse. Eran preguntas que atrasaban como veinte años: quedaban pocos campos en el pueblo, sólo quintas de legumbres, tomates, ajíes, zapallos. Una vez Tumio les preguntó dónde quedaban los campos de Marte. “Después de los Lute —balbucearon—, los que andan de negro. Donde las gurisas corren rápido, pa que no las agarren. Algunas vuelan”. Según Tumio, la Quica le contó que a ella la agarraron pero se escapó, y ahora quería volver… por el sol y los animales.

Nosotros jugábamos a quién imitaba mejor la cantinela de las locas: ¿Y los campos de Marte? ¿Y los aguaceros? La Moni estaba segura de que habían estado en un loquero y que corrían escapando de las torturas. Díaz había escuchado que eran esclavas en una estancia en Victoria. Mi mamá decía que se habían desquiciado cuando el padre las dejó, y quedaron en la peor de las miserias. Hablar de ellas era nuestra forma de entenderlas.

El último verano, un olor nauseabundo nos fue invadiendo hasta la asfixia. Todos sabíamos que venía del mundo de las locas. Nadie se atrevía a entrar. Algún vecino llamó a los bomberos.

Ellos se abrieron camino en el follaje a machetazos. Tumio los siguió. Era, por lejos, el más valiente de nosotros, y al que más le atraían las locas. Quizá Tumio también estaba un poco loco.

Después nos contó que, en medio del matorral, había una choza de paja y barro rodeada de basura. Adentro, los bomberos chapotearon sobre veinte centímetros de agua estancada. Él se mantuvo a distancia para que lo vieran, pero le pareció ver que la madre y la hija estaban desnudas, con las “Pampero” puestas. En la piel arrugada de la madre distinguió unos dibujos violáceos, como un mapa de piratas. Unas ranas, para defender su territorio, croaron ensordecedoras y les saltaron a las rodillas. Los bomberos, tenaces cuando se trata de hacer el bien, avanzaron.

Cientos de libélulas y mariposas, prendidas de las alas con alfileres de gancho, tapizaban las paredes. Según Tumio, muchas todavía sangraban.

Embajador preguntó:

—¿Con qué derecho entran así a nuestra casa?

El olor provenía de un catre con un cuerpo enredado entre las sábanas.

—Nosotras no fuimos —dijeron dos moscas blancas, de entre miles que sobrevolaban el cuerpo.

—Esperen un poco que todavía queda algo de masa encefálica —pidieron unos gusanos asomándose por las órbitas de los ojos.

Quica cacareó como el gallo del amanecer. Zapateó en círculos salpicando agua podrida.

—Levantate, vago de mierda, que tenés que ir a trabajar —increpó al cuerpo desparramado en la cama. Y mirando a los bomberos: —Mi hijo es un vago de mierda, tiene que ir a trabajar pero no quiere levantarse.

La Sara pegaba grititos como un trino punzante, más fuerte que el de los bichos feos. Y chupaba una estampita de la Virgen de Luján con los bordes gastados.

Al fin supimos por qué el Cholo se había esfumado, aunque no de qué murió. A las locas no las volvimos a ver, quizás lograron volver a Los Campos de Marte.

Después vinieron las topadoras y arrasaron con todo. En el lugar construyeron una Capilla. No se sabe cuántos litros de agua bendita usó el cura para espantar todos los males.

Cada tanto las comadres rezan una oración por el alma de la Quica, de la Sara y del Cholo.

Parecía que el barrio había quedado más tranquilo.

Nosotros empezamos a extrañar nuestra niñez.

Y a ellas, a las locas. Por si acaso, cuando atardecía en los campos de Marte, nos metíamos cada uno en su casa.

Antes de que cayeran los aguaceros.

 

Autor: Amílcar (Jorge Rafael Castagna)

bottom of page