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I

Casas humildes, estrechas, precarias. Una plaza desolada (el esqueleto de sus juegos carcomido por la niebla). Una escultura borrosa, que está sin estar, como suicida en la hora final o místico en trance. Una iglesia. Un rastrojero herrumbrado. Las prostitutas del paso a nivel. Un perro. Galpones de chapa. Arboledas que son como embudos del misterio (acaso more en su seno el fugitivo, la plaga, el ánima). La metafísica luna que me sigue como una espía. La inabarcable llanura: ese otro abismo además del cielo violáceo y hondo y cómplice.

II

La tarde me sorprende en el segundo piso junto a Jimmy, que toca quena y zampoña andinamente, y Alex, centrado en descifrar un instrumental de Víctor Jara. Cuando por fin lo descifra, Jimmy revienta de entusiasmo, cuenta hasta tres y, al son de los primeros enigmáticos arpegios, se zambulle en La partida y asimismo en su bella tierra y asimismo en su ruca genética de mapuches, cóndores y marichiweu, porque él es todito eso antes que chileno (gentilicio tan inútil como cualquier otro cuando se trata de mostrarnos, pues nunca nos refiere sino que nos corrompe).

Sigo.

Sin reparo Jimmy y Alex se fusionan entre cuerdas y orificios que pulsan, obstruyen, soplan. Yo me dejo impresionar, dispongo mi atención y sagrado silencio como ofrenda de respeto, comparto el rito. A su término parecemos haber regresado de una dimensión paralela. Jimmy festeja, baila sobre sí mismo, vitorea. Alex sonríe tenuemente, quizá entreviendo un pasaje a pulir. Yo me ofrezco a tocar con ellos en un futuro, si eso enriqueciera el espectáculo (se me da bastante bien la percusión). Jimmy acepta, pero no sé si por reflejo o pasajera condescendencia. Continúa abstraído por lo que acaba de ensayar. Comprendo que no es el momento de organizar nada y me retiro al sillón. Él sale al balcón. Agarra la quena, sopla y, entre la disonancia urbana de bocinas, motores y acres músicas, cuela un silbido arrasador, de tonos dulces y diversos, purificador como un perdón. «Toda expresión artística esconde una intención redentora», pienso. El hombre que, desde abajo, fusila a Jimmy de un naranjazo certero no siente igual. «’Jate joder con tanto ruido y andá a laburar, vago, sucio, negro de mierda», clama. La situación podría ser más dramática de lo que acaba siendo en nuestro poder. Jimmy contesta: «¡Gracias por el consejo y por el naranjazo pues! Ya mismo engordo con eso la ensalada de frutas». Alex dice: «Ja, quien diría que el fascismo puede proveer». Yo tomo nota mental, mientras preparo un hielo envuelto para Jimmy.

 

Autor: Carlos Lazo

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